Hijo de padre inglés y madre vienesa, en su autobiografía (Años interesantes, Crítica, 2003) explicaba que se ha sentido “como en casa” en varios países, a pesar de ser “alguien que no pertenece totalmente al lugar en el que se encuentra, bien como ciudadano británico entre centroeuropeos, bien como inmigrante del continente en Inglaterra, bien como judío en todos los sitios en los que he estado —especialmente en Israel”. Irreductible en sus convicciones,“el historiador más conocido del mundo” habla hoy con El Cultural sobre el imposible fin de la Historia, sobre el nacionalismo y sus mitos y sobre terrorismo, temas que aborda en Guerra y paz en el siglo XXI (Crítica), que lanza la próxima semana en España y del que también ofrecemos uno de sus mejores ensayos.

Antiespecialista en un mundo de especialistas, el trabajo de Hobsbawm se ha dirigido a menudo “a los no intelectuales”, lo que “ha complicado mi vida como ser humano pero ha representado una ventaja profesional para el historiador”. Otra es que, como reconoce a menudo, estuvo en algunos de los lugares precisos cuando debía: “Si uno ha vivido lo suficiente en la Europa del siglo XX, es casi imposible no haber estado en lugares históricos en momentos históricos. He tenido suerte”. A raudales. Pasó su infancia en la Viena de la posguerra de la I Guerra Mundial, su adolescencia en el Berlín prehitleriano y su juventud en Londres y Cambridge. Se hizo comunista en 1932, aunque no ingresó en el partido hasta que llegó a Cambridge en el otoño de 1936; la II Guerra Mundial coincidió con su servicio militar, pero, a pesar de presentarse como voluntario, solo pudo colaborar con el Ala Militar del Hospital de Gloucester, “donde hacía de una especie de asistente social”.

Políglota y cosmopolita, su vida académica le ha llevado a Estados Unidos, Hispanoamérica (vivió en Colombia y Perú, y fue intérprete del Che Guevara), la India y Extremo Oriente. Miembro de la British Academy y de la American Academy of Arts and Sciences, hasta su jubilación enseñó en el Birkbeck College de la Universidad de Londres y desde entonces dicta clases en la New School for Social Research en Nueva York. Pero su retrato sería incompleto sin mencionar, por ejemplo, su pasión por el jazz (durante diez años escribió críticas bajo el seudónimo de Francis Newton, como homenaje al trompetista del mismo nombre, que fue uno de los pocos músicos de jazz comunistas), su fascinación por las investigaciones científicas punteras o los rescoldos jamás extinguidos de su fe comunista.

 Hace algún tiempo, el escritor Ian Buruma publicó un ensayo acerca de usted, de por qué Eric Hobsbwam había permanecido leal al comunismo tanto tiempo y a pesar de todo. Y al final no quedaba muy clara la razón. ¿El propio Hobsbwam conoce la respuesta?

 No soy la única persona del mundo que se mantuvo leal a la causa de la emancipación de la humanidad casi toda su vida. Para los que quieran una respuesta biográfica más completa, he intentado ofrecerla en mi autobiografía Años Interesantes.

 Pero, ¿al menos ha llegado a aceptar los límites de la condición humana, eso que su amigo Isaiah Berlin llamaba “las vigas torcidas de la humanidad”?

 Siempre he aceptado los límites de la condición humana, pero también he reconocido sus enormes esperanzas para un mundo en el que los humanos pueden ser humanos.

 ¿Cómo cambiaron los atentados del 7 de julio de 2005 en Londres sus ideas sobre el terrorismo?

 Los marxistas siempre hemos sido escépticos con el terrorismo (es decir, con el intento de lograr un cambio social o político principalmente mediante la acción violenta de pequeños grupos). Por sí solo el terrorismo no puede alcanzar sus metas, ni siquiera la independencia de pequeñas naciones. Ni el 11-S ni el 7-J han cambiado mi opinión al respecto. La actual fase de terrorismo es nueva en la medida en que puede organizarse globalmente de una forma en que jamás se organizó ningún terrorismo anterior, en la medida en que utiliza una macabra técnica nueva, el atentado suicida, y en la medida en que algunas de sus versiones practican sistemáticamente la masacre indiscriminada. Pero aunque esto justifica ciertamente todos los esfuerzos por eliminarlo, eso no lo convierte en una gran fuerza militar o en un peligro grave para cualquier sociedad y nación estables.

 En las primeras páginas de Guerra y paz en el siglo XXI, el libro que lanza en España la próxima semana, se muestra muy crítico con Fukuyama... ¿Por qué considera que el historiador americano fue, cuanto menos, un incauto cuando planteó y desarrolló su teoría sobre el Fin de la Historia?

 Fukuyama suponía que la culminación del desarrollo histórico sería la conversión permanente del globo a la combinación occidental del capitalismo y gobierno liberal representativo. Pensó que se había logrado, después que se superara el desafío del socialismo en el siglo XX. No creía que la historia llegaría a detenerse, sino que a partir de entonces el mundo avanzaría tranquilamente dentro de un marco occidental incuestionable. Pero se equivocaba en ambos puntos. No hay razón alguna para creer que el capitalismo liberal del tipo noratlántico que triunfó a finales del siglo pasado sea la base duradera de las operaciones futuras del mundo. No es fundamentalmente estable ni inmune a cambios o desafíos posteriores. Y es evidente que, desde el final de la Unión Soviética, no hemos entrado en un “nuevo orden mundial”, sino en una época de agitación tectónica mundial.

 Tampoco está de acuerdo con Fukuyama cuando defiende lo que llama “valores liberales positivos” y afirma que las modernas sociedades liberales han debilitado sus identidades, basadas en conceptos como patria o religión, y que deben enfrentarse al desafío que plantean emigrantes de otras razas y religiones, que, según él, están mucho más seguros sobre quiénes son...

 Las sociedades liberales, al estar basadas en el individualismo, están concebidas para que tengan unas identidades colectivas débiles. Por tanto, es inútil quejarse de que los “valores liberales positivos”, como escribe Fukuyama, no son suficientes para una humanidad que no vive buscando solo el interés propio. ¿Cuáles son las alternativas? Es cierto que la velocidad y la escala del cambio histórico, es decir, el impacto de un turbocapitalismo global desde los años 60, han minado los patrones tradicionales de relación entre los seres humanos y, por tanto, su idea de identidad individual y colectiva. Los inmigrantes procedentes de países en los que este proceso está menos avanzado quizá preserven todavía las viejas formas de identidad, sobre todo en la primera generación, pero el hecho mismo de la migración las debilita. De hecho, nadie tiene un problema de “saber quién soy” más acusado que los inmigrantes de segunda generación, como los jóvenes terroristas del sur de Asia que viven en Gran Bretaña y que no se sienten como sus padres ni como los británicos y que, por tanto, hallan una identidad en un tipo nuevo y muy poco tradicional de fundamentalismo musulmán. Pero los occidentales desorientados también intentan buscar identidades colectivas en una era de incertidumbre, y una minoría también las encuentra en los estilos de vida religiosos, culturales y sexuales, mientras que un número mayor se refugia de la impersonalidad global en el nacionalismo étnico. Creo que son síntomas de enfermedad más que un diagnóstico, y mucho menos un tratamiento, como pretende Fukuyama.

 Una de sus principales contribuciones académicas son sus investigaciones sobre la invención de tradiciones nacionales. En la era del nacionalismo y de una nueva preocupación por la identidad nacional, han surgido nuevos mitos históricos nacidos simple y llanamente por razones políticas, sectarias y étnicas. ¿Es eso lo que hace que el papel del historiador sea tan decisivo a la hora de desenmascarar falsos mitos?

 Tiene razón. Vivimos en una época dorada de creación de mitos históricos, diseñada para reforzar identidades de grupo de toda índole, en especial en una gran cantidad de nuevas naciones y movimientos regionales y étnicos. Creo en lo que escribió Ernest Renan en 1882: “El olvidar la historia y, de hecho, el error histórico, son factores esenciales en la formación de una nación, y ese es el motivo por el que el progreso de la investigación histórica a menudo constituye un peligro para la nacionalidad”. Los historiadores hoy en día somos la primera línea de defensa contra el avance de mitos peligrosos.

 Otro de los temas de su libro es el imperialismo. ¿Considera que el americano actual es más débil que el español del siglo XVI o británico del siglo XIX? ¿Por qué?

 El imperio español del siglo XVI es muy distinto del británico y el estadounidense. El imperio británico, que gobernó a más gente que cualquier otro en la historia, reconocía sus puntos débiles incluso en la cúspide de su poder: vea, por ejemplo, el poema “Recessional”, escrito por el gran imperialista Rudyard Kipling. Sabía que sus principales activos —el ser la primera potencia industrial y el centro del comercio internacional, o una armada que controlaba los océanos— no durarían. También sabía, desde la pérdida de las colonias americanas, que podría sobrevivir la pérdida del imperio y que seguiría floreciendo. El imperio estadounidense carece de este sentido de sus limitaciones. En lo relativo a la política de fuerza, obviamente no es débil, aunque sea incapaz de dominar el mundo por sí solo. Su economía atraviesa un relativo declive, pero lógicamente seguirá siendo formidable durante mucho tiempo. Sin embargo, a diferencia del imperio británico, que prosperó en una época de paz y escasos gastos en armamento, el imperio de EE.UU. depende de la realidad y el potencial de un poderío militar abrumador para su supremacía. Estados Unidos, a diferencia de la Gran Bretaña del XIX, nunca ha sido un elemento esencial del sistema de comercio internacional, solo su economía más importante. Por tanto, a diferencia de Gran Bretaña, quizá intente contrarrestar su declive mediante el poder militar. Este es uno de los grandes peligros de la situación mundial del nuevo siglo.

 Si eso es así, ¿qué opinión le merece la dependencia europea respecto a la política internacional norteamericana?

 Todos los Estados europeos y la Unión Europea deben aceptar a la superpotencia, pero no hay razón para depender de ella. Nuestro modelo debería ser la política comercial de la UE, y no la de la OTAN.

 Es evidente que usted sigue en activo, atento a la actualidad. ¿Qué descubrimientos, qué investigaciones académicas ha encontrado fascinantes últimamente?

 Me fascinan los recientes avances de la tecnología del ADN, que hacen posible una cronología y un mapa de la propagación de la especie humana por todo el globo. (Como historiador) Las dos obras originales, innovadoras y ambiciosas que más me han impresionado son The Birth of the Modern World, de Christopher Bayly, una historia auténticamente global, y Framing the Early Middle Ages, de Chris Wickham, que debe alterar nuestras perspectivas sobre lo ocurrido tras la caída del imperio romano.

# Entrevista publicada por El Cultural y reproducida por Rebelion.org