Cochoapa el Grande, Guerrero. El macilento cuerpo de Apolinar se revuelve debajo de una frazada percudida. Sus grandes ojos no aciertan a mirar fijamente y, delirante, balbucea que padece “tuberculosis”. Los tablones sobre los que yace crujen constantemente y, por momentos, los espasmos del escalofrío dejan ver su torso esquelético.

Enfermó desde agosto pasado. Ya recibió todas las atenciones posibles en esta comunidad de San Pedro El Viejo: rezos y baño de temascal. Como el de Apolinar es un caso difícil, los principales o mayores ya han echado las cartas “para saber por dónde deben rezar”. Reconocen que en “cualquier ratito puede morir el muchacho”, algo que los entristece, pero no los asombra.

Morir por diarrea, parasitosis, gripe, parto, infecciones en las vías respiratorias o “tuberculosis”, sarampión y mordeduras de víbora de cascabel, es para ellos un designio inescrutable al que todos los habitantes de esta comunidad nu’saavi o mixteca están expuestos. Una semana antes, y después de meses en cama, murió Micaela Rodríguez, de 35 años. El diagnóstico de los principales, o viejos, de la comunidad fue: “tuberculosis”.

Bajo el sol del mediodía y una temperatura que supera los 30 grados centígrados, una docena de niños desnudos, infestados por parásitos, acarrean los adobes que los mayores hacen vehementemente. María, de cinco años, recarga el ladrillo en su enorme y grotesco vientre. Su cuerpo rojizo y silencioso se mimetiza con la pila de adobes y con los adustos y desolados cerros de esta Montaña de Guerrero.

Las palabras de Margarita Martínez Cruz fluyen como de por sí se escucha la lengua nu’saavi: como un susurro que intenta contener la desesperación y el enojo. Entre sus brazos retiene a su hijo Manuel Castillo Martínez. El infante, de dos años de edad, se retuerce sin abrir los ojos. Las fuerzas no le alcanzan siquiera para llorar. Apenas jadea y lanza débiles quejidos por una boca amarillenta y pastosa por la tortilla remojada que su madre le introduce a la fuerza.

A través de Paulino Ruiz, el único habitante de esta localidad que entiende y habla con dificultad el español, Margarita explica que Manuel nació en los campos de Culiacán, Sinaloa, adonde se trasladaba toda la familia cada año y hasta por cuatro meses para trabajar como jornaleros. Ahora sólo se van su esposo y sus hijos mayores. Dice que el menor casi siempre ha estado enfermo y que “estuvo muerto” tres semanas en un hospital de Culiacán.

El mal actual lo aqueja desde mayo pasado. Como todos los que padecen “tuberculosis” en San Pedro el Viejo, no tiene apetito y su cuerpo flácido ha adquirido una tonalidad blanquecina. El único alimento al que su desmayado organismo puede aspirar, como cualquier persona de esta comunidad, es la tortilla.

Tanto Apolinar como Margarita descartan trasladarse al hospital de la ciudad más cercana. Con incredulidad y hastío responden parcamente que no tienen dinero suficiente para tener tal lujo. Saben que la brecha que los separa del “derecho a la salud” es infranqueable. Y es que, como herida abierta en uno de los pliegues de la montaña guerrerense, San Pedro El Viejo está lejos de todo.

No sólo se trata de la ausencia de carreteras, dinero para pagar el transporte y al menos siete horas de viaje: tampoco hablan español. Antes de morir en el camino o en medio del desprecio de los hospitales, que no cuentan con traductores, prefieren expirar en sus casas “y ahorrarle gastos” a sus familias.

En San Pedro El Viejo hay una solitaria y decrépita “casa de salud” que es visitada por una brigada médica, a decir de los lugareños, cada dos meses. No cuenta con medicinas ni con una sola herramienta médica. Sólo ostenta, a un costado de la apolillada puerta de tablones, un descolorido y polvoriento cartel propagandístico de la Secretaría de Salud en el que apenas se puede leer la leyenda: “Donde tú estás, está tu salud”.

En caso de accidente o enfermedad grave, los “pedreros” tienen que improvisar camillas y contratar una camioneta para trasladar al paciente por una brecha agreste. El tiempo de traslado depende de la temporada del año: entre más humedad haya, más demorará el trayecto. En época de estiaje, salir del corazón de la montaña puede llevar cuatro horas a un conductor habilidoso. En temporada de lluvias, el mismo recorrido supera las nueve horas. Durante agosto y septiembre no hay manera de transitar por los sinuosos caminos montañeros que se convierten en fangos de barro.

Los habitantes de San Pedro El Viejo deben contratar por 3 mil 500 pesos una camioneta que los saque de sus comunidades. A eso se suma el pago de alimentos en Tlapa u Ometepec de los acompañantes del enfermo. Ni pensar en alquilar algún cuarto para pasar la noche. Con naturalidad aceptan dormir, encobijados, en las calles, parques y portales de los palacios municipales. Seguramente deberán comprar la medicina que requiere su paciente.

“Por eso estos enfermos ya no salen. Porque además saben que se van a marear en el camino, no van aguantar y se van a morir. Harán gastar a sus familiares para nada y harán que gasten más por el traslado del cuerpo”, explica Paulino Ruiz.

Cruz Verde

El comisario de esta comunidad, Teodoro Amado, señala una choza carcomida y desvencijada. Muestra la “escuela” de los niños de la parte más alta y fría de la Montaña. Del paisaje de coníferas apenas resalta la cabaña abandonada.

Sobre la puerta principal, los pobladores han recargado decenas de adobes que -dicen orgullosos- serán para la construcción de una “casa de médico”. A través del intérprete Florentino Aguilar, agregan que en este pueblo ningún gobierno ha realizado una sola obra social. Sus espacios comunitarios los han construido con sus propias manos.

Por ello, la iglesia, la comisaría y la “escuela” están modestamente construidas con adobe, tablones y láminas de cartón. Como sus vecinos de San Pedro, los de Cruz Verde sólo comen tortilla, salsa, yerbas “y a veces frijolitos”.

Contralínea visitó esta comunidad en diciembre de 2003 (ver número 23). El último maestro que dio clases en la “escuela” se había marchado hacía tres meses. Entonces los pobladores mostraron el interior de su “plantel” ante los rostros jubilosos de los niños de entre seis y 10 años que corrieron por sus cuadernos y se formaron para “hacer honores a la bandera”.

Hasta ahora los hombres la vuelven a abrir. Como los adobes prácticamente han clausurado la puerta, desclavan dos costeras y descubren polvorientos papeles que se deshacen al tacto, paredes cubiertas por telarañas y libros carcomidos. Pero ahora apenas hay unos cuantos niños y nadie solicita, como entonces lo hicieron, instrumentos musicales para una banda infantil. La mayoría partió, junto con sus padres, a trabajar a los campos del municipio de Culiacán, Sinaloa.

“No pueden irse a trabajar aquí cerca, como a Ometepec o a Tlapa, porque no dejan trabajar a los niños. Allá en Sinaloa sí lo permiten”, explica Teodoro Amado.

Dos Ríos

El pueblo se reúne a la llegada de cualquier visitante. Dialogan con los fuereños como si los hubieran estado esperando por años. El arribo de forasteros provoca que a través de un altavoz -ya cuentan con energía eléctrica- se realice una convocatoria que termine por reunir a todos los hombres adultos y algunas mujeres. Pareciera que esperar es la principal actividad de quienes en esta comunidad de la parte más calurosa y tropical de la Montaña no han partido a la pizca de frutos exóticos en Sinaloa o Baja California.

En los pueblos montañeros nadie habla por sí mismo ni para beneficio particular. Todos están de acuerdo en lo que necesitan y cualquiera puede decir a los visitantes sus principales carencias, pero no hablan hasta “hacer reunión”. El comisario Modesto Esteva Cano inicia la exposición que termina en interminables diálogos, donde por momentos todos hablan atropelladamente.

En esta comunidad, cercada por dos ríos que en época de lluvias no les permite salir, no hay agua potable. Carecen de casa de salud y reciben la visita de un médico cada 15 días. Dicen que cuando el médico no está y algún integrante de la comunidad cae enfermo, comienzan los rezos. Denuncian que los maestros sólo dan clases tres días consecutivos y luego se ausentan por 15 o 20. No cuentan con biblioteca y, como a los demás pueblos montañeros, la pregunta les causa asombro y sonrisas.

A este pueblo sí llegan, aunque irregularmente, los programas de la Secretaría de Desarrollo Social. Cincuenta mujeres reciben 290 pesos cada dos meses del programa Oportunidades; sin embargo, lo reclaman más de 100. En el Procampo sólo están inscritos ocho padres de familia de un total de 150.

A diferencia de la última visita de Contralínea, ahora hay al menos una tienda en la comunidad. Se consumen refrescos y, sobre todo, cervezas. La llegada de la comida chatarra no los hizo menos pobres, pero los embases de plástico se acumulan como basura a la orilla del camino.

Los más pobres

Luego de un sexenio de promesas, estas comunidades siguen encabezando la lista de las más pobres del país. Los nu’saavi de la Montaña se sienten defraudados porque poco o nada se cumplió. Ya eran las más pobres del país cuando pertenecían al municipio de Metlatónoc. Ahora que son parte de Cochoapa El Grande también encabezan la lista de las paupérrimas del país, según el Índice de Desarrollo Humano del Consejo Nacional de Población.

El territorio de Cochoapa El Grande es de 690 kilómetros cuadrados a una altitud promedio de mil 605 metros sobre el nivel del mar. Lo habitan 15 mil 600 personas distribuidas en 120 comunidades; el 76 por ciento de la población mayor de 15 años es analfabeta; el 94 por ciento de las viviendas no cuenta con drenaje; el 61 no tiene energía eléctrica y el 87 por ciento de las familias obtiene ingresos inferiores a los dos salarios mínimos.

El decreto 588 mediante el cual se creó el municipio de Cochoapa El Grande fue publicado por el gobernador René Juárez Cisneros en el periódico oficial del gobierno del estado el 10 de diciembre de 2002. La designación del primer ayuntamiento se realizó el 12 de abril de 2005. Como presidente resultó Santiago Rafael Bravo, antiguo opositor a la creación del municipio.

A decir de los lugareños, no es común encontrar al presidente municipal en la localidad. Transportistas, policías, regidores, síndico y secretario de gobierno reconocen que Santiago Rafael casi nunca despacha en la oficina de la presidencia. Todos coinciden en que el presidente pasa semanas en Chilpancingo antes de visitar por algunos días la cabecera municipal que dice gobernar.

El síndico Guillermo Flores Lorenzo admite que las escuelas de esta cabecera no son suficientes para atender siquiera a los más de mil niños de esta localidad principal. Oficialmente quedaron fuera 120 “porque ya no hubo cupo”, pero estima que el número es aún mayor porque “muchos ni siquiera se registraron y otros estaban con sus padres en Sinaloa cuando fueron las inscripciones”.

Por supuesto, señala que en la mayoría de las comunidades que dependen de esta cabecera no hay escuelas y no hay cifras sobre los niños que realmente se quedan sin estudios. Reconoce que son la mayoría.

Flores Lorenzo también dice que el servicio médico no tiene la capacidad de atender la demanda ni de la cabecera ni de las demás comunidades dependientes. Solicita recursos económicos para la creación de una clínica de especialidades en ginecología y pediatría. Sin embargo, lo que el ayuntamiento construye -a iniciativa del presidente municipal- es un fastuoso palacio que tendrá un costo de entre 12 y 15 millones de pesos.

Una misión de la congregación de monjas Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, encabezada por Silvia Rodríguez Aguilar, ofrece servicios de salud y de educación abierta. Las monjas tratan de brindar las atenciones que los tres niveles de gobierno municipal no pueden ofrecer.

Los niños de San Pedro El Viejo observan silenciosamente y con curiosidad a los fuereños que acarrean tabiques y preparan mezcla de cemento, grava y arena. La cuadrilla a cargo del arquitecto José Vélez construye la primera obra en la localidad impulsada por los gobiernos municipal y estatal: una iglesia que ya se erige imponente sobre las insignificantes chozas de tejamanil y láminas de cartón.

Al cierre de esta edición una brigada médica móvil de la jurisdicción de la ciudad de Tlapa se dirigía a la comunidad asolada por la “tuberculosis”. El médico a cargo del grupo, Gerardo de los Santos, reconoce que es urgente la creación de un hospital en esta zona de la Montaña.

Fuente: Revista Contralínea.
Publicado: Marzo 2a quincena de 2007

En Cochoapa sólo hay derecho a la muerte

Los paupérrimos pueblos de la Montaña de Guerrero agonizan sin derecho a salud, educación ni alimentación; mucho menos a justicia, vivienda digna o vestido. Para ellos no hay instituciones ni programas que los incorporen a los servicios que supuestamente garantiza la Constitución a todos los mexicanos.

El antropólogo Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, dice que para la población de la zona más pobre del país, mayoritariamente indígena, no hay “espacios” que le permitan acceder a los derechos humanos. “Hay una ausencia de autoridad y una descomposición de las instituciones por la corrupción y la impunidad”.

Agrega que los nu’saavi, me’pha, nahuas y mestizos de la Montaña no saben que existen las secretarías de Asuntos Indígenas y de la Mujer (ambas del gobierno del estado de Guerrero).

“Y si lo saben, piensan: ‘Qué bueno que existan pero para mí eso no tiene ninguna incidencia ni significa nada porque yo sigo enfermo y no tengo acceso ni a una pastilla, un suero antialacrán, ni a que me tomen la presión o me pongan un termómetro para saber cuánto tengo de temperatura’. Para ellos el derecho a la salud es un petate en la tierra, que es el derecho a la muerte.”

El fundador de la organización no gubernamental de defensa de los derechos humanos, con sede en la ciudad de Tlapa de Comonfort y que trabaja con las comunidades de la Montaña y la Costa Chica, dice que la miseria se ha convertido en una característica inevitable de quien vive en las comunidades de Cochoapa El Grande, Metlatónoc o Alcozauca.

“El problema histórico de la Montaña es esta pobreza tan profunda que está en el corazón de los pueblos como si fuera una segunda naturaleza. Cuando decimos montañero, pensamos en la persona andrajosa, que lleva más de una semana sin poder bañarse, que no sabe qué es comer una pierna de pollo. Esto en lugar de revertirse se va profundizando. La gente se va ahogando en la pobreza, en el olvido, en la discriminación, en la violencia.

“Eso en realidad es un drama que en pleno siglo XXI no es tolerable en nuestro país pero que desgraciadamente no se está revirtiendo. La descomposición, empobrecimiento y deshumanización es lo que florece en esta escarpada Montaña.”