Aún quedan pueblos salvajes que van siendo exterminados. Véase en Brasil. El salvajismo es un concepto que automáticamente nos evoca costumbres horripilantes, que van desde la ablación del clítoris de las mujeres hasta la antropofagia.

A la sociedad “americana” podríamos verla como una más de esas sociedades primitivas, a no ser porque también habitan en ella individuos con sensibilidad, cultos y cultivados. Pero lo que imprime carácter a cada pueblo -al menos para estudio y para entendernos-, lo que constituye su idiosincrasia, no son los habitantes excelentes a menos que su número sea abrumador, ni las exquisiteces ni las habilidades puntuales de unos cuantos, sino los individuos que sobresalen; los individuos que lo agitan y centrifugan para bien y para mal.

Y en Estados Unidos, aparte sus -reconózcase de una vez- ya irrelevantes invenciones, quienes sobresalen son los cineastas, las tecnologías prescindibles y los energúmenos repartidos entre la Casa Blanca y el Pentágono, además de los miles (o millones) de locos, enloquecidos y psicópatas extraordinarios frecuentes, de los que no existe de ellos parangón en otros lugares del planeta.

Hay singularidades en ese pueblo que exige el análisis detenido de una sociedad que, en primer lugar, tiene instituida la pena de muerte en 38 Estados de los 50; en donde está al alcance de cualquiera portar un arma de fuego porque las fábricas impiden la supresión de la segunda enmienda de la constitución que lo permite; que cuando no son ex combatientes de Corea o de Vietnam o de Irak son especímenes de frenópata que no existen en ninguna otra parte del mundo los que matan indiscriminadamente a personas en un colegio, en un supermercado o una universidad.

Ayer, un tipo sospechoso de que los poderes policíacos, docentes y políticos estén estudiando cómo presentarlo, mató a 32 personas en una universidad de Virginia de inusitado postín. Su prestigio lo ponen ellos, los americanos...

Es un hecho luctuoso, horroroso, deprimente, bárbaro. Pero ¿a quién puede extrañar ya, a estas alturas, que una sociedad cuyos mandatarios, una y otra vez, por unas u otras causas actúan con desprecio de las leyes internacionales logradas con gran esfuerzo para basarlas en una moral universal, por un lado, y por la persecución del deseable igualitarismo social en su propio seno, por otro? Tipos que comparecen como equilibrados pero son seres descompuestos, mentirosos, trapisondistas, genocidas que aunque se enmascaren de graciosos y dicharacheros ponen a su propia sociedad y al globo patas arriba... generan en racimo o como esporas a otros a escala, que llevan a sus últimas consecuencias el desprecio por la vida que caracteriza a la sociedad estadounidense en general, de lo que da cuenta incesante su cine más tradicional.

Nada o poco tendríamos que decir, insisto, si tomásemos a Estados Unidos por un pueblo más de los pueblos salvajes que aún quedan, aunque el salvajismo de esa sociedad es el de refinamiento... Lo malo, lo peor, lo que nos exaspera a quienes contemplamos a la sociedad ’americana’, pese a sus logros tecnológicos (que al final son los que están abocando al mundo a su extinción y a la que vemos como una gigantesca cloaca del globo donde abunda más toda clase de detritus que bienes, reglas y valores morales eternos), es la necia admiración y el deseo de emularla que algunas sociedades europeas sienten hacia la ella.

Entre las que, cómo no, se lleva el trofeo la española. Sociedades, las europeas, que si no hubieran sido abducidas estúpidamente, deberían darle espalda para siempre.

Harían lo que hace toda sociedad verdaderamente y moralmente civilizada y avanzada: que sólo tienen en cuenta las sanguinarias costumbres de los pueblos salvajes, para saber justo lo que ellas no deben hacer.

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