Se debía crear una identidad de país “blanco”. Pero una identidad, necesariamente se edifica sobre un otro. Y ese otro serían “ellos”, los indios, los negros, los gauchos, los bárbaros, los “no humanos”.

Fue muy claro al respecto Bartolomé Mitre, cuando afirmó que “las tribus salvajes de la América no poseían en su organización física, ni en su cerebro los elementos creadores, regeneradores, eternamente fecundos y eternamente progresivos y perfectibles que caracterizan las sociedades o las civilizaciones destinadas a vivir perpetuamente en el tiempo y en el espacio”.

Esos Mitres, esos Sarmientos y esos Rocas -que tantas hojas de manuales educativos ocupan- decidieron en términos hitlerianos “una solución final” para esos otros, cuya condición humana era “genéticamente inferior”.

No se debía ahorrar sangre y no se hizo. “Correr las fronteras”, fue un eufemismo amnésico con el que se ocultó la acción real, concreta y efectiva de asesinar a todo grupo humano que tenga el maldito designio de habitar las tierras pretendidas por aquellos aristocráticos señores.

Pero no sólo sobre botas y fusiles se asienta el poder político. Las tropas de esos ejércitos necesitaban crear un discurso que los legitime ante la historia. Ante la pasada, rehaciéndola, y ante la futura, enseñándola.

Y mientras esas páginas poblaban las bibliotecas, la palabra escrita no era una forma de expresión de nuestras naciones indígenas. Por aquellos años y hasta hace algunas décadas, sus lenguas no tenían consonancia en la escritura; eran exclusivamente orales. Esto hace que la historia propia de cada pueblo originario sólo se pueda rastrear en los relatos, en los dibujos, en las canciones, en sus mitos.

El Terror como modo de dominación del Estado se vistió de escuela, de iglesia, de ejército, para avasallar las identidades de cada cultura originaria. Persecuciones, balas, torturas, discriminación hicieron que muchas historias se pierdan. Felizmente, desde hace varios años muchas de sus lenguas comenzaron a ser escritas, utilizando el alfabeto castellano como vehículo maleable. Es un compromiso con la historia de esos pueblos, ayudar a producir un registro de su memoria.

Las sociedades son frágiles sin esa memoria y casi no hay registros escritos de esa matanza que un 19 de julio de 1924 se llevó a cabo en Napalpí, en la provincia del Chaco, donde el ejército provincial al mando de su Gobernador Centeno y el nacional respondiendo a Marcelo T. De Alvear, asesinaron y masacraron a cientos de Tobas y Mocovíes. Se habían revelado contra las condiciones a las que eran sometidos en las reducciones y cañaverales. La civilización no podía permitir la afrenta de esos indios, por ello colgó en una plaza de Quitilipi sus orejas y testículos.

Mucho tiempo silenciada estuvo esta historia. Algunas madres tobas que sobrevivieron, historiadores chaqueños que se acercaron a escribirla y finalmente la apertura de fosas comunes dónde se encontraron más de cien cuerpos quemados, eludieron el olvido.

La importancia de registrar es fundamental para reivindicar la historia de los pueblos originarios y no olvidar que el enemigo sigue siendo el mismo. El que pretende disfrazar con el olvido y el perdón sus muertos. El que hace muy poco través de la Procuración del Tesoro de la Nación Argentina, ante una demanda iniciada en noviembre de 2004 por la verdad histórica y un pedido de indemnización, respondió lo siguiente: “El Estado nacional desconoce la calificación de la comunidad Toba como etnia, desconoce la aplicación del fallo sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad” y minimiza la matanza a partir del número de afectado y los culpables de la revuelta, declarando que “sólo murieron más de 50 y que el accionar de los indios Tobas fueron las causas que originaron la actuación militar”.

Un vez más el “por algo será” se yergue como una pared de hielo y fuego entre un nosotros y un ellos. No es un división teórica, ni ilusoria. No hay que olvidarla jamás. La sangre de esos Tobas y Mocovíes asesinados en Napalpí y no reconocidos hoy por el Estado Nacional, es un símbolo de que se sigue pagando con muertos los míseros proyectos políticos de una clase dominante.