Después de cumplidos con exactitud siete meses de vacas flacas, el mismo tiempo que coincidencialmente tiene en su nuevo período el gobierno, todo parece indicar que las múltiples oraciones presidenciales, en todas direcciones y sin distingo de credo, patrono o procesión, comienzan a surtir su efecto. La semana de Pascua ha sido particularmente pródiga en acontecimientos que han puesto a celebrar al más pesimista. Primero fue la certificación, por parte de la firma internacional de riesgos Standard & Poor’s, de que subió la calificación de la deuda externa e interna de Colombia. Luego fue el mismísimo Departamento de Estado norteamericano que se condolió del país y lo certificó por su compromiso en materia de derechos humanos.

No importa que algunos desprevenidos no entiendan el espaldarazo a la política económica y se hayan quedado con el 3.18% de inflación acumulada en lo que va corrido del año; lo que no es más que un síntoma de reactivación, de consumo y de dinamismo de un mercado creciente. Además, el súbito incremento de los alimentos nos permitirá racionalizarlos y deshacernos de las calorías acumuladas luego de los candentes debates de la parapolítica y el posterior marasmo que nos dejó plantados en esta calma chicha.

No importa que la certificación de doña Condoleeza y compañía haya hecho sólo énfasis en los compromisos del Estado colombiano con los derechos humanos y no en los hechos. Los resultados ya vendrán después, especialmente cuando se actualicen las mediciones (porque las que hay solo le sirven a Amnistía Internacional y a Human Rigth Watch) y entonces sí se pueda hablar con probidad de cifras y balances. En cualquier caso, ese acuerdo humanitario con el gobierno norteamericano le significó a nuestro país que le liberaran los 70 millones de dólares que recibirá el aparato militar para llevar a cabo los progresos (meras formalidades de la retórica republicana) que según el portavoz Sean McCormack aún se necesitan.

No importa si no llegan completos porque toca reponer los 500 mil dólares que generosa y discretamente (como se estila entre las familias bien) el Estado colombiano le acaba de donar a la Corte Interamericana de Derechos humanos. Esos mil millones de pesos mal contados resultaron así un mejor negocio que haberlos invertido, digamos, en bienestarina o en escuelas, hospitales y esas cosas que reclaman los populistas. Al fin y al cabo para solucionar los problemas de hambre, como en el Chocó, ya el Super fiscal Iguarán comenzó a cocinar órdenes de captura, con las que quizás consiga que esa región no deje de ser la cantera de futbolistas honrados pero pobres que alimente las divisiones inferiores de su amado y, como él, alicaído Deportivo Cali.

Y en el colmo de la euforia, un estudio de la agencia Efe acaba de certificar (lo siento, es el verbo de moda) que los congresistas colombianos están junto con los de Chile y Estados Unidos, entre los funcionarios mejor pagados de América Latina (El estudio sólo habla de pagos legales, se entiende). La noticia es la prueba reina que estaba esperando el fotogénico MinHacienda para demostrar que aquí cada día tenemos más y mejores salarios para competir en las vitrinas internacionales. Y eso que los corresponsales no se enteraron del nuevo edificio del Congreso, de las múltiples inauguraciones del túnel de la sede tradicional, de los lujosos computadores para la Cámara de representantes y otros pequeños detalles que hacen que nuestros respetados Padres de la Patria no sólo ostenten la corbata que los identifica como líderes en esa clasificación, sino que les pueden ayudar a redondear sus salarios si los contratan como símbolo del período de vacas gordas en el que acabamos de entrar. Y quiénes mejor que ellos para certificarlo.

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