Hoy, el cielo de Quito amanece despejado, una suave brisa se siente en el ambiente, los gallos anuncian el día que comienza.

Miro el reloj, son las 05h30, momento preciso para salir a trotar un poco; sin embargo, al llegar a la esquina siento que mis piernas se acalambran, es natural, pienso, hace mucho tiempo que no practicaba deporte; decido dar la media vuelta y regresar a mi casa, pero las libritas demás me obligan a continuar mi camino.

Es increíble el gran número de personas que acostumbran hacer ejercicio a esa hora, unos lo hacen por salud, otros como yo, lo hacemos por mejorar la figura; unos van acompañados de sus amigos, otros prefieren ir solos, seguramente para que no se burlen de ellos si ya no avanzan.

Decido tomar la Av. Río Coca, pero al pasar por la Estación de Transferencia Interparroquial me detengo: me llama la atención ver la gran cantidad de ventas ambulantes, el lugar se asemeja a una pequeña feria de comida típica, ahí usted puede encontrar desde una taza de café hasta un buen plato de seco de chivo.

Y hablando de chivos..., justo en la esquina de esa avenida se ubica todos los días Manuel, un hombre alto, delgado, de piel canela, ojos negros y cabello rizado escondido bajo una vetusta gorra; él es soldador de profesión, pero vendedor de leche de chiva por necesidad.

Este lojano de 43 años cuenta que inició la venta de leche de chiva hace tres años; al principio su negocio era rentable, diariamente le dejaba una ganancia de $20, lastimosamente la competencia fue en aumento y por ello las ventas bajaron considerablemente: hoy gana de 6 a 8 dólares diarios, los cuales no son suficientes para mantener a su esposa y cinco pequeños hijos.

Manuel vive en el Comité del Pueblo, admite que jamás pensó dedicarse a esta actividad, ya que únicamente trajo a las chivas para criarlas y alimentarse él y su familia, pero por cosas de la vida empezó a vender la leche a sus vecinos y amigos del barrio, y fueron ellos precisamente quienes le animaron para que salga a recorrer las calles junto a sus dos chivas.

Con un ligero enrojecimiento del rostro, recuerda que cuando salió por primera vez con sus animales sintió mucha vergüenza: los transeúntes lo miraban de reojo, solo uno que otro niño, movido por la curiosidad, se acercaba e intentaba tocar a las chivas. Pese a ello, Manuel siguió con su trabajo, y de a poco la gente lo fue reconociendo.

No solo vendía la leche de chiva en el norte de Quito: trasladó por un tiempo su negocio a Lago Agrio y Ambato, y aunque allá las ganancias eran mayoritarias, el costo del transporte le restaba más de la mitad de los ingresos.

Para él no existen fines de semana ni feriados, señala que son precisamente esas fechas en las que aumenta la clientela, y también los “vendedores”, ya que le acompañan sus hijos.

Manuel piensa dejar este negocio y dedicarse a lo suyo: aunque ser soldador es un trabajo bastante riesgoso, es lo que le fascina; sus ojos se iluminan y se dibuja una sonrisa en sus labios cuando recuerda los momentos gratos que le brindaron su antiguo oficio.

Como todo padre, sueña con un futuro diferente para sus hijos, quiere verlos profesionales.

Manuel se apega a un poste y coloca sus manos detrás de su cabeza, se queda en silencio, seguramente se imagina a sus hijos unos años más adelante, de pronto una voz enérgica lo hace regresar a la realidad: es doña María, una jubilada de 55 años, quien como todos los días desea un vaso de leche por solo 0.50 ctvs.

Una de las chivas de Manuel (Josefina) lo acompaña desde que empezó el negocio, él adquirió este animal en su natal Loja por $150; al principio, el ruido y la velocidad de los carros la asustaban, ahora conoce muy bien el camino e incluso sirve de maestra para las chivas principiantes, las que recién se inician en esta ardua labor.

La manutención de estos animales es otro problema para Manuel: las chivas deben visitar al veterinario cada mes y aplicarse inyecciones para prevenir enfermedades; además consumen gran cantidad de avena acompañada de sal plus, la cual, por cierto, es bastante costosa.

El frío de la mañana se deshace lentamente ante el bombardeo de los rayos del sol.

Son las 07h30, Manuel debe partir, aún le falta recorrer la Av. El Inca... Nos despedimos, él estrecha fuertemente mi mano y queda el compromiso de entregarle un ejemplar cuando se publique el artículo.

Mañana saldré nuevamente a las 05h30... Qué paradójica es la vida, mientras yo salgo a esa hora a intentar hacer ejercicio, Manuel empieza su ardua labor de todos los días...