A raíz de los tropiezos encontrados en EU para la ratificación del TLC, de las primeras revelaciones hechas por jefes paramilitares sobre asesinatos de sindicalistas y de la aparente incapacidad oficial de parar un nuevo ascenso de precios en el país, el Gobierno va a tener nuevos enfrentamientos con las centrales obreras. En mensaje del 17 de mayo la CUT, la CGT y la CTC reiteraron al presidente Uribe su voluntad de “encontrar salidas concertadas para que a través del diálogo se diriman los problemas que tenemos y que hemos planteado otrora, pero que continúan sin solucionar”.

Mayo ha sido fatal para los planes impositivos e intolerantes del primer mandatario. Su última visita a los Estados Unidos solo le dejó amargura. En reunión del 2 de mayo con la cúpula de la AFL-CIO pudo escuchar su fuerte oposición a que el Congreso de ese país firme con Colombia un TLC que salió mal cocinado el año pasado. El atroz récord colombiano en materia de derechos humanos nos separa de los demás países del mundo, por lo menos de los americanos, y no existe ningún contenido laboral de ese tratado que pueda responder adecuadamente a la extraordinaria violencia que enfrentan los sindicalistas en Colombia y que sigue sin castigo. Así lo ha dicho la central obrera del país que Uribe tanto adora. Para rematar, los dos principales voceros del TLC ante Colombia le han comunicado al Presidente una noticia que le sacó de quicio: mientras persista la violencia contra el sindicalismo y no se esclarezcan las denuncias sobre nexos entre Gobierno, congresistas y grupos paramilitares, no habrá firma del TLC con Colombia. El Presidente, que les dijo a sus amigos narcoparacos del Congreso: “Voten mis proyectos antes de hacer maleta para la cárcel”, nunca imaginó que los despreciables sindicalistas iban a amargarle la natilla en suelo extranjero. Lo que está sucediendo con el TLC es una lección para todos aquellos —de derecha y de izquierda— que creen que las organizaciones de trabajadores están para recoger con cuchara.

No es así. Lo que hoy estamos presenciando responde a tenaces esfuerzos que desde mediados de los años 90 vienen haciendo los sindicatos de la alimentación, el carbón y la metalurgia, entre otros, para hacerse oír de sus pares foráneos y crear un ambiente internacional de verdad y solidaridad con Colombia. Esa denuncia persistente recibió finalmente el apoyo de congresistas del PDA, que se desplazaron al país del Norte para apuntalar los argumentos de los colombianos de a pie contra el TLC, la violencia y el narcoparamilitarismo en auge, y el resultado fue que la copa de la paciencia demócrata se llenó. Un ejemplo del cambio operado lo da el caso de Chiquita Brands, sucesora de la United Fruit Company, que en 1928 provocó una matanza de trabajadores en la Zona Bananera de Santa Marta.

En marzo último esa multinacional fue sancionada por la justicia norteamericana, tras reconocer que por espacio de cuatro años entregó más de 1,7 millones de dólares a grupos paramilitares. Las autoridades de seguridad norteamericanas, que en los casos de simples sospechosos de terrorismo caen sobre ellos con un operativo relámpago, los amordazan y los trasladan en aviones fantasmas a alguna base militar para torturarlos y sacarles información, en esta ocasión olvidaron a los muertos colombianos y los jueces se limitaron a imponer a esa firma una ridícula multa de 25 millones de pesos, por manejo ilícito de fondos. Ahora el Congreso norteamericano investigará a Chiquita, que aceptó haber hecho pagos a los paramilitares de Urabá a cambio de una protección que incluyó asesinatos masivos de población indefensa. Es más: a principios del presente mes de mayo congresistas demócratas y republicanos acordaron algo inesperado: que el gobierno colombiano haga los cambios exigidos por esas bancadas si quiere aprobación del TLC. Con ello hacen referencia a “condiciones de trabajo aceptables” para los asalariados colombianos, respeto de los convenios del país con la OIT, cumplimiento de los acuerdos internacionales de carácter ambiental (incluida la obligación de aplicar sanciones a las empresas que los violen) y resguardo de los medicamentos genéricos sobre los de marca. Nada de esto se negoció limpiamente durante casi dos años de sesiones del TLC, que culminaron con su apresurada firma el 22 de noviembre del año pasado, y los congresistas demócratas gringos, al impulso de intereses prioritariamente comerciales y electorales, están exigiendo para nuestro país mejores garantías que las que suscribieron los flamantes negociadores colombianos, cuyos rostros sin vergüenza ya no aparecen en la foto.

Lo que va quedando cada vez más claro es que las multinacionales —y otras grandes empresas locales— han dado sumas multimillonarias no solo a la guerrilla sino también a sus presuntos enemigos, los paras. Coca Cola encara cuatro acusaciones en juzgados de Florida y la multinacional Drummond Mining tiene que responder a una demanda instaurada en los tribunales norteamericanos por su complicidad en el asesinato de tres dirigentes sindicales de Sintramienergetica que negociaban una convención colectiva con la empresa en 2001. Ahora el jefe paramilitar Mancuso denuncia pagos consecutivos hechos hasta el año 2004 a los paras por las bananeras Chiquita Brands, Banacol, Uniban, Proban, Boll y Belmonte. Fueron, según él, unos 4,6 millones de dólares, destinados a la “casa Castaño”, el Bloque Bananero y la Policía, y a un cuarto renglón cínicamente llamado de “inversión social”. Similar financiamiento de la muerte ha salido de las arcas de las dos más importantes elaboradoras de bebidas del país, Bavaria y Postobon.

Es una grave situación, que “confirma nuestras denuncias y que demanda del Gobierno una respuesta”, dicen las centrales. Desde 1991 han sido asesinados 2.245 sindicalistas, de los cuales 496 eran dirigentes sindicales, y hasta ahora esos crímenes siguen en la impunidad. Agregan que “empresas nacionales e internacionales están comprometidas con el pago a los paramilitares, quienes a través del asesinato y la intimidación contribuyeron a la liquidación sindical”.

El presidente Uribe maniobra para dar la impresión de que hace algo para satisfacer las nuevas exigencias. Nombró ministra de Cultura a una inteligente y despistada joven negra para impresionar al Imperio, y el 14 de mayo sentó en la Casa presidencial a los ejecutivos de Glencore y Drummond para que dijeran por qué no ha cumplido el acuerdo laboral y ambiental mediante el cual se levantó el extraordinario paro cívico de La Jagua de Ibirico el pasado 10 de marzo. Pero el mandatario, que detesta a los sindicatos, no se da cuenta de que las cosas cambian a su rededor. No se ha enterado de que para las próximas movidas los sindicatos colombianos presentan una faz absolutamente desconocida hasta el año pasado: sus tres centrales —que a mediano plazo deberán ser una sola— hacen parte de un solo equipo sindical mundial, al cual pertenecen también sus contradictores gringos. ¡Qué vaina!

Alvaro Delgado
mayo de 2007