Desde quienes ejercemos un periodismo comprometido con los pueblos habría que decir, en primer lugar, que la libertad de expresión no es un derecho que solo les corresponda a los medios, es un derecho humano universal, consagrado desde la Revolución Francesa. Tanto pueden ellos opinar acerca de Rafael Correa y su gobierno, como el Presidente sobre los medios y su papel en la sociedad. Precisamente por ser un derecho humano fundamental, todos los ciudadanos debemos reclamarlo, no solo los dueños de los medios y algunas de sus figuras conductoras de la opinión pública.

¿Libertad de prensa? La reclaman estas empresas de comunicación como si se tratase de un derecho de todos los ecuatorianos, cuando, en la práctica, los únicos que lo ejercen son las cinco familias que poseen en propiedad los grupos mediáticos más importantes del país. En la televisión, por ejemplo, son solo cinco las empresas que controlan el espacio de televisión abierta, de los cuales, por lo menos tres de ellos: Teleamazonas, TC televisión y Gamavisión, son propiedad de banqueros (Banco del Pichincha y el ex Filanbanco), mientras que el Estado tiene que mendigar una frecuencia de donde ya no hay.

La libertad de prensa, históricamente hablando, fue un derecho surgido de la necesidad de las fuerzas liberales de contar con la mayor cantidad de medios de comunicación de la tendencia para confrontar al poder conservador, de los señores feudales, que estaba siendo desplazado de la escena. Y ya con el desarrollo y afirmación del capitalismo como sistema es que se instituyen otro tipo de derechos y supuestos principios éticos para estos medios, como la reserva de la fuente para los periodistas que denuncien actos de corrupción, la independencia, imparcialidad, objetividad, etc. Principios que contribuyeron a ganar legitimidad y credibilidad por parte de los medios, en una sociedad que veía nacer a una clase obrera con gran potencial revolucionario, que era necesario aplacar desde el plano ideológico.

En la actualidad, son pocos los periodistas que siguen manteniendo estos conceptos para definir su acción. No existe medio de comunicación independiente (pues todos representan un interés individual de su propietario, y de la clase social a la que se pertenece), ni periodista imparcial (sería como decir que existen autómatas que no saben ver la realidad y reflexionar sobre ella), y en cuanto a la objetividad, ésta solo existe atada al criterio de verdad, que es una cuando proviene de los sectores dominantes y otra cuando proviene de los trabajadores y los pueblos. Por ejemplo, para la oligarquía ecuatoriana una verdad incuestionable es que el país vive una dictadura y un proceso de eliminación paulatina de las libertades públicas y la democracia, pero para los pueblos la verdad es absolutamente opuesta. En un escenario de disputa entre lo caduco y lo nuevo, entre el inmovilismo y el cambio, la verdad de unos busca imponerse a la de los otros.

Además, siendo subjetivo el criterio de verdad (porque está cruzado por intereses de clase), es evidente que movernos en lo que suele llamarse un “estado de derecho” nos da a los ciudadanos mecanismos de protección frente a la emisión de información falsa que afecte a nuestra honra. Tenemos, por lo tanto, el derecho de exigir que quien sostuvo una mentira sobre nosotros lo pruebe fehacientemente, porque de no hacerlo la ley determina sanciones que como afectados podemos reclamar que se apliquen. Entonces, decir que el Presidente ordenó apalear a los diputados destituidos, o afirmar que el Presidente “asaltó” la Junta Bancaria ¿no es motivo suficiente para un reclamo de este tipo ante la justicia?

Los medios han estado acostumbrados a ser los intocables del cuento; quienes están por encima del bien y del mal, los juzgadores de última instancia, los creadores de verdades irrefutables. Y ahora que se han visto obligados a defender abiertamente posiciones políticas ubicadas en la oposición, y han tenido que soportar la respuesta política que merecen, se muestran como víctimas del autoritarismo, la intolerancia, la incomprensión oficial. ¿Qué son, si no acciones políticas de oposición, los diversos comunicados de la AEDEP en contra del Gobierno? ¿Si hacen política, no merecen respuestas políticas?

Sin embargo, más allá de la polémica y el escándalo mediático que los mismos medios han hecho de su crisis, en el fondo existen otros fenómenos que se producen en el tema de la comunicación. En tiempos de cambio, este sensible sector también puede sufrir variaciones importantes que asustan a los grupos mediáticos de poder y que entusiasman a los pueblos, ávidos de participación democrática en la vida del país. Se ha puesto en debate la legitimidad de la concentración de propiedad de los medios en ciertos grupos, específicamente en cuanto tiene que ver con las frecuencias del espacio radioeléctrico, en el que el Estado quiere un espacio, así como la legitimidad del monopolio que los medios impresos tradicionales tienen en el tratamiento de la información, el análisis y la opinión, frente a la posibilidad de que diarios como El Telégrafo entren en escena con lineamientos diferentes.

Se ha hablado en más de una ocasión, por parte de la Secretaría de Comunicación de la Presidencia, de la necesidad de fortalecer y apoyar a los medios alternativos (en función de democratizar la comunicación), lo cual asusta a los actuales propietarios de la información y la opinión.

La comunicación es en la actualidad un escenario de disputa, de confrontación política entre el poder oligárquico y las fuerzas del cambio. Esto es un hecho que, sin embargo, no puede ocultar una realidad: las armas argumentativas, legales y políticas que se puedan usar contra ese poder, si no son controladas y bien pensadas, pueden convertirse en un bumerang que hace daño (como la expulsión de Emilio Palacio –editor de opinión de diario El Universo- del programa semanal de radio del Presidente). Los medios, pese al golpe que han sufrido en su credibilidad, aún se cubren del manto de representación de una opinión pública “muy sensible”, que puede ver en acciones intolerantes y autoritarias, muestras peligrosas del ejercicio del poder.