por Manuel González Prada; Figuras y figurones,
Obras, Tomo I, volumen 2, pp. 337-373, Lima 1986

Por más que los europeos nos miren retratados en libros y diarios o nos vean desfilar en caricaturas y sainetes, nunca se formarán una idea precisa del ambiente que respiramos ni se imaginarán con exactitud a los hombres que nos gobiernan.

Si Enrique Heine envidiaba la suerte de los Magyares porque morían en garras de leones mientras los alemanes sucumbían en los dientes de perros y lobos ¿qué diremos nosotros? Aunque poseamos muchas constituciones, muchos códigos y muchas leyes y decretos, los peruanos gemimos bajo tiranías inconcebibles ya en el Viejo Mundo, vivimos en la época terciaria de la política sufriendo las embestidas de reptiles y mamíferos desaparecidos de la fauna europea.

En Piérola diseñamos a uno de los bárbaros prehistóricos en medio de la civilización moderna, a uno de esos presidentes sudamericanos que justifican las palabras de Child, Gustavo Le Bon y Cecilio Rhodes.

I

Durante algunos años, Chile atisbaba la ocasión de lanzarse sobre el guano y el salitre: la riqueza del Perú le quitaba el sueño. En 1879, cuando su presupuesto acusaba un enorme déficit y sus finanzas sufrían una crisis no muy lejana de la quiebra fiscal, sus hombres públicos se resolvieron a tentar la empresa bélico-mercantil o asalto a la bolsa de los vecinos: a más de la oportunidad de caer sobre nosotros, hallaron entonces la causa justificativa de la agresión —nuestra inofensiva y candorosa alianza con Bolivia.

Inflamada la guerra, sucedió lo que debía de esperarse dada la condición del Perú: nuestros buques sucumbieron ante la escuadra enemiga, nuestros improvisados batallones quedaron vencidos y deshechos por fuerzas mejor armadas y mejor dirigidas. Si con la captura del Huáscar aseguraba Chile su dominio en el mar, con la victoria de San Francisco ganaba el litoral de Bolivia, Iquique, Pisagua, Tarapacá. Mas su codicia no estaba satisfecha y volvía los ojos hacia Tacna y Arica. Entonces el pueblo de Lima, como enfermo que se imagina sanar repentinamente con sólo variar de medicinas y de médico, pasó de la legalidad a la dictadura, derrocó a La Puerta y levantó a Piérola.

Y conviene decir el pueblo de Lima, al considerar que un hombre solo, entregado a sí mismo, sin colaboradores ni cómplices, sin el auxilio del ejército ni la anuencia de las masas populares, no habría logrado consumar el golpe ni entronizarse en el mando. Aunque la Ciudad de los Reyes no se distinga por los sentimientos viriles ni los arranques heroicos, sabe con la sola abstención o fuerza de inercia cortar el vuelo a los ambiciosos e impedir el arraigo de las tiranías.2 En la Dictadura del 79, tanta responsabilidad cabe, pues, al hombre que tuvo la audacia de imponerla como al pueblo que aceptó la degradación de sufrirla.

Sin la guerra con Chile, el Régimen Dictatorio no habría pasado de un auto sacramental con intermedio de ópera bufa y evoluciones funambulescas; pero entre la sangre, la muerte y el incendio se convirtió en una tragicomedia, en una especie de Orestiada refundida en El Dómine Lucas.

Dado el hombre ¿se concebiría diferente representación? Piérola nació en los amores del Genio Atolondramiento con el Hada Imprevisión: de ahí que en sus revoluciones no se descubra el plan de un político sino la empresa de un aventurero. Con fe ciega en la fatalidad, como un creyente de Mahoma, o confiado en el auxilio de la Providencia, como un fanático de la Edad Media, él no calcula las probabilidades del buen éxito, no mide la magnitud de los estorbos, no estudia a los hombres para descubrir sus vicios o virtudes ni entrevé la sucesión lógica de los acontecimientos: cierra los ojos y dispara, como jinete con delírium tremens en un caballo desbocado.

Chile mismo no habría elegido mejor aliado. Cuando convenía ceñirse a disciplinar soldados, reunir material de guerra y aumentar los recursos fiscales, Piérola remueve las más pasivas instituciones: era el caso de ordenar, y desordena; de hacer, y deshace; de conservar, y destruye; de operar, y sueña. En el estado de guerra, cuando las funciones del cuerpo social son de más intensidad y de mayor extensión, suprime órganos o les sustituye con mecanismos artificiales y muertos. Peor aún: asume el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial, el Generalato en Jefe del Ejército, el Almirantazgo de la Marina, en fin, presume realizar una obra que no imaginaron Alejandro, César, Carlomagno ni Bonaparte. Un dedo pretende monopolizar todas las funciones del organismo.

Como Poder Judicial, expide, o mejor dicho, firma un laudo reconociendo a la Casa Dreyfus un "saldo de veinte millones de soles", precisamente cuando ese mismo Dreyfus se declaraba deudor al Perú y estaba en vísperas de celebrar una "transacción equitativa y amigable" con nuestro Agente Financiero en París. De ese laudo provienen nuestras más graves complicaciones financieras: dígalo el forzado arbitraje de Berna.

Como Poder Legislativo, promulga un Estatuto inquisitorial y vejatorio que él mismo viola el primero cuando la desmoralización cunde en todas las capas sociales, cuando tiene en sus manos al desertor, al espía y al concusionario. Así corta (como sucedió con García Maldonado los juicios por desfalcos y gatuperios en) que resultan complicados sus acólitos, sus caudatarios, sus amigos y sus deudos. Sólo muestra mano de hierro para fusilar a un pobre soldado de marina y a Faustino Vásquez, "no obstante las irregularidades legales cometidas en el proceso" (sic).

Como Poder Ejecutivo... Pero ¿quién sigue a Piérola en su actividad de polea loca, en su vertiginosa carrera de locomotora lanzada a todo vapor y sin maquinista? Al recorrer hoy las series de leyes y decretos que por conducto de sus pasivos Secretarios manaban incesantemente de su cerebro, como por los boquetes de una pared vieja y cuarteada sale un enredado sistema de correas sin fin; al leer sus resoluciones sobre delitos de prensa, fundación del Instituto de Bellas Artes, Gran Libro de la República y uniforme del Vicario General de los Ejércitos; al verle celebrar 3 como un segundo Lepanto el aniversario de la escaramuza entre el Huáscar y dos fragatas inglesas; al considerar el embrollo financiero que producía rechazando los billetes fiscales y estableciendo la libra esterlina como moneda legal, para en seguida regresar al papel moneda con la emisión de los incas; al recordar la barahúnda que introducía en la Reserva y ejército de línea con su renovación de jefes y cambio de táctica, la misma víspera de San Juan y Miraflores, duda uno si está bajo la acción de una pesadilla o se encuentra cogido en una balumba de locos arrebatados por el delirio incoherente. Eso fue un chorro continuo de aberraciones y absurdos, una avalancha de quimeras y desvaríos, un diluvio disparatorio, no de cuarenta días y cuarenta noches sino de cerca de cuatrocientos días con sus cuatrocientas noches.

Y ¡los hombres que aplauden y rodean al Dictador! En vísperas de las batallas de enero, cuando los ejércitos chileno y peruano se hallan a la vista, sus generales huyen furtivamente del campamento para venir a refocilarse con las prostitutas de Lima, sus ministros bailan desnudos en las saturnales de los barrios bajos o repletos de alcohol se desploman en las plazas y calles de la ciudad. Basta ser primo de una madre abadesa para conseguir una Prefectura, basta descender de un canónigo para desempeñar una Comandancia General. Cuando se cruzan barchilón y sacristán, el uno pregunta: "¿Cómo va, mi coronel?" y el otro responde: "Para servir a usted, mi comandante". Mayores hay que eructan a cañazo revuelto con chanfaina mal digerida, mientras dejan asomar por los bordes del kepí unas inmemoriales aglutinaciones de viruta, cola y aserrín. Porque el Dictador, desdeñando la ciencia y la espada de los hombres encanecidos en la guerra, concede grados militares a los leguleyos, a los mercaderes, a los pilluelos y a los sinvergüenzas, con la misma facilidad que Don Quijote de la Mancha otorgaba el don a la Tolosa y a la Molinera.

En esta vegetación viciosa y malsana, reinan de preferencia los hongos nacidos en el estercolero del echeniquismo. Con los supervivientes y herederos de la antigua mazorca, el robo asciende al rango de institución social. Se roba en la dieta de los enfermos y en el rancho de los soldados, hasta el extremo que las guarniciones de los fuertes permanecen días enteros sin víveres ni leña.4 Cañones hay que no funcionan por falta de saquetes: la franela, en lugar de contener pólvora, ha servido para envolver la ciática o reumatismo de alguna recomendable matrona. Los ambulantes despojan a los heridos o les sustraen las prendas valiosas, porque al sagrado de la Cruz Roja se acogen no sólo muchos prudentes que desean ponerse a salvo de las balas chilenas, sino algunos desalmados que en el dolor y la muerte quieren beneficiar un rico filón.

Supongamos que una tribu de beduinos acampara en el Palacio de Gobierno y sus alrededores; mejor aún, imaginemos que en un museo de Antropología se escaparan los monstruos recogidos en las cinco partes del Globo, y adquiriríamos una idea remota de los personajes que desde fines de 1879 hasta principios de 1881 componían el círculo del Dictador.5

Si por lo dicho en los anteriores párrafos se vislumbra el lado serio de la Dictadura, por lo siguiente se divisa su lado jocoso.

Piérola no sólo se caracteriza por el atolondramiento y la imprevisión: estrambótica mezcolanza de lo cómico siniestro con lo trágico ridículo, resume la caricatura de personajes diametralmente opuestos. Así, cuando funda la Legión del Mérito 6 y establece en las sucursales de Palacio un Versailles con viejas almidonadas y reteñidas, se le diría un Luis XIV rebajado a la talla de Nene Pulgar, y cuando lanza contra los veteranos de Chile a los infelices reclutas de la puna, habiendo observado la precaución de hacerles confesar y comulgar antes de enseñarles el manejo del rifle, parece un Gambetta clerical y tonsurado. Con esa personalidad ambigua, se desdobla y completa metamorfosis inesperadas: organiza con el nombre de Partido Demócrata una facción maleante y agresiva, inflama el odio justo del oprimido contra el opresor y anuncia una formidable liquidación social; pero una vez encaramado en el Poder, cuando debería lanzar rayos y truenos, enciende un fosforillo de cera y produce el retintín de unos cascabeles: de Espartaco surge Polichinela, como de una vaina con incrustaciones de oro sale un chafarote de cartón.

Por eso, mientras algunos rugen de cólera y hasta lloran al columbrar el despeñamiento seguro de la Nación en un abismo sin luz ni salida, otros se ríen a caquinos al presenciar el desenvolvimiento de un drama donde figura un héroe trapalón y cursi, una especie de trinidad carnavalesca formada por la integración de Arlequino, Roberto Macaire y un rata de La Gran Vía.

Imposible no reírse de Piérola al verle recorrer las calles de Lima con estrechísimos pantalones de gamuza, enormes botas de carabinero español, casco a la prusiana y dolman sin nacionalidad. Se empinaba sobre descomunales tacones para disimular la deficiencia de la estatura, echaba atrás la cabeza, abombaba el pecho y avanzaba con pasos diminutos y acompasados, moviendo las piernas, no con la suavidad de un miembro que articula sino con la rigidez de un compás o la tiesura de una barra que sube y cae de golpe. Separado de su cortejo, aislado para ofrecer mejor blanco a los ojos de la concurrencia, miraba sin pestañear, a manera de las Divinidades Indostánicas, embebecido y transfigurado como si en lontananza divisara los deslumbrantes resplandores de su apoteosis futura. Era Robespierre en la fiesta del Ser Supremo, era un vencedor romano en los honores del triunfo, era más aún, porque nadie -emperador o monarca- atravesó jamás las calles de una ciudad como Piérola cruzó Lima el 24 de setiembre de 1880 al seguir el anda de Nuestra Señora de las Mercedes. Los chuscos y las granujas lanzaban una carcajada homérica, los más ciegos partidarios del Dictador se mordían los labios para no reventar de risa al presenciar algo así como el desfile de Tom Pouce con el yelmo de Mambrino: todo el mundo palpaba lo ridículo del acto, del disfraz del hombre; menos Piérola, que avanzaba triunfante, sereno, inmutable en su papel de Magnus Imperator.7

Y durante los doce o trece meses de la Dictadura, ni un solo momento dejó de hacer el Magnus Imperator, si no con la magnificencia de un Julio César, al menos con la fatuidad de un Pompeyo. Antes que nada, se tituló Jefe Supremo de la Nación y Protector de la Raza Indígena; en seguida se formó una especie de corte donde predominaban abogados que le tenían por buen general y militares que le creían eximio doctor en leyes. Hacía observar la más rigurosa etiqueta, se arrellanaba en un sillón dorado y no recibía tarjeta o papel sin venir en una bandeja de plata conducida por un lacayo de rigurosa librea. Hasta con sus más íntimos familiares usaba un tono imperioso y enfático. Si alguno por descuido no le prodigaba el Excelentísimo Señor, él se lo recordaba con frialdad y aspereza. " — Caballero, habla usted con el Jefe Supremo", dijo a un condiscípulo que llanamente le endilgó el acostumbrado tú. Dibujaba en sus labios una eterna sonrisa de suficiencia o menosprecio, y de cuando en cuando tomaba un aire lánguido y fatigado, como si le abrumara el peso irresistible de su propio genio. Seguramente, al cruzar por delante de un espejo, se inclinaba con religioso respeto.

En los negocios de Estado fallaba ex cáthedra, marcando el timbre de su vocecilla nasal y desapacible. Las más veces se expresaba con monosílabos o frases cortadas y sibilinas para no descubrir la integridad de sus concepciones: aparentaba guardar en el cerebro un rico tesoro que habría depreciado enseñándole a ignorantes y profanos. El legendario "tengo mi plan" lo justificaba y lo explicaba todo. Para muchos, tan exagerado disimulo nacía de un profundo saber, de una consumada política. El silencio del oráculo producía el asombro en algunos infelices que se apiñaban en los rincones de Palacio y se decían a media voz, puesto el índice sobre los labios:

"-Don Nicolás no habla, pero ya veremos cuando opere". Sin embargo, algunos de esos malintencionados y burlones que no faltan en ninguna parte, se demandaban si el silencio de Piérola sería el prudente silencio de Conrado, y si los famosos planes se parecerían a la gestación de una mujer joven y fuerte o a la hidropesía de las viejas verdes, de esas pobres señoras que llegadas a la edad climatérica toman por embarazo la hinchazón, cosen los pañales, almidonan las gorritas, adornan la cuna, eligen el padrino y aguardan todos los días a un muchacho que nunca llega.

Guiados por semejante cabeza, parece inútil preguntar a dónde fuimos. Sin auxilios ni refuerzos, reducido a luchar contra fuerzas superiores en número, disciplina y armamento, el ejército peruano del Sur sucumbió en el Campo de la Alianza.8 Después de Tacna cayó Arica, y después de Arica le llegaba su vez a Lima. La pérdida de la capital no tardó mucho en realizarse: al empuje de los veteranos chilenos se desbarataron en San Juan y Chorrillos las improvisadas y colecticias legiones del Dictador, y en vano parte de la Reserva opuso en los reductos de Miraflores una resistencia heroica y desesperada. Lima cayó en poder de los chilenos, y Piérola, aturdido pero no curado, huyó a guarecerse en las encrucijadas de la sierra.

Al poco tiempo se hizo nombrar General por la Asamblea de Ayacucho.

II

Aunque la fisonomía del hombre quede ya esbozada en sus rasgos característicos, debemos acentuarla más: no importa recargar las líneas o incurrir en algunas repeticiones.

En Piérola resalta una cosa admirable: la olímpica serenidad para sobrellevar las responsabilidades que gravitan sobre sus hombros. Desde hace unos treinta años, las mayores calamidades vienen de su mano, mereciendo llamarse el hombre nefasto por excelencia: como Ministro de Hacienda, celebra el Contrato Dreyfus y arruina las finanzas nacionales; como Dictador, consuma la derrota y agrava la desventurada condición del país. ¿Quién dirá los caudales dilapidados ni las vidas sacrificadas a su ambición y codicia? No habiendo ejercido ninguna profesión ni producido nada útil o bello, gastó su vida en practicar la industria sudamericana de las revoluciones. En el largo curso de su existencia no ha sido más que una máquina empleada en destruir o paralizar las fuerzas vivas de la Nación. Sin embargo, en medio de la sangre y del llanto, del incendio y de las ruinas, de la desesperación y de la muerte, en medio de su obra, se queda tan impávido y sereno como el niño que rompe un jarrón de Sévres o deshoja un ramo de flores.

Más que impávido y sereno, vive tan ufano y satisfecho como si nos hubiera redimido de la esclavitud y fuera el Moisés o Judas Macabeo de nuestra raza. Creyendo insuficientes las nubes de incienso que le arrojan los turiferarios de la prensa oficial, no mueve nunca el labio sin hacer su panegírico y alabar las excelencias de su gobierno. Escuchémosle: Pardo, Prado, La Puerta, Iglesias, Cáceres, Morales Bermúdez, Borgoño, todos erraron y delinquieron: sólo él resplandece incólume, libre de error y pecado. Según lo deja traslucir, la historia del Perú se divide ya en tres grandes épocas: desde Manco Cápac hasta Francisco Pizarro, desde Francisco Pizarro hasta Nicolás de Piérola y desde Nicolás de Piérola hasta la consumación de los siglos.

Con el orgullo, la vanidad y la soberbia se explica todo, desde la satisfacción y ufanía hasta las alabanzas propias y la olímpica serenidad. Profesando la convicción de que unos nacen para mandar y otros para obedecer, incluyéndose naturalmente en el número de los favorecidos, Piérola se figura que los peruanos le debemos obediencia y pleito homenaje. En el Palacio de Gobierno todos los Presidentes son inquilinos, él es el propietario. Como proclama la existencia de hombres providenciales, vive plenamente seguro de "haber sido creado por un decreto especial y nominativo del Eterno".9 Se comprende, pues, que desde las alturas donde se imagina colocado "nos divise como átomos sin la menor semejanza con él"10 y se haya formado tan sublime concepto de sí mismo que "respetuosamente lleve la cabeza sobre sus hombros como si transportara el Santísimo Sacramento".11 Cuando en 1895 abre o instala su Asamblea Demócrata "en el nombre de Dios Creador y Conservador del Universo", no hace más que solicitar la presencia de un amigo para demandarle unos cuantos consejos. Admira que al titularse Protector de la Raza Indígena no se hubiera llamado también Defensor de Jesús en el Tahuantisuyu. Pero no cabe duda que al sufrir los descalabros de Los Angeles, Yacango, San Juan y Miraflores acusaba a Dios de ingrato y olvidadizo.

¡Ser providencial, grande hombre! Se desvive y se desvela por manifestarse magnífico en sus dichos y hechos, por imitar y seguir a las celebridades antiguas y modernas. No alcanzando a producir nada original, retiene frases históricas y con el mayor aplomo las endosa, más o menos alteradas, como si fueran chispas de su ingenio. Ya sabemos de qué manera parodió la gasconada de Jules Favre: "Ni una piedra de nuestras fortalezas, ni una pulgada de nuestro territorio". Ministro de Hacienda, tuvo la osadía de apropiarse un arranque de Guizot contra Mole y querer abrumar a los diputados de la oposición diciéndoles: "Por más que algunos se empinen, no llegarán a la altura de mi desprecio". Insolencia disculpable en Guizot que por su talla parecía un eucalipto arraigado en el suelo del Parlamento, imperdonable y ridícula en Piérola que por su estatura semejaba en la tribuna un uistiti asomándose por la bota del ogro. Luis XIV ¿no se llamaba o se dejaba llamar Le Roi-Soleil — el Rey-Sol? Piérola exclama hoy cuando le hablan de su moribundo reinado: "Ya soy le soleil conchante" (sic).

De Dictador quiso imitar a Bolívar y Prado, sin acordarse que Bolívar se llamaba el Libertador Bolívar, ni que Prado, dictador in nomine, no ejerció ninguna tiranía, declinó la autoridad en su ministerio y, más que nada, supo justificar la Dictadura con el 2 de Mayo. Vivanco, soñando ser el Napoleón III de los Andes, tuvo amago de pera y consumación de mostachos; no obstante, se quedó sin el Imperio, gracias al oportuno sable de Castilla. Queriendo ser ambos Napoleones a la vez, Piérola realiza el bigote y la pera de Badinguet; mas como la naturaleza del cabello le impide lucir el famoso mechón lacio de Bonaparte, lleva en la frente un rizo que tiñe de blanco, engoma y retuerce hasta comunicarle la forma de un aplanado tirabuzón de hojalata. Probablemente habrá sabido que Mahoma ostentaba en la comisura de las cejas una especie de lucero y se dice: "Vaya, el tirabuzón por el lucero".

Se rodeó siempre de favoritos porque así lo acostumbraron los reyes; y felizmente no se acordó de Enrique III, pues nos habría organizado una escolta de miñones o maricas. En lo más encendido de la guerra con Chile, pensando que Napoleón dictaba desde Moscú reglamentos para los teatros de París, funda en Lima un Instituto de Bellas Artes, Letras y Monumentos Públicos. Al recordar que Julio César, en medio de sus conquistas, se daba margen para escribir libros de Gramática, o que todo un Carlomagno bajaba del trono para vigilar su gallinero, nos habría confeccionado leyes ortográficas sobre la sustitución de la y por la i o decretos sobre la empolladura artificial de los huevos de ganso. Desde hace algún tiempo se modela según el actual Emperador de Alemania, sin fijarse que el menos agudo puede llamar a Bonaparte el hombre, a Guillermo II el actor, a Nicolás de Piérola el fantoche.

Llevado por la manía de singularizarse; de monopolizar las miradas, de acaparar la admiración, escribe su nombre en todos los edificios públicos, erige su busto donde puede y graba su efigie donde cabe, desde los sellos postales hasta la moneda. Las frases que el Padre Coloma aplica a la Currita Albornoz, le vienen como de molde: "Si asiste a una boda, quiere ser la novia; si a un bautizo, el recién nacido; si a un entierro, el muerto". Si alguna vez le ahorcaran, se alegraría con tal de bambolearse en el palo más alto.12 Habría deseado estirarse como un álamo para sobresalir entre la muchedumbre y dar ocasión a que todo el mundo se preguntara: "¿Cómo se llama ese gigante?". Habría dado la honra de su madre y la vida de su padre, habría gemido cien años en la parrilla de San Lorenzo, habría vendido su alma al Diablo, por unas cuantas pulgadas de estatura. Ya se comprende la rabia y el despecho del hombre que soñando medirse con Goliat, despierta igualándose a Tirabeque y Sancho; del individuo que pensando rozar las estrellas con la frente, sólo consigue rascar el suelo con el fundillo.

La vanidad y la soberbia, el no creerse nunca en el desacierto ni en condición inferior a los demás, hacen que Piérola ignore el sentimiento de lo ridículo y ofrezca el más curioso espécimen del bobo serio. Ofuscado por la veneración de sí mismo y juzgándose incapaz de merecer la burla, carece de la malicia necesaria para distinguir cuándo la sonrisa del interlocutor expresa la inocente verdad y cuándo encierra el agridulce de la ironía. Por eso, al atacarle, no sirven de nada rasguños de pluma ni cosquilleos de sátira benigna: se necesita banderillas de fuego y rociadas de ácidos corrosivos. Naturaleza burda y mal descortezada, vive a mil leguas de aquellos finos y delicados espíritus que miden escrupulosamente sus acciones y palabras, se conservan en la línea correcta y prefieren verse empalados cien veces, antes de quedar una sola vez expuestos a la burla y el escarnio. De otra manera ¿cómo darse títulos que se reclaman de La Vida Parisiense y piden la música de Offenbach? ¿Cómo emperejilarse con adefesios que merecen una orquesta de pitos y una lluvia de tomates? Mas exigirle a Piérola seriedad en las acciones y gravedad en el vestido equivale a querer un imposible. Si algunos hombres no ríen ni provocan la risa, otros nacen para servir de irrisión y mofa: en lo más trágico de la vida, en el dolor y las enfermedades, en el suplicio y la agonía, ofrecen algo que nos induce a compadecerles riendo. Convertidos en cadáver, los ridículos a nativitate presentan alguna mueca o gesto que produce risa. Tal es Piérola: él y lo ridículo andan invariablemente unidos. Cuando quiere echarla de hombre serio y grave se iguala con esos caballeros que salen a paseo muy afeitados, muy prendidos, muy flamantes y que sin embargo pasan causando una bulliciosa hilaridad porque en la espalda llevan una calavera de albayalde o dejan asomar la punta de la camisa por bajo los faldones de la leva. ¡Ridículo, eternamente ridículo!

Pero hay actos de Piérola, no sólo ridículos sino de una desesperante frivolidad, de una frivolidad femenina, pueril, incalificable. Se ocupa de formar anagramas con su nombre (León Dapier) y viaja de incógnito -por donde nadie le conoce- haciéndose llamar Castillo en el Talismán, Teodoro de Alba en el Ecuador, Fernández Garreaud en París y no recordamos si Mister White en Londres, Herr von Tiefenbacher en Berlín o el Signar Vermicelli en Roma. Al evadirse de la prisión a que en 1890 le redujo Cáceres, deja en la celda sus patillas, un corsé, un detente, una variada serie de sus propias fotografías y no sabemos si una colección de pantorrillas y nalgas postizas. En marzo de 1895, antes de recoger cadáveres y curar heridos, se manda coser el uniforme de General de División. Algunas almas caritativas le disuadieron de llevarle. Últimamente le hemos visto hacer cuestión de gobierno el color y calidad de las medias que envolverían las pantorrillas de su valet de pied y de su valet de chambre. ¡Qué mucho! si en plena Dictadura, con los chilenos a las goteras de Lima, consume horas delante del espejo para ensayar alguna casaquilla o entorchado, y en las conversaciones de sobremesa con sus Ministros y Comandantes Generales discute larga y acaloradamente sobre si en la cima de su casco pondrá un cóndor o un pararrayos. El uniforme estrenado en la procesión de las Mercedes le costó más desvelos que la defensa de Lima.

Con todo, Piérola tiene la malignidad bellaca, la inclinación a la intriga vulgar o de escaleras abajo, en una palabra, la astucia. Y con ella patentiza más su naturaleza burda y mal descortezada, su pequeñez intelectual y moral, porque la astucia no pertenece a los hombres que llevan el cerebro atestado de grandes ideas y el corazón rebosando de nobles sentimientos: como el musgo en las piedras, la astucia nace en las almas estériles y pobres. Los pensadores y los buenos se muestran leales, crédulos, fáciles de sufrir el engaño; por el contrario ¿quién se la juega al rústico y al patán? Astuto el posadero que da gato por liebre, astuto el mercachifle que hace pagar la tela de algodón por género de lana; astuto el boticario que endilga el aquafontis por un maravilloso específico; astuto el gitano que vende un asno viejo y mañoso por un pollino amable y de buen corazón. Gil Blas se burla de Newton, un piel roja de Darwin. Si la astucia no recomienda mucho al hombre, tampoco arguye en favor del animal: astutos el zorro, la serpiente y la chinche; mas no el toro, el caballo ni el perro. Y lo curioso está en que a Piérola se le mira venir desde lejos y se le dice: "Ya te conozco, besugo": todos sus planes maquiavélicos resaltan como parche blanco en tela negra. Queriendo hacer el fino, parece un oso bailando la cachucha española y el minué francés. Se figura eclipsar a Metternich o Talleyrand cuando se porta como el camello que sepulta la cabeza en el arenal y deja al aire libre las dos jorobas. Se congratula muchas veces de haber asestado un golpe maestro y digno de la inmortalidad, como Tartarín de Tarascón se vanagloriaba de cazar leones cuando había cometido el alevoso asesinato de un burro.

Pero, descúbrase o no se descubra la trama, le importa un comino, siendo lo que llaman los franceses un je-m’en-fou-tiste, un hombre que sigue las divisas de el que venga atrás que arree y después de mí el diluvio. Su entrada en la vida pública lo dice muy bien. Salido apenas del Seminario, cuando no posee más bienes que su título de abogado (adquirido por arte de birlibirloque) cuando siente por primera y última vez en su vida el deseo de trabajar honradamente, abre una puerta-cajón o tenducho en la calle de Melchormalo, con el fin de vender, no sembradoras para las haciendas ni picos para las minas, sino santitos de yeso, fruslerías, Tónico Oriental y muchísimos menjurjes para remozar viejos verdes y revocar jamonas averiadas. No perseveró mucho en el comercio, más bien dicho, no le dejaron perseverar, pues como se busca un bravo para que dé una puñalada, le sacaron de su mostrador para que firmara el Contrato Dreyfus. Para coger el cetro de Roma, Cincinato abandonó la esteva del arado; para recibir el portafolio de Hacienda, Piérola deja la leche antefélica y el ungüento del soldado.

Según Ph. de Rougemont, "el general Echenique, uno de los personajes más comprometidos en esta intriga financiera, fue el que se encargó de encontrar al hombre. "-Tengo, le dijo al Presidente, lo que usted desea. No busque más. Un deudo mío, muy joven, muy pobre, muy oscuro y muy ambicioso; tan vanidoso como falto de escrúpulo; lego en las finanzas, pero bastante inteligente y bastante atrevido para hacer creer que posee a fondo la Ciencia Económica, es el único hombre que llena las condiciones del programa.13

Sin saber jota de finanzas, ignorando si la voz penique servía para designar un asteroide o un molusco, firma un contrato leonino y nos entrega maniatados a la mala fe y rapacidad de unos cuantos especuladores cosmopolitas. Si el contrato hubiera favorecido a los Consignatarios con perjuicio de Dreyfus y Compañía, le habría firmado con el mismo tupé, con la misma ligereza. También, si en lugar de hacerle Ministro de Hacienda, le hubieran nombrado Arzobispo de Lima, ingeniero del Estado, profesor de lengua china, Contralmirante de la Escuadra o comadrón de la Maternidad, habría aceptado el cargo, sin titubear, creyéndose con aptitudes necesarias para ejercerle. El no quería sino el trampolín donde pegar el salto y caer en la Caja Fiscal.

Una vez ingerido en la política, habiendo saboreado las dulzuras de signar contratos y manejar fondos públicos, no se satisface con segundos papeles y dirige sus miradas a la Presidencia de la República, al mismo tiempo que Manuel Pardo se afana por constituir el Partido Civil. Entonces organiza una facción o bandería con ínfulas liberales y democráticas. Veamos el liberalismo y la democracia de Piérola.

Educado en Santo Toribio, al calor non soneto del clérigo Huertas, ordenado de órdenes menores, Piérola no se desnudó del espíritu clerical y jesuítico al borrarse la corona y desvestirse de la sotana: conservó el indeleble sello del défroque. Desde los primeros ensayos que bajo el seudónimo de Lucas Fernández publicó en no sabemos qué periodiquillo fundado, redactado y fomentado por clérigos 14 hasta los editoriales que dio a luz con su nombre en El Tiempo y anónimos en El País, no defendió más causas que las retrógradas, no predicó más ideas que las ultramontanas. A las pocas horas de organizada la Dictadura, antes de dirigirse al Cuerpo Diplomático residente en Lima, se arrodilla ante el Delegado de León XIII para besarle humildemente la sandalia, "reiterarle la fe inquebrantable y el amor filial, y pedirle su bendición apostólica". En el artículo 3o del Estatuto Provisorio establece que "no se altera el artículo 4o de la Constitución, relativo a la Religión del Estado". En su Declaración de Principios y bases para la organización del Partido Demócrata, en ese piramidal y famoso, documento donde trozos de Agronomía se mezclan a fragmentos de Lugares Teológicos, donde preceptos de Higiene se confunden con leyes de Economía Política y donde la Mineralogía anda en contubernio con las "elecciones populares por medio del voto acumulativo", Piérola nos habla de todo, sin olvidar "el drenaje, el halaje, el warrant comercial" ni "el paludismo de los terrenos pantanosos", menos de la cuestión religiosa: la juzga intangible.15

Hoy mismo acude fielmente a las asistencias religiosas, invierte sumas enormes en refaccionar las iglesias, harta de oro a los obispos nacionales que asisten al Concilio Latino Americano, favorece todas las pretensiones absorbentes del clero y, con un simple decreto, desvirtúa los pocos buenos efectos de la ley sobre matrimonio entre los no católicos.

Al tacharle de hipócrita porque en sus días negros o de mandatario indefinido asiste a misa con devocionario en mano, se pone en cruz, besa el suelo y lanza fervientes jaculatorias, se le calumniará: cree de buena fe, aunque su religión no pase de fango revuelto con agua bendita. El no ha dejado las regiones inferiores de la religiosidad o superstición, y practica acciones que pugnan con el Catolicismo, con la Moral y hasta con la Higiene pública, porque su proceso mental se parece al estado sicológico del negro que antes de violar y matar, reza la oración del justo juez o pone los labios en el escapulario de Nuestra Señora del Carmen. Sembrando el fanatismo y protegiendo las órdenes religiosas, Piérola se imagina redimir sus culpas y hacer mérito para ganar el cielo. Como por la noche "peca bueno" aunque no "de balde" y al mediodía paga caro el remiendo de alguna torre churrigueresca, resulta que sus buenos conciudadanos le costeamos el pecado y la penitencia.

No cabe negar su hipocresía política. Billinghurst, el correligionario y amigo de treinta años, el hombre que debe conocerle más a fondo, le dice con muchísima razón: "La hipocresía política es mil veces más funesta que la hipocresía religiosa, y usted don Nicolás, posee la primera en grado que nadie que no lo conozca íntimamente podría imaginarse".16 Y ¿no hay su mérito en eso? ¿Parece nada fundar toda una vida pública y privada en el engaño y la mentira? Se cuenta de hombres que mienten por conveniencia o costumbre; pero ¿se cita muchos que tengan derecho a llamarse la hipocresía personificada?

La mentira gorda, la que llamamos madre porque de ella nacen todas las demás, es su democracia. El hombre que en el Ministerio de Hacienda nos engañó con su pericia financiera y en la Dictadura volvió a engañarnos con su genio militar, sigue y seguirá engañándonos con sus ideas democráticas. Mas, por mucho que intente alucinarnos con pepitorias fraternizantes y divagaciones igualitarias, Piérola deja traslucir en los menores actos de la vida su espíritu conservador y autoritario. Aunque venga del echeniquismo, pertenece a la escuela de Vivanco, el General que no ganó batallas, el académico que no escribió ningún folleto, el marido que no engendró un solo hijo a su mujer. La teoría de la escuela vivanquista se condensaba en sostener que para gobernar al Perú no se requiere de leyes ni de constituciones, sino de mucha energía, personificada en unos mostachos a la Napoleón III.

El Jefe del Partido Demócrata no sólo es monárquico por temperamento y clerical por educación, sino aristócrata, no sabemos por qué. Habría representado con gusto el papel aristocrático de Manuel Pardo si hubiera nacido en más elevada esfera social, y sobre todo, si no se hubiese malquistado con las personas decentes o consignatarios del guano, al celebrar el Contrato Dreyfus. No pudiendo encabezar el Civilismo, fundó el Partido Demócrata; careciendo de mucho para nivelarse con Pardo, se declaró su enemigo mortal. El mismo lo ha confesado con el mayor cinismo: "Tomé lo que me dejaron".

El odio de Piérola a Pardo se agravaba con la envidia, cosa muy natural, dadas las condiciones sociales y hasta la contextura física de ambos: era el odio del mulato al descendiente de sus antiguos amos, del homúnculo enclenque y simiesco al hombre alto y bien constituido. Porque Manuel Pardo, a pesar de su mirada siniestra, tenía una figura arrogante, simpática y varonil; mientras Nicolás de Piérola, deficiente de cuerpo y desfavorecido de cara, no poseía ninguna perfección que hiciera olvidar el prognatismo de las mandíbulas, el pigmento de la piel ni las vedijas del cabello. La distancia entre los dos enemigos se marca bien diciendo que al entrar en una casa, a Pardo se le hubiera creído el amo, a Piérola el sirviente. En lo moral presentaban mayores divergencias que en lo físico y lo social: cuando se habla de Pardo, se menciona sus defectos y en seguida se rememora sus virtudes públicas y privadas; cuando se trata de Piérola, se recuerda vicios y nada más. Si no, vengan los más empecinados Demócratas y respondan: ¿cuál es la virtud de su jefe?

Se concibe, pues, que el día más feliz en la vida de Piérola, fue el 16 de noviembre de 1878, cuando un sargento (hipnotizado por no sabemos quiénes) hirió de muerte a Manuel Pardo: le quedaba el campo libre, se helaba la única mano capaz de tenerle a raya. Pero no bastaba eliminar al enemigo y sustituirle en el Poder, faltaba eclipsarle en mérito. Examinando los dichos y hechos de Piérola, se nota que vivió tentando esfuerzos inauditos para levantarse sobre Pardo. Con todos sus defectos, mejor dicho, con todos sus errores (algunos gravísimos) Pardo se diseña como el único mandatario que, después de Santa Cruz, haya concebido un plan político y abierto uno que otro surco luminoso; Piérola no sabe dónde va ni da a entender lo que desea, porque todo lo embrolla y lo descompone: genio esencialmente maléfico, donde pone una mano deja una huella roja, donde imprime la otra deja una mancha negra. En verse pequeño ante Pardo encontró por muchos años su desesperación y su martirio; y hoy mismo, sobreponiéndose al miedo y al remordimiento, evocará la ensangrentada figura de su víctima para medirse con ella.

III

¿Se dirá que el hombre antiguo, el Piérola de 1880, no debe igualarse al Piérola de hoy, instruido ya con su larga residencia en Europa y amaestrado con las lecciones de la experiencia? Así lo piensan muchos, resignándose a que el Perú haya sido un ánima vili o mandíbula de muerto donde un aprendiz de sacamuelas ensaya sus tenazas y adiestra sus manos. De modo que gastamos el oro, vertimos la sangre y perdimos la honra para que un buen señor se perfeccionara en el arte de gobernarnos. ¿Lo hemos logrado?

En la Naturaleza se verifican transformaciones con visos de milagros, y los individuos experimentan cambios que simulan una reversión del ser; pero nunca sucede que un manzano produzca rosas ni que un moscardón labre capullos de seda. En el hombre mismo se presentan cualidades irreductibles: se nace y se muere con ellas. Hace dos o tres mil años que se afirmó: "Aunque majes al necio en un mortero entre granos de trigo a pisón majados, no se quitará de él su necedad".

Cierto, Piérola residió muchos años en París; mas ¿qué hizo? rondar la casa de Dreyfus, espiar las salidas y entradas de Dreyfus, hablar con el portero de Dreyfus, solicitar audiencias de Dreyfus, subir las escaleras de Dreyfus, hacer antesala en las habitaciones de Dreyfus, encorvarse humildemente en presencia de Dreyfus. El puede informarnos sobre el número de catarros sufridos por Dreyfus en 1891 y sobre las propiedades terapéuticas de las enemas administradas a Dreyfus en 1892. Hasta nos fijaría la exacta proporción entre la aguja de Nuestra Señora de París y cualquiera de los supositorios aplicados a Dreyfus en 1893.

Respiró en el mundo europeo el ambiente cargado de emanaciones científicas y gérmenes libertarios, sin asimilarse un átomo de ciencia moderna ni de espíritu libre. ¿Qué sabe él de bibliotecas y museos, de invenciones y descubrimientos, de sabios y filósofos? Para medir su calibre intelectual y pesar su bagaje científico, basta decir que se gloría de no haber leído sino un solo libro en más de veinte años. No le mencionen, pues, a Darwin ni Spencer, a Haeckel ni Hartmann, a Córate ni Claude Bernard, porque les creería fondistas, peluqueros, fabricantes de conservas o vendedores de afrodisíacos y fotografías pornográficas. Tampoco le hablen de Bellas Artes ni de monumentos: sería muy capaz de preferir un cromo chillón a una tela de Millet, de confundir los machones de la Torre Eiffel con un friso del Partenón o de tomar la chimenea de una fábrica por el obelisco de Luxor.

París no ha sido la escuela sino el cubil para devorar la presa: ahí disfrutó las gordas economías del Contrato Dreyfus, ahí saboreó los pingües ahorros de la Dictadura. Cuando la presa concluía y era necesario pegar un nuevo zarpazo a las finanzas nacionales, entonces dirigió el rumbo hacia el Perú trayendo planes de revolución, proyectos de leyes y decretos, sales inglesas, inyecciones orquíticas de Brown Sécquard y botellas con infusiones de zarzaparrilla en agua de Lourdes.

Piérola en Francia se quedó tan Piérola, como la pelotilla de migajón continúa de migajón por mucho que se mezcle algunos años con perlas y diamantes. De otro modo ¿pensaría como piensa y hablaría como habla? Sus actos y palabras nos corroboran en que lejos de haberse curado con la edad y los viajes, presenta hoy más agravados los síntomas de vacilación mental e incoherencia. No se agita en las regiones de la locura; pero debe de estar muy próximo a los límites oscuros donde empieza el reblandecimiento cerebral o la parálisis. Si penetráramos en su cráneo, veríamos una especie de limbo donde pasan entre medias luces y como figuras de un cinematógrafo, el Palacio de Gobierno y la Catedral de Lima, el pouf de una cocotte y la bolsa de un banquero.

¡El cráneo de Piérola! Todo lo que entra en su mollera, se refracta ofreciendo una imagen desviada, como bastón clavado en el agua, porque su cerebro no consta de dos hemisferios donde se marcan circunvoluciones más o menos complicadas, sino de un intestino, largo y angosto, que da vueltas y revueltas, que se tuerce y se retuerce sobre sí mismo para formar una diabólica y enmarañada aglomeración de trenzas chinas y nudos gordianos. Si el intestino almacena fósforo, lo dirá la autopsia. Y ¡el dueño de semejante órgano presume de orador y escritor! Al inaugurar una fábrica de sombreros, dijo, después de constatar la presencia de Dios en la ceremonia: "Fatigados estamos de hombres que hablan: necesitamos hombres que hagan". Frases que significan: Admírenme a mí que me porto como Cincinato, hablo como Cicerón y escribo como Tácito.

Si lo moral de Piérola se obtiene vaciando en un molde la ferocidad de un cafre y la lujuria de un gorila, lo intelectual se consigue amalgamando la ergotería frailuna de un teólogo con la artimaña leguleyesca de un picapleitos: es un casuístico doctor de Salamanca involucrado en un fulleresco tinterillo de Camaná. Inventaría la línea curva, la quinta rueda del coche y el laberinto de Creta. Sus proclamas, sus manifiestos, sus mensajes, sus discursos, sus decretos, cuanto mana de su pluma o de sus labios, se reduce a una pululación de antiguallas y lugares comunes, en una prosa enrevesada, bombástica, gerundiana: nunca una idea concreta y original, nunca una frase cristalizada y luminosa.

Si sus pensamientos semejan el volar y revolotear de murciélagos en la penumbra de una cripta, su lenguaje recuerda el traquetear de carromato vacío, corriendo por un cascajal. ¡Qué términos, o mejor dicho qué terminotes y qué terminajos! Careciendo así de la gracia que seduce y hace olvidar los defectos, como de la fuerza que arrastra y obliga a caminar por las regiones más áridas y abruptas, se vuelve insufrible: para leer tres líneas de su pluma se requiere seis kilos de paciencia, para oír dos oraciones de su boca se necesita blindarse las orejas con triple coraza de algodón. No es el escritor sino el grafómano y el cacógrafo, no el orador sino el logómano y el cacólogo. Por eso, al hablar o escribir, no tiene facundia o afluencia sino manía razonadora o imbecilidad verbosa; no inspiración sino logorrea de enigmas, acertijos y logogrifos, salpimentados de Cabala, Talmud y Apocalipsis.

Con los trozos escogidos de Piérola se formaría un florilegio muy semejante a un rosario de pepinos, hojas de col y tomates, engarzados en la tripa de una cabra. Sus obras completas causarían el efecto de una ensalada turca batida en una sopa rusa. En la vida de San Francisco figura el hermano Junípero que se distinguía por la incongruencia de sus confecciones culinarias, pues introducía en la olla las frutas sin pelar, los huevos con cáscara y los pollos vírgenes de sus crestas, de sus plumas y de sus estacas. Para concluir con la literatura de Piérola, basta decir que todas sus producciones merecen llamarse guisos del hermano Junípero.

Si los viajes no convirtieron a Piérola en orador oíble, en literato legible ni en causeur tolerable, le infundieron o perfeccionaron la ciencia práctica de la vida, el arte de adquirir dinero. Sin heredar bienes de fortuna, casarse con mujer rica, descubrir mina, encontrarse entierro ni ganar el premio gordo de ninguna lotería, él ha vivido a lo grande, fomentando más de un hogar, haciendo continuas excursiones por América y Europa. En lo tocante al dinero figura como inventor de genio, como un prodigio, hasta como dueño de un órgano especial. La nariz del sabueso para rastrear al ciervo la tiene Piérola para oler la mosca: abandonado en el Sahara, náufrago en la isla de Robinson, perdido en los ventisqueros del Polo, encontraría un tesoro y un amigo. ¡De cuánto no serviría a los catadores de minas y buscadores de entierros, si quisiera usar ese don o sexto sentido que le concedió la Naturaleza! Con instalarse en una eminencia y husmear unos cuantos segundos, Piérola nos revelaría si en un kilómetro a la redonda hay o no hay bolsones y tapados. Se habla de telegrafía inalámbrica ¡bicoca! Piérola, sin efracción ni escalada, sin lima ni ganzúa, sin contacto de los dedos con la bolsa, deja in albis o como patena al Caballero de la Tenaza en persona. Algo saben los Barrenechea, los Olivan, los Gambetta, los Ehrmann, los Piantanida, los Flórez, los Billinghurst, etc., porque abundan tanto las víctimas que de sus fondos podría sacarse una buena dote para las once mil vírgenes.

Y con tanta suavidad y maña verifica la limpieza que el limpiado se queda tan satisfecho como si fuera el limpiador. Le han servido de sésamo ábrete, las dos palabras tradicionales -la Causa. El bueno del General Castilla, no sabiendo repetir con Luis XIV "el Estado soy yo", se llamaba a sí mismo "el Gobierno" y solía decir con la mayor gravedad: "el Gobierno se halla constipado; el Gobierno guarda cama; el Gobierno sufre de irritación a los callos"... Ignoramos si Piérola se titula el señor la Causa; pero seguramente se rige por el siguiente raciocinio: "La Causa no prospera sin que su caudillo prospere; yo soy el caudillo de la Causa: ergo mis amigos y correligionarios se encuentran en la obligación ineludible de enviarme dinero para un equipaje a la Daumont, un departamento lujoso y confortable en el Faubourg Saint-Honoré, una estación de baños en Royan o Biarritz y para echar una cana al aire en Le Moulin Rouge o Les Folies-Bergére".

Si la inteligencia de Piérola no se mejoró con los años y los viajes, si el carácter agravó los defectos en lugar de corregirles ¿cómo nos propinaría hoy un buen Gobierno? La verdadera política se reduce a una moral en acción. La Presidencia inaugurada en 1895 vale tanto como la Dictadura de 1879: en la Dictadura se arroga facultades omnímodas y nos conduce como un señor feudal a sus siervos; en la Presidencia nos manda con el mismo poder discrecional, interpretando a su antojo las leyes, dándolas efecto retroactivo, anulándolas con un simple decreto, tergiversándolas hipócritamente o violándolas con la mayor desfachatez, seguro de no hallar en las Cámaras un freno moderador ni en la prensa un juez incorruptible y severo.

Insistamos sobre algunos de sus actos, empezando por el más culminante: su alianza con los Civilistas. En la carta dirigida en setiembre de 1898 al Comité Central del Partido Demócrata, afirma Piérola que "sería difícil señalar diferencia de principios entre el Partido Civil y el Partido Demócrata". Así, los veinticinco años de conspiraciones y guerras civiles, los tesoros derrochados y las vidas sacrificadas, la ruina del país y el asesinato de Manuel Pardo, sólo han servido para descubrir un día que entre el Demócrata y el Civilista no cabe diferencia, que ambos marchaban por distinta senda para llegar al mismo término. Debemos preguntar a Civilistas y Demócratas ¿ustedes son agentes de policía que se juntan en el domicilio de una persona honrada o simples malhechores que en avanzadas horas de la noche se reconocen ante una caja de hierro? ¡Inocentes y candorosos Demócratas! Sin saberlo profesaban el Civilismo como el doctor Paganel hablaba portugués creyendo expresarse en castellano.

Al celebrar la alianza, Piérola no reniega de sus convicciones (desde que toda su vida no abrigó más propósito que satisfacer su ambición de mando); traiciona, sí, descaradamente a sus correligionarios, les pone en ridículo, les deja relegados en segundo término, como incapaces de gobernar sin la dirección de los Civilistas. Esos famosos Demócratas, esa falange de Catones y Licurgos, esa reserva intelectual y moral que el país aguardaba como única tabla de salvación, no fue más que una falsificación de personajes, que una desfilada grotesca de gigantones con mucho volumen de trapo y caña, pero con muy reducida consistencia de hombre.

Quizá en la alianza con los Civilistas se oculta una acción expiatoria y laudable, una obra de arrepentimiento y reparación. A Nicolás de Piérola le ahoga la sangre de Manuel Pardo. Oír el nombre de Pardo le equivale a recibir una bofetada. Pardo le amarga el bocado, le avinagra la bebida, le envenena el placer, le quita el sueño. Tal vez, en sus noches de agitación y desvelo, cuando el remordimiento le causa fiebre y la fiebre le produce alucinaciones, Piérola siente en su cuello la irresistible mano de Pardo que le arranca del sillón presidencial, le arrastra por los salones de Palacio y le conduce a la plaza mayor para colgarle en una torre de la catedral o en el farol de Tomás Gutiérrez. Con una de esas noches dantescas o shakespereanas se explica la alianza: no pudiendo resucitar al muerto, se quiere seguir su idea. Como los antiguos creyentes presentaban a los Dioses irritados el holocausto de una ternera, de una oveja o de un cisne, Piérola ofrece a la ensangrentada sombra de Pardo el sacrificio de todo el rebaño demócrata.

No olvidemos las finanzas, caballo de batalla de Piérola y sus conmilitones. La célebre gallina que un Rey de Francia quería ver todos los domingos en la olla de sus más desvalidos súbditos, parece que los habitantes del Perú la saboreamos todos los días, si hemos de creer al Jefe Supremo y a los accionistas de las Sociedades Recaudadoras. "A nadie se debe, se administra con economía, se da ejemplo de honradez, reina el bienestar general...". Así grita el amo, lo repiten sus comensales y lo pregonan los escatófilos de la prensa subvencionada.

"¡A nadie se debe!" y los inscriptos en las listas pasivas no reciben sino la tercera parte de sus haberes, y los tenedores de bonos de la deuda interna imploran inútilmente porque no se les siga defraudando, y la Peruvian reclama unos cien mil soles, y el Presupuesto arroja un déficit de tres millones. "¡Se administra con economía!" y se crea nuevas oficinas y nuevos cargos para los amigos o los deudos, y se concede a los favoritos sumas ingentes por comisiones que no desempeñan, y se derrocha miles de miles en fomentar una prensa aduladora y servil, y se emprende obras innecesarias o ridículas con el fin de conservar a sueldo una masa de electores, y sin plan ni control se arroja millones en el insaciable estómago del Pichis. "¡Se da ejemplo de honradez!" y se encarpeta la denuncia de fraudes fiscales por la suma de doce millones de soles, y se engloba en la deuda nacional las deudas particulares, y clandestinamente se negocia los bonos de la Coalición, y por segunda o tercera mano se compra los devengados de las viudas, y de la noche a la mañana se hace desaparecer el millón de la sal, y se contribuye a que el descamisado de ayer se transforme hoy en rico señor con sólo ingerirse en el manejo de los negocios públicos, y, en resumen, se establece verdaderas finanzas dictatoriales, pues se dispone de las rentas del Fisco, sin ceñirse al presupuesto, sin rendir cuenta de ninguna especie, sin que nadie sepa cómo ni en qué se ha invertido más de cincuenta millones en menos de cuatro años. "¡Reina el bienestar general!" y los derechos aduaneros se duplican y triplican, y las gabelas nacen y se aumentan, y los artículos de primera necesidad encarecen extraordinariamente, y salvo algunos valles donde se produce la caña, la agricultura decae, mientras la industria desfallece y el comercio arrastra una vida triste y miserable, hasta el grado que el primer puerto de la Nación va muriendo de asfixia y anemia.

Sólo en Lima florece un bienestar simulado y restringido: el hartazgo de algunos privilegiados y parásitos. Con las Sociedades Recaudadoras se ha constituido una plutocracia u oligarquía de financieros para esquilmar a la Nación: funciona hoy en la capital un maravilloso trapiche donde van los contribuyentes para dejar el jugo y salir convertidos en residuo seco, estoposo y combustible. Y a los cañaveleros de esta nueva especie ¿qué les importa el crujir y gemir de la carne de trapiche? En todo el mundo, los negociantes y los ricos simplifican de tal modo sus órganos y funciones que al fin se reducen a la mera condición de estómagos provistos de innumerables tentáculos para coger la presa. Apresar y digerir, palabras sacramentales que lo explican y lo justifican todo. Esos hombres simplificados o ventrales rodean y aclaman a Piérola, como rodearon y aclamaron a Iglesias, Cáceres y Morales Bermúdez, como habrían rodeado y aclamado al mismo Patricio Lynch, si los chilenos, en vez de arrasar bárbaramente los fundos, destruir las casas e imponer odiosos cupos, hubieran tenido la malignidad o maquiavelismo de respetar las haciendas, las habitaciones y las bolsas de los ricos. Nada significa, pues, si los ventrales dicen que todo anda bien, que reina el bienestar general: hablan iluminados por la filosofía optimista de las panzas llenas.

La situación económica de hoy se debe figurar así: unos cuantos hombres, a puerta cerrada y sentados en derredor de una mesa, comen y beben, mientras una muchedumbre harapienta y escuálida husmea por las rendijas y reprime los bostezos del hambre, sin atreverse a romper las puertas y exigir lo estrictamente necesario. Y el porvenir se diseña más sombrío que el presente, dado que Piérola sacrifica el gran bien de mañana por el escaso bien de hoy y pospone la dicha de todos a la dicha de unos cuantos, siguiendo el sistema del salvaje que para coger el fruto derriba el árbol, imitando al egoísta que para cocinar un huevo prendiera fuego a una ciudad.

Si el hombre que en las finanzas produce tan aciagos resultados diera algo provechoso en los demás ramos de la Administración, asistiríamos al fenómeno de una planta que en unas ramas se vistiera de cardos y tomates, a la vez que en otras se adornara con botones de rosa y racimos de uva. Piérola se imagina sacar mucho bueno de su cabeza y erigir monumentos inmortales, sin pensar que vive imitando al loco de Cervantes, que se da un trabajo ímprobo y consume todas sus fuerzas en hinchar perros con un canuto. ¿Qué obra de sus manos significa un adelanto y promete vivir un día más de lo que dure su período?

El tiene dos signos propios y geniales: la fecundidad de sustituir una cosa por otra igual con diferente nombre, y el don de enredar, descomponer y malear lo que presume corregir o mejorar. Su Tribunal Disciplinario remeda al Tribunal de los Siete Jueces; su Escuela Militar de Aplicación no se distingue de la Escuela de Clases; su Consejo Gubernativo (concilio laico) reúne en un solo cuerpo las diversas Comisiones Consultivas organizadas por Manuel Pardo, según el modelo francés. En su proyectada Ley de Imprenta ahoga la manifestación libre del pensamiento, haciendo de autores y editores unos parias de las autoridades subalternas; en su Ley Electoral da campo a tantas argucias y complicaciones que él mismo resulta cogido en sus propias redes y no logra escapar sino cometiendo un cúmulo de arbitrariedades; en su Código de Justicia Militar, o parodia del antiguo y bárbaro Código Español, restablece los anacrónicos fueros, viola nuestra Constitución y pone a toda la República bajo la ley marcial como si perennemente viviéramos en estado de sitio. Felizmente, se encariña hoy con una institución o una ley, y mañana las olvida como si nunca hubieran existido. ¿Se acuerda ya del Consejo Gubernativo, del Tribunal Disciplinario ni del Código de Instrucción? ¿Dónde esas magnas obras anunciadas en la Declaración de Principios? ¿Dónde los caminos abiertos? ¿Dónde las pampas irrigadas? ¿Dónde los pantanos desecados? ¿Dónde los inmigrantes? ¿Dónde el drenaje y el halaje?

Piérola no persigue más fin que dar golpes teatrales, valiéndose del engaño y la superchería. Impide dictatorialmente una conferencia pacífica, y a las pocas horas declara ante el Congreso que "el Gobierno exagera las libertades públicas";17 ordena bajo cuerda la confiscación o robo de un taller tipográfico, y hace aparecer el acto como "procedimientos judiciales en una imprenta";18 no consiente que el Poder Legislativo restaure las garantías individuales, y luego promulga un decreto renunciando a las facultades extraordinarias, con una magnanimidad a lo Carlos V en Hernani, magnanimidad que no le estorba para llenar las cárceles de Lima y los aljibes del Callao; de mañana pega un buen drenaje a la Caja Fiscal, y por la noche, en la tertulia de Palacio, se suena las narices con un pañuelo deshilachado y viejo para manifestar que todo el Jefe Supremo de la Nación vive en una pobreza franciscana. Pero la broma fin de siécle, el clown de la farsa, el hecho magno y que basta para dibujarle de cuerpo entero, es el siguiente: suprime la Junta Electoral, organiza cuadrillas de garroteros que magullen a los sufragantes libres, establece públicamente el más sórdido cohecho, funda en el mismo Palacio una fábrica de candidaturas oficiales, comete cuanto abuso puede cometerse para falsear una elección, y en seguida se inscribe en el registro, saca su boleta de ciudadano y va majestuosamente a depositar su voto en el ánfora, para "dar a sus conciudadanos un ejemplo de virtudes cívicas".

Si el Jefe Demócrata vale hoy tanto como ayer ¿quién halla la menor diferencia entre los hombres que le rodearon en la Dictadura y los hombres que actualmente le siguen y le aclaman? Hablen esos viejos, impotentes para el bien y fecundos para el mal, esos viejos que prostituyen la Justicia y deshonran la Magistratura, esos viejos que empezaron su vida con un bautismo en el lodo y la van concluyendo por una inmersión en el albañal, esos viejos que no acaban de morir porque la muerte les rechaza y la sepultura siente asco de recibirles. Pero existe algo más odioso que los viejos (disculpables por el reblandecimiento cerebral y la atrofia cardíaca) ese algo es la juventud enrolada en las filas del nuevo régimen. ¿Dónde viven esos jóvenes Demócratas? no en las universidades asimilando la ciencia, no en las minas extrayendo y beneficiando el metal, no en las haciendas labrando la tierra; pululan en las calles haciendo política de bajo vuelo, en las oficinas públicas merodeando destinos, en los alrededores de la Caja Fiscal extendiendo la mano para recoger la limosna del Estado. ¿Qué son? lechigadas de abortos morales engendrados con úrea en lugar de sustancia viril, racimos de frutas podridas antes de madurar, organismos anémicos y endebles, carcomidos por una enfermedad epidémica hoy en Lima — la gangrena juvenil. Esos jóvenes y esos viejos, esos seres inferiores o degenerados, no adaptándose a la atmósfera del hombre superior o libre, buscan el ambiente del harem, y se enorgullecen de ganar puestos más o menos lucrativos según la mayor o menor flexibilidad para ejercer oficios bajos en las alcobas de las favoritas presidenciales.

Y ¡esas autoridades! Con muchos de los prefectos, subprefectos, gobernadores y comisarios se formaría un exquisito ramillete de ganapanes, crapulosos, quitabolsas, proxenetas, torsionarios y violadores. De la servidumbre galonada y de la ínfima ralea judicial salen hoy los actores principales, los cómplices y los encubridores de los más vergonzosos y repugnantes crímenes y delitos. Mujeres y niños, jóvenes y viejos, nadie vive seguro en su libertad, en sus bienes ni en su honra.

En el sistema Demócrata, no sólo se infiere el mal directamente y al adversario, sino indirectamente y al limpio de toda responsabilidad: conviene que no falte una víctima. ¿Se quiere operar directamente sobre un enemigo del Gobierno? pues se le fragua un juicio criminal o civil por medio de testigos falsos escogidos en el viscoso gremio de alguaciles, agentes de pleitos y jueces de paz. ¿Se quiere dañar indirectamente al adversario ausente? pues se calumnia, se infama y se persigue a su mujer, a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos. A falta de personas, la pagan los bienes.

Si se extorsiona y roba, díganlo las partidas de ganado arrebatadas a los indios y públicamente vendidas en las poblaciones del Centro; si se encarcela, díganlo Cano, Rivera Santander, Zapatel, los supuestos revolucionarios de Arequipa y cien más que se consumen y desesperan en los cuatro muros de una prisión; si se tortura, díganlo Antenor Vargas, Fidel Cáceres y Rodríguez Castaños; si se viola, dígalo Pasión Muchaypiña; si se mata violentamente, no lo diga Cáceda (salvado no sabemos cómo) pero díganlo los Villares en el Guayabo y los indios de llave y Huanta; si se da muerte dulce, quitando a la víctima los medios de subsistir, haciéndola saborear día por día y hora por hora las amarguras del hambre, díganlo Mariano Torres y su familia.

Para que lo infame y lo trágico se unan a lo grotesco y lo ridículo, reviven hoy las mascaradas y mojigangas de la Dictadura. El Código de Justicia Militar corresponde al Estatuto Provisorio, la Gran Avenida Central hace pendant a la Ciudadela San Cristóbal, la celebración de San Nicolás se iguala con el aniversario de la escaramuza entre el Huáscar y los buques ingleses, la apertura de la Escuela Militar de Aplicación vale tanto como la fiesta de las Mercedes, la casaca inédita de general se da la mano con el uniforme de Dictador, la gorra coalicionista o a la Miss Helyett nada puede envidiar al casco alemán o yelmo de Mambrino, la esclavina y el sombrero del Vicario General se las tienen de bueno a bueno con el calzón corto, las medias azules y las pantorrillas postizas de los cocheros palatinos.

Pero ¿cómo seguir a Piérola en esa fecundidad macabra, en esa vida de cadáver a quien le crecen los pelos y las uñas mientras se le pudre el cerebro y se le agusana el corazón? Todo se dice al afirmar que, siempre el mismo, nos ha dado y sigue dándonos un gobierno de iniquidad y mentira, de favoritismo y malversación, de lupanar y sacristía: si en 1880 era un payaso ecuestre evolucionando en un circo de sangre, desde 1895 es un clown pedestre haciendo cabriolas en un tapiz de miriñaques y sotanas.

Así, pues, el hombre actual no se diferencia del hombre antiguo, el Presidente sigue las huellas del Dictador; y no podía suceder de otra manera desde que la patología del individuo no ha experimentado la más leve modificación. Hoy como ayer, el estado mórbido de Piérola se diagnostica de este modo, no contando por supuesto con achaques leves o pequeñas dolencias intercurrentes: megalomanía, hipertrofia del yo y tendencias al delirio incoherente, agravadas con eretismo crónico y decretorrea en el período agudo.

IV

Y semejante hombre, empinándose más alto que Bolívar, se congratula de "haber construido el nuevo hogar del Perú".

Imaginar que se pega un tajo decisivo entre el pasado y el porvenir de una sociedad, que merced a unas cuantas leyes mal trasegadas se muda la condición mental de un pueblo, y que se amasa y se amolda a los hombres como si poseyeran la maleabilidad de la cera, es abrigar una concepción infantil de las cosas. Las aglomeraciones humanas no se parecen a bolas de billar que lanzamos con el golpe del taco ni a fluidos gruesos que adaptamos a la forma del recipiente: como los individuos, las colectividades poseen su yo más o menos reductible. Para modificar a un pueblo se necesita modificar a los individuos, no sólo intelectual y moralmente, sino de un modo físico. ¿Qué higiene o qué medio de obtener una alimentación sana y barata nos ha dado Piérola? ¿Qué escuelas ha fundado? ¿Qué lecciones de moralidad nos ha ofrecido? El constructor de hogares nuevos no puede ni siquiera ofrecérsenos como ejemplo de buen esposo, desde que ha vivido y vive en el seno de la lubricidad, considerando las puertas falsas como resortes de gobierno, el proxenetismo como institución social y la cantárida como indispensable colaborador político.

Lo nuevo se construye con lo nuevo; y el gobernante que para modificar a un pueblo se vale de instituciones añejas y leyes retrógradas se parece al arquitecto que se vanagloria de levantar una casa nueva cuando toma un viejo caserón y le remienda con adobes desmochados, maderas apolilladas y hierros enmohecidos. Los individuos y las naciones no edifican algo bueno y estable sin fundarlo en la verdad y la justicia; ahora bien, toda la existencia de Piérola se reduce a un bloque de iniquidades y mentiras, a una barbarie en acción. ¿Acaso el hombre civilizado se caracteriza por sólo cubrirse de paño y alumbrarse con luz eléctrica? La civilización se mide por el encumbramiento moral, más que por la cultura científica: quien al mínimum de egoísmo reúne el máximum de conmiseración y desprendimiento, se llama civilizado; quien todo lo pospone al interés individual haciendo de su yo el centro del Universo, debe llamarse bárbaro; más que bárbaro, ave de rapiña.

El triunfo del Partido Demócrata no ha significado la aparición de elementos saludables y reconstituyentes sino la fermentación de gérmenes morbosos y disociadores. Esos Coalicionistas, que blasonaban de "arrasar con la tiranía de Cáceres y restablecer el augusto imperio de la Ley", han procedido con tanta ilegalidad y tanta perfidia que nos obligan a clamar por los gobiernos militares. Siquiera los soldadotes herían de frente y a la luz del Sol: eran enemigos desenmascarados o fieras diurnas, no alimañas oblicuas, nocturnas y cavernosas. Lo venido del cuartel no hace tanto mal como lo salido de la sacristía, ni el microbio de la sangre posee tanta virulencia como el microbio del agua bendita.

En el actual reinado de Loyola y Priapo, en la fusión de cosas tan opuestas como la hipocresía y el cinismo, los Civilistas no merecen perdón ni excusa. Ellos, en vez de actuar como freno moderador o camisola de fuerza, sirven de claque y bombo cuando no de agentes provocadores y aguijón. Todo lo aplauden o lo disculpan y lo aceptan, siendo algo así como los padres putativos y comadrones de los monstruos concebidos en el desorganizado cerebro de Piérola. Con aire de sacrificarse en aras de la Nación, besan la mano que siempre les abofeteó, lamen la bota que siempre les magulló las posaderas. Y sufrirían mayores ultrajes, si la remuneración creciera proporcionalmente a la bajeza: a los Civilistas no les duele caer al cieno, cuando ruedan por una escalera de oro; no les importa revolcarse en la ignominia, con tal de sentir llena la bolsa y atiborrado el estómago.

Ya el país sale de su engaño, se quita la venda. La facción demócrata-civilista, embotada a fuerza de locupletarse en las Sociedades Recaudadoras y los negocios a la sordina, no escucha los estallidos de la opinión ni divisa en el semblante de las gentes honradas el gesto de repugnancia y asco, ese gesto precursor de tempestades y desastres. Desastres y tempestades van a renacer, por más que muchos no lo crean o finjan no creerlo. Gracias a la acción opresiva de los gobiernos, en el Perú no conocemos la protesta enérgica y vibrante del meeting: saltamos de la muda pasividad a la cólera ciega: sufrimos a modo de ovejas, y en el momento menos pensado embestimos a manera de tigres. Y no cabe medio, porque así lo quieren las autoridades. Si en las naciones civilizadas los hombres del Poder viven atentos a la voz de la opinión, aquí sucede lo contrario: en gobernar contra la nación se resume todo el ideal de nuestros mandatarios. Ellos incuban las revoluciones, no los pueblos, como se figuran los sociólogos que nos juzgan de oída, o nos observan desde las nubes. Si vivimos en perenne dictadura ¿qué extraño el combatir para derribarla? Clausurando imprentas, desbaratando reuniones pacíficas, lanzando turbas contra los diputados de la minoría, no respetando vidas, propiedades ni honras, Piérola agota el sufrimiento de las ovejas y excita la cólera de los tigres. El revolucionario de veinticinco años hace un presente griego a su inmediato sucesor, le deja el legado de una revolución.

Los hartos y felices encarecen las excelencias de la paz y anatematizan los horrores de la guerra civil. ¡Paz! grita el especulador de los bancos; ¡paz! el burócrata o servidor del Estado; ¡paz! el accionista de las Recaudadoras; ¡paz! el contratista de obras fiscales; ¡paz! el escritorzuelo de periódicos oficiales u oficiosos. ¡Paz! grita el mismo Piérola mientras alguien le responde ¡guerra! porque desde el instante que nacimos a la vida republicana, toda la política nacional se reduce a un juego de balancín donde evolucionan dos payasos: el ascendido a lo más alto proclama el statu quo, el descendido a lo más bajo predica el movimiento.

Los criminales impunes afirman que "en el Perú no existe sanción moral", fundándose naturalmente en haber escapado ellos mismos a la cárcel del Código Penal y a los faroles de las justicias populares. Conviene distinguir la sanción moral de la sanción jurídica, pues muchos criminales, burladores de la acción de las leyes, no han podido librarse del veredicto público y yacen ajusticiados en la conciencia de las gentes honradas. Y ¿quién nos asegura que tras la inofensiva sanción moral no venga mañana el castigo? Las grandes justicias populares marchan con pies de plomo, mas al fin llegan.

Pero, aunque no existieran gentes honradas, aunque todo el Perú sufriera una perturbación visual para llamar negro a lo blanco y blanco a lo negro, aunque un irremediable eclipse moral envolviera la conciencia de todos los individuos hasta el punto de reconocer en Piérola una personalidad justiciera y honorable, aunque todos, sin excepción de uno solo, se arrodillaran a sus pies y le embriagaran con nubes de incienso y cánticos de alabanza, nosotros no cejaríamos un solo palmo ni borraríamos una sola de las palabras consignadas en estas hojas. Frente a frente de Piérola, le diríamos con ese tú necesario y expresivo que sirve tanto para significar el respeto y el amor como para acentuar el desprecio y el odio:

Tú eres la causa principal de nuestra desgracia y de nuestra deshonra, tú vendiste a vil precio la riqueza nacional, tú allanaste el camino a la planta conquistadora de Chile, tú inoculaste en las venas del pueblo el virus de todas las malas pasiones, tú hiciste de la ambición una Divinidad y de la mentira un culto, tú prostituiste la verdad y la justicia, tú manchaste o violaste cuanto se puede manchar o violar, y como única y suficiente prueba de las acusaciones, recogemos del suelo y te arrojamos a la cara una mínima parte de la sangre y del lodo que has desparramado en treinta años de conspiraciones y pronunciamientos, de iniquidades y miserias, de ruinas y devastaciones.
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1 Nicolás de Piérola, nacido en Camaná (Arequipa) en 1839. Ministro de Hacienda en 1869; Jefe Supremo de la Nación durante la Dictadura, de diciembre de 1879 a enero de 1881; Presidente de la República de 1895 a 1899. Fundador del Partido Demócrata. Fallecido en Lima en 1913.

El presente artículo —escrito a fines de 1898 o principios de 1899— es inédito: su publicación fue impedida, en dos oportunidades sucesivas, por el gobierno de Piérola. En la primera, agentes de policía penetraron en el taller tipográfico donde se preparaba la publicación en folleto, destruyeron la maquinaría y confiscaron el manuscrito. Pero un cajista leal logró conservar una prueba de las Partes I y II, que entregó más tarde a González Prada: es así cómo, en los originales que han llegado a nuestro poder, las Partes I y II están en prueba de galera, y las Partes III y IV, manuscritas, pues el autor debió rehacer estas secciones del original perdido.

Una segunda tentativa de publicación, en agosto de 1899 (en El Independíente, cuyas prensas fueron también destrozadas por esbirros) resultó tan «fructuosa como la primera. Concluido en setiembre de 1899 el período presidencial de Piérola, González Prada consideró, sin duda, pasada la oportunidad política de estas páginas, y han permanecido inéditas hasta la fecha.

Un detalle: el manuscrito que confiscó la policía fue entregado al Presidente: Piérola ha sido, pues, la única persona en conocer este artículo, fuera del círculo familiar del autor. (Nota del editor).

2 El autor ha borrado aquí, dejándolo en forma ilegible, un párrafo alusivo a la revolución de los Gutiérrez. Parece probable que lo suprimido repitiera pensamiento semejante al expresado en Manuel Pardo (página 133) sobre los sucesos de Lima en julio de 1872. (Nota del editor).

3 Sólo faltaba fijar la suma que Dreyfus entregaría, suma destinada para comprar al Gobierno de Turquía un blindado. Al recibirse en París noticias de la revolución efectuada por Piérola el 21 de diciembre del 79, Dreyfus cambió de tono: sabía muy bien a qué atenerse.

4 Nota marginal del autor: A persona decente, miembro de familia respetable, hay que despedirla de un hospital porque se roba la carne y la leche de los heridos.

5 Nota marginal del autor: Una legión de proveedores y rematistas se lanza sobre la Nación para explotarla y esquilmarla, cuando más apremiada se ve por las circunstancias y cuando más necesidad tiene de recursos.

6 Nota marginal del autor: Por decreto de 28 de mayo de 1880, Piérola hizo otorgar a Grau, a título póstumo, la condecoración de segunda clase en la Legión del Mérito...

7 Nota marginal del autor: Uniforme de Piérola, al desembarcar en Pacocha el 19 de noviembre de 1874, según Zubiría:
"Kepí sui géneris, porque sus bordados no correspondían a ninguna de las altas clases conocidas en el ejército.
"Levita de aspirante, porque no tenía presillas ni insignia alguna de clase militar.
"Pantalón del fuero común.
"Botas a lo Federico II.
"Faja bicolor con borlas de oro, de gran mariscal o de ministro de estado.
"Espada de subteniente de gendarmes".
(Justiniano de Zumbía, La Expedición de El Talismán, Valparaíso, Imp. del Mercurio, 1875; pág. 140).

8 Al margen del, texto original aparece escrita con lápiz esta frase trunca: "El epitafio de Piérola fue.. ." El autor tuvo, indudablemente, el propósito de aludir a la conocida satisfacción que produjeron en el Dictador y su círculo las derrotas del ejército del Sur. A fin de completar el pensamiento inconcluso, juzgamos oportuno reproducir los siguientes comentarios de don José María Químper:

"El Dictador sacrificó a su ambición a aquel puñado de héroes (el ejército de Montero) hostilizándolo cuanto le fue posible y negándole todo refuerzo o ayuda de cualquiera clase. La noticia del desastre se recibió con dolor profundo por todos; pero Piérola y los suyos no supieron siquiera disimular su alegría. No existía ya ni sombra de oposición al régimen dictatorial, que dominaba sin rival en un vasto cementerio. La Patria, órgano de Piérola, con un cinismo que rayaba en demencia, calificó placenteramente la derrota de Tacna como "la destrucción del único elemento que restaba del anterior carcomido régimen"; se refería al constitucional".

Manifiesto del ex-Ministro de Hacienda J.M. Químper a la Nación.— Citado por Tomás Caivano en su Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia; Lima, 1901, Vol. 1, pág. 287. (Nota del editor).

9 Renán lo dijo por Víctor Hugo.

10 Saint-Simon refiriéndose al Duque de Bourgogne: "De la hauteur des cieux il ne regardait les hommes que comme des atomes avec qui il n’avait aucune ressemblance, quels qu’ils fussent".

11 Desmoulins hablando de Saint-Just.

12 En nota marginal, el autor ha escrito la siguiente variante: "Si alguna vez le ahorcaran, rabiaría, como el envidioso de la Antología Griega, contra el ajusticiado que bamboleara en una cuerda más alta". (Nota del editor).

13 Ph. de Rougemont : Une page de l’histoire de la díctature de Nicolás de Piérola en 1880, Melun, Imp. A. Dubois, 1883; pág.10.

14 El Arzobispo de Lima lo subvencionaba con cuarenta soles.

15 Apurados debieron de verse los Quispes y los Mamanis para entender "el warrant, el halaje, el drenaje y el paludismo", porque la Declaración de Principios está redactada, según su autor, "en forma ligeramente razonada y sucinta como lo consiente el propósito de llevarlos (los principios) con claridad hasta las últimas filas de nuestros adherentes".

16 Carta del 18 de abril de 1899.

17 Alude el autor a su conferencia Librepensamiento de acción, inserta en el libro Horas de Lucha con la siguiente nota: "Discurso que debió leerse el 28 de agosto de 1898 en la tercera Conferencia organizada por la Liga de Librepensadores del Perú. La lectura no pudo efectuarse porque el Gobierno la impidió". (Nota del editor).

18 Referencia al atentado de 24 de febrero de 1899 contra el periódico Germinal (órgano de La Unión Nacional) dirigido por González Prada. (Nota del editor).

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Piérola
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