Doy por cierto que importa un bledo saber del porqué de algunas taras recurrentes, históricas y oprobiosas del comportamiento peruano desde el inicio mismo de la república. En julio de 1821 no se libertó al Perú sino a una parte de la capital, buena porción del resto quedó en manos ibéricas. Bolívar no amó al Perú, le cercenó parte significativa en la altiplanicie creando a Bolivia y luego le declaró la guerra desde Colombia, pero aquí idolatramos también a su predecesor San Martín que, vencido por razones ignotas, dejó el campo libre al caraqueño polémico. No poca y poderosa razón ha tenido para plantear un examen mucho más prolijo, el embajador Félix C. Calderón en sus dos enviones formidables sobre Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar en los tomos La usurpación de Guayaquil y La fanfarronada del Congreso de Panamá. Pero la tradicional psicología nacional calla. Calla.

Los saltimbanquis, jugadores, pistoleros y audaces han logrado perpetuar sus nombres y dudosos linajes, bien sea porque dieron el dinero que mal ganaron o robaron a secas, de las ubres del Estado o por contratos por dedicatoria y entonces hay avenidas que “recuerdan” a no pocos facinerosos y delincuentes cuyas fotos debían ser escupidas diariamente. Pero basta con revisar el onomástico de calles y ¡sanseacabó! la dignidad o temas parecidos.

La historia patria es un cúmulo impresionante de acciones torpes, recurrentes, dejadas al azar o al advenimiento de encantadores hampones diestros en el uso de la palabra o del escrito leguleyo pontificador de las más grandes imposturas y estafas al país. Ni siquiera digo algo nuevo porque, como comprobaremos a continuación, hasta Jorge Basadre, el historiador canónico de la república, anota párrafos que debieran merecer muy consternadas reflexiones y actitudes radicales cuanto que talentosas.

Poco antes de la guerra de Chile contra Perú (1879-1883), se desató una de esas fiebres en el país. Si usted cambia algunos términos y pone privatización o concesión o troca apellidos de políticos o personajes, verá cómo es que las historias se repiten y reiteran. No sería atrevido ni impertinente afirmar que somos un país en cuya amplia geografía predominan las molleras de tahúres. ¡Cómo si la suerte de millones de hombres y mujeres pudiera jugarse en las vulgares loterías de intereses oligárquicos!

Leamos.

“Una vez más vivió el Perú la alegría de la riqueza inmediata, de las soluciones fáciles. Imperó una mentalidad de jugador de lotería. En cierto sentido cabe hablar también del predominio de una mentalidad minera, en el sentido en lo que fue la Colonia, afanosa de extraer aunque hiera o deteriore, imprevisora, sin sensibilidad; en contraste con la mentalidad agricultora que recoge el producto solo cuando está en sazón y cuida y ama la tierra, mentalidad paciente, laboriosa, con sentido de continuidad y de profundidad. Simbólico fue entonces que se hiciera muy poco por las irrigaciones y mucho por los ferrocarriles.

El Perú de los grandes empréstitos y de las fantásticas vías férreas, fue culpable en algunos casos por hechos delictuosos; pero, en general, pecó, sobre todo, por atolondramiento, ligereza, frivolidad, olvido del mañana.

No asombra que a la escena peruana llegara entonces un hombre del tipo de Meiggs; sino que hallase tan escasos contrapesos que pudieran encauzar o moderar sus planes. El país se lanzó (en una actitud muy similar a la que surgió entre 1920 y 1930) a las más arriesgadas operaciones hacendarias y de obras públicas, sin calcular que no iba a poder atender a todos los gastos hechos con dinero prestado y con olvido del necesario ensamble que debía existir entre esas costosas empresas del Estado, por una parte, y la robustez que, de otro lado, se necesitaba en la economía privada y que debía reposar en un auténtico desarrollo agrícola, minero, industrial, social y educacional y en el afianzamiento de las instituciones. No bastaba con derramar los caudales públicos y acometer obras gigantescas para estimular y desarrollar el trabajo, dar al obrero conciencia de su propia fuerza, multiplicar el valor de las propiedades y asimilar así el bienestar privado al bienestar público, como entonces se creyó. A pesar de que la difundían hombres llamados prácticos, no era realista la creencia de que los ferrocarriles, por el hecho de ser construidos, arrancaran “doscientos millones a la revolución”. Si hay lecciones en la historia, la equivocación del mito exclusivista de las obras públicas como panacea y del progreso material como objetivo primordial de la política nacional, está evidenciada dentro de la misma década de los años setenta del siglo pasado: la magia del dinero prestado por Dreyfuss y gastado por Meiggs no evitó, sino acentuó luego, la pesadilla que representaron las violencias de julio de 1872, la crisis económica y hacendaria tan notoria a partir de 1873, el encadenamiento del Estado a sus acreedores extranjeros, la bancarrota, las desfavorables condiciones dentro de las que tuvo el país que afrontar las amenazas internacionales que sobre él se cirnieron y la guerra, cuyos desastres fueron preparados por todos estos aciagos antecedentes.

Meiggs mismo no murió rico. El Perú lo arrastró en su crisis económica; y si él hubiera podido salvarse, el Perú se hubiera salvado. Antes de cerrar los ojos para siempre, el 30 de setiembre de 1877, murmuró: “¡Quisiera morir!”. Historia de la República 1822-1933, Jorge Basadre, cap. VII.

¿No ha llegado la hora de enterrar mitos urbanos, fulminar a pandillas enteras de nuevos gángsteres y sayones vividores de la cosa pública y privada?

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

¡Sólo el talento salvará al Perú!

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