El pasado fin de semana, inesperadamente para muchos, se incorporó a las filas de los sediciosos el senador republicano por el estado de New México Pete Domenici, antaño firme partidario del presidente. Este político hizo tres planteamientos, sumamente desagradables para Bush: la estrategia de incremento del contingente norteamericano en Iraq en 30.000 mil efectivos, puesta en marcha por el inquilino de la Casa Blanca en enero pasado, no surte ningún resultado positivo; la situación general en Iraq se va degradando; el Gobierno iraquí encabezado por Nouri al-Maliki es incapaz de alcanzar progreso alguno ni en materia de seguridad ni en la tarea de reconciliar las comunidades religiosas enfrentadas.

Domenici no exigía una retirada inmediata del contingente militar, en lo que sistemáticamente insiste la mayoría demócrata en el Senado, pero al propio tiempo exhortó a limitar la participación de soldados norteamericanos en las acciones de combate. En un futuro, esto desbrozaría el camino de su retorno a casa.

Domenici ya es el sexto senador republicano que en los últimos 10 días se pronunciaron por inhibir la campaña iraquí. Entre los sublevados figuran personajes como Richard Lugar, influyente miembro del comité senatorial para asuntos extranjeros, John Warner, figura no menos influyente en el comité para las Fuerzas Armadas, y, lo que es muy sugestivo, Judd Gregg quien entra en el reducido círculo de amigos de los Bush.

Todos los flamantes opositores a la campaña iraquí de entre los renombrados políticos republicanos sin excepción alguna presentarán sus candidaturas para las elecciones al Senado el próximo año, lo que les hace vulnerables a unas críticas mordaces por parte de otros afiliados al Partido Republicano. A los apostatas se les acusa de favorecer a la mayoría de la opinión pública en vez de evaluar el estado de cosas en Iraq desde una óptica objetiva. Por lo visto, según ellos, la línea del frente no pasa por Bagdad o Basra sino por ciudades de EEUU, las simpatías de cuyos electores quisieran ganarse haciendo tambalear las posiciones de Norteamérica en Iraq.

Cabe decir, en honor a la vedad, que es bastante difícil socavar estas posiciones aun más. El incremento de la presencia militar no contribuyó a la estabilidad, en la que tanto confiaba la Administración de Bush. Todo lo contrario, los datos estadísticos correspondientes al pasado mes de mayo, recién publicados por la secretaría de Defensa, son horrorosos: 6.039 de explosiones de coches bomba, mezquitas y ataques a soldados norteamericanos. Es el índice de la violencia más alto desde noviembre de 2004.

Los críticos de Bush tienen razón también al afirmar que la eficiencia del primer ministro de Iraq, Nouri al-Maliki, tiende a cero. En su tiempo, el presidente y el Congreso de EEUU confeccionaron una singular lista de cotas que deberían reflejar los progresos del Gobierno iraquí. Ahora la Casa Blanca está a punto de reconocer que esa lista perdió todo sentido. En particular, no ha sido alcanzado este principal hito económico: no se llegó al acuerdo entre los sunitas, chiítas y kurdos sobre el reparto de los ingresos derivados de la venta de petróleo. Tal acuerdo podría propiciar su conciliación política.

Las relaciones entre las comunidades religiosas se agravaron hasta tal punto que el 15 de julio, los parlamentarios sunitas se proponen emitir el voto de desconfianza. El Gobierno iraquí está al borde de abismo, según reconoció en entrevista a la cadena CNN Mowafak al-Rubaie, asesor del primer ministro para la seguridad nacional. Su pronóstico es bastante lúgubre: "Después de al-Maliki en Iraq se desencadenará huracán..."

Así las cosas, George Bush debería sentirse traicionado por sus allegados en el momento más crítico de la campaña iraquí.

Los senadores apostatas ya no se limitan a someter a críticas en público a la Casa Blanca. Estamparon sus firmas al pie del proyecto de ley elaborado por dos partidos y que estipula cumplir 79 recomendaciones sobre Iraq, contenidas en el informe preparado por la comisión independiente con el ex secretario de Estado, James Baker, al frente. El sentido general de estas recomendaciones se reduce a lo siguiente: EEUU debe renunciar a la tarea de estabilizar la situación en Iraq, encomendándola a las autoridades iraquíes. Esto abonaría el terreno para trasladar las tropas norteamericanas a varias bases situadas lejos de las ciudades iraquíes. Una vez acantonadas en estas bases, podrían centrarse en la lucha con Al-Qaeda, la protección de las fronteras iraquíes y el adiestramiento de las Fuerzas Armadas de este país. Y más tarde, retirarse de Iraq.

En la élite política de EEUU esto dio en llamar el "Plan B". Es de suponer que George Bush quedó perplejo cuando The Wall Street Jorurnal comunicó hace días que también el secretario de Defensa Robert Gates secunda el "Plan B". En opinión del titular, para el Gobierno iraquí no tiene sentido preocuparse por la seguridad, mientras de ésta se ocupen las tropas de EEUU y de la coalición. De ser así, hay que reducirlas.

Tal vez, Gates tenga razón. ¿Pero no descarta el titular que tal reducción pueda impulsar la movilización no sólo del Gobierno iraquí sino también de los terroristas?

Fuente: Ria Novosti, 10/ 07/ 2007.