El paria apenas respiraba. Sobre la alfombra de nieve, en posición fetal, su vida dependía de la estela de humo que soltaba su boca.

El papá y los chicos se volvieron a casa. A las estufas. El paria casi no miraba. El día anterior todavía podía pedir algunas monedas, pero hoy ya no. La temperatura era bajo cero, la comida hace varios días no surcaba su garganta y los posibles proveedores pasaban velozmente por la vereda.

Cuando llegaron a la casa con el padre, los dos chicos le contaron entusiasmados a su mamá y a sus abuelos sobre el muñeco que armaron. No habían visto al paria.

Llamaron a todos sus amigos y familiares. Nieva en Buenos Aires. Es increíble. Es un sueño. Que suerte tenemos los argentinos. No habían visto al paria.

La noche se fue cerrando y los copos engordaban. Había que pasar las manos por los vidrios para ver hacia afuera. El calor de las estufas y la temperatura de la calle, empañaban los vidrios.

Los fondos, los árboles, las estatuas del jardín, todo estaba blanco. Buenos Aires parecía Bariloche. Las cámaras digitales no descasaban para perpetuar el recuerdo y contarle al futuro. Nadie fotografió al paria.

Los noticieros repetían imágenes de diferentes lugares. Pergamino. Lomas de Zamora. Moreno. Tigre. La gente. Los muñecos. Las guerras de nieve. Cerca de las 23, en un canal que ya no recuerdo, había un pequeño recuadro que decía: “Murieron tres indigentes a causa de la ola de frío polar”.

Seguramente era ese paria. Y dos más.