Hasta hace muy poco los tribunales sudafricanos condenaban a los negros según las leyes del apartheid. Que aquellas leyes fueran obligatorias no significa que fueran justas.

Precisamente porque existen leyes injustas, rebelarse contra ellas forma parte de la conciencia jurídica y del Derecho.

La justicia es otra cosa.

En términos estrictamente técnicos es la tasación de los comportamientos conforme a leyes escritas, mediante las que se codifican las nociones dominantes a nivel social acerca de lo permitido y lo prohibido y, en términos filosóficos, una síntesis del ideal humano de la perfección.

Un mundo justo sería perfecto.

Conforme al derecho y a las leyes y en busca de la justicia, los hombres condujeron la evolución de la sociedad, crearon los estados, las formas de gobierno y dieron forma al poder político, que es la quinta esencia del poder.

Todo cuanto tiene que ver con esos procesos, tiene un visible carácter de clase y está regido por sus intereses.

Las leyes y todos los demás actos jurídicos que regulan la actividad de los estados, procuran la perpetuación del sistema y la preeminencia de la clase económicamente dominante. Jamás una reina de Francia hubiera sido ejecutada invocando una ley concebida por la nobleza y para juzgar a los gobernantes nazis fue necesario crear leyes y un tribunal especial y aunque pocos dudan de que el castigo fue justo, todavía se discute si, conforme al Derecho, fue legal.

Algunos opinan que aquel castigo no se atuvo al «debido proceso», que se vulneró la presunción de inocencia y se juzgó por legislaciones que no existían en el momento de cometerse los hechos.

Hay puristas que quisieran presumir inocente a Himmler y exigían que el delito de agresión hubiera sido definido en el Código de Hammurabi o inscripto en las leyes romanas.

Otros, desde otras orillas y con la misma lógica opinan que hubiera sido justo que junto con el almirante Tojo, ideólogo del bombardeo a Pearl Harbour, se hubiera juzgado a Harry Truman que ordenó lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Pretender que el Congreso Americano juzgue a Bush por los crímenes cometidos en Irak es como soñar que el Reichstag hubiera juzgado a Hitler por bombardear a Londres o por perseguir a los judíos.

No hay en los Estados Unidos ninguna ley aplicable a un presidente que como Bush utiliza sus prerrogativas ejecutivas, hace uso de sus derechos como comandante en jefe y que además está respaldado por el Congreso, que religiosamente, en cada ejercicio fiscal aprueba los fondos para que lleve adelante la guerra.

La única posibilidad legal que existe de pedir cuentas al presidente norteamericano es incoar un procedimiento de «impeachement» o juicio político que, previa aprobación por la Cámara de Representantes, sería conducido por el Senado, que cuenta con atribuciones para destituirlo. Una vez consumado ese proceso (carente de implicaciones penales), el ex presidente, convertido en un ciudadano privado puede ser enjuiciado por los tribunales ordinarios.

De los 43 presidentes norteamericanos, cinco han sido amenazados con el impeachement y sólo dos, Johnson y Clinton han sido juzgados por el Senado, ambos fueron absueltos. Otro que estuvo muy cerca fue Nixon que paralizó el proceso al renunciar.

No hay que confundirse. La impopularidad de Bush no se deriva de un repudio a su actuación, sino de la crítica a su falta de eficiencia. Si alguna vez en Estados Unidos se le juzga no será por haber desatado una agresión injusta y cometido un genocidio, sino por haber perdido una guerra que debió ganar para gloria del imperio.

Clinton juzgado por un asunto esencialmente de faldas, conservó poder suficiente para ordenar el arresto de Slobodan Milosevic, el presidente derrotado de Serbia, mas nadie puede ordenar el arresto de Bush.

De eso se tratan los imperios.