La niña murió asfixiada por la pobreza, incinerada por la falta de una vivienda decente, quemada por la carencia de condiciones de una vida digna que le garantizase algo de calor.

Con nada más que diez años Delia falleció sin saber por qué se moría. Casi como los medios de comunicación que nunca saben, que nada saben de la inequitativa distribución de la riqueza, de la falta de democratización de la economía, del dinero que se embolsan unos pocos en desmedro de otros muchos. Nada saben y nada explican. Nada se pudo hacer, mientras mucho se hace.

Esa nada que es un todo y que es mucho.

Delia es más que una niña incendiada, es una víctima más de la indigencia.

Delia no murió, a Delia la mataron quienes desde sus cómodos sillones siguen planificando y ensayando un mundo para los privilegiados, para los niños que tienen garantizada una infancia feliz, para los que poco les interesa la destrucción de una vivienda en un barrio bajo de la Ciudad de Buenos Aires.

Eran las 9 de la mañana.

El cronista radial terminó de relatar el hecho. Piso.

El conductor señala inmediatamente después: ¡Qué barbaridad! –a modo de reflexión frente a la situación –y pasa a otro tema.

El oyente piensa con ironía: Señor conductor, ¡Qué barbaridad!