Sitalá, Chiapas. Tendido sobre el húmedo suelo henchido de rocas, el cuerpo de Juan se mece en un profundo sueño aderezado por las ligeras bocanadas que, inconciente, da al envase de Big-Cola, en el que apenas quedan rastros de la dulce bebida. Desde hace horas que sólo jala aire a cada sorbo imaginario, y en el abultado vientre se escucha un fuerte rechinido al tiempo que de su boca emergen delgados hilos de saliva.

Rosa, su madre, confiesa que el niño de dos años –y el penúltimo de sus siete hijos–, pasa la mayor parte del día dormido, forzado por la debilidad de la magra ingesta de alimentos, limitada a una tortilla con frijol y una jícara de maíz molido mezclado con agua, bebida a la que los indígenas tzeltales llaman pozol.

“Pozol y frijol, todos los de Sitalá comemos eso, y cuando cae el Oportunidades unas galletitas y refrescos”, dice la menuda mujer que empezó a parir temprano, a los 13 ya arrullaba al primogénito.

El esposo fue a pizcar tomate a Sinaloa y no regresó. Hace dos años que ella sola sostiene a la familia con los 360 pesos bimestrales del Oportunidades, el maíz que cultiva en la parcela y los frijoles que ocasionalmente le regalan sus padres.

Aunque se trata de un municipio de pobreza extrema, sólo el 70 por ciento de la población recibe el programa de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol). El año pasado a Rosa le dieron cinco costales de cemento para el piso firme de la vivienda, pero por falta de dinero para construir le dio otro uso, y sobre ellos colocó una tarima y la usa como cama.

Su casa es un altero de maderos viejos unidos de forma desproporcionada, podridos por el paso de los años y la humedad de la selva. No tienen letrina. Defecan al aire libre, detrás de la choza, entre los matorrales, expuestos al acecho de alacranes, tarántulas y víboras de cascabel, la fauna común de Sitalá. En este precario ambiente, Rosa se dice afortunada porque vive en la cabecera municipal, la de “mejores” condiciones.

Xitalha, tierra perdida

Entre las montañas de la selva negra, la vida de 10 mil indígenas tzeltales languidece: rehenes del hambre, víctimas enfermedades fulminantes, objeto de venganzas políticas, esclavos del asistencialismo oficial. Es el precio que se paga por vivir en Xitalha (castellanizado como Sitalá), el segundo municipio más pobre de Chiapas y el séptimo de los de mayor rezago a nivel nacional.

Es tierra escondida en la sierra norte del estado, entre Chilón, Yajalón y San Juan Cancuc, zona de paramilitares. Su fundación obedece a la de una misión dominica del siglo XVI.

Actualmente la única vía de acceso es la carretera que llega a Ocosingo, abierta en 1994 luego de la insurrección zapatista, como una medida de Estado para que el Ejército entrara a las zonas en rebeldía, pero pavimentada hasta 10 años después. El resto, caminos de extravío que en días de lluvia son intransitables.

Los servicios básicos como agua potable, drenaje y energía eléctrica se concentran en la cabecera municipal. En las comunidades aledañas, Golonchán Viejo, Insurgentes Picoté, Picoté Pamalá y La Unión, apenas el año pasado se instaló agua entubada. El suministro de energía eléctrica está condicionado a los frecuentes apagones y las exorbitantes tarifas de la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Las otras 110 comunidades no tienen un solo servicio.

En 2005 la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) electrificó el 20 por ciento del municipio, pero en unos meses la CFE hacía cortes masivos por la negativa de los indígenas a pagar el “consumo” bimestral de 500 a 2 mil pesos. El servicio se redujo al 20 por ciento de la población, inexplicable cuando en Chiapas se produce el 30 por ciento de la electricidad que consume todo el país.

El rechazo a pagar era lógico; la mitad de la población económicamente activa no percibe salario alguno. El 83 por ciento cultiva maíz, frijol y café de autoconsumo. De ellos, el 33 por ciento son jornaleros eventuales que laboran en Chilón y Yajalón por un salario de 40 pesos por día trabajado. Menos del 10 por ciento comercializa café arábigo en los centros de acopio de la cabecera municipal, a ocho pesos por kilo a los coyotes de la Starbucks Corporation.

Salvo la alcaldía, no hay una sola fuente de empleo. En 2001 inició la migración hacia Estados Unidos. Pocos han cruzado, la mayoría son reclutados en el camino para la pizca de uva y tomate en Baja California y Sinaloa. Sandro Cruz López, edil municipal, se queja de que las empresas los engañan prometiendo un sueldo muy por encima del real, que muchos sitalenses han muerto en éstas travesías y que el gasto para devolver sus cuerpos lo absorbe el ayuntamiento.

El único contacto que lo migrantes tienen con sus familiares es por una sola caseta telefónica que da servicio a todo el municipio, ubicada en la cabecera y, cuando escuchan el llamado del magnetófono, bajan de comunidades de hasta más de cuatro horas de distancia; el correo no funciona y las remesas se envían a las oficinas postales de Chilón.

“El Paraíso”

Los chillantes colores de la ropa desentonan con la languidez postrada en su rostro. La mirada de Petrona está cargada de melancolía. Por momentos, sus oscuros ojos parecen divagar hacia la nada; sus pies desnudos bailotean en un sonsonete imaginario para mecer a la niña que carga a cuestas, en el rebozo raído y maloliente. Los años de caminar descalza en la agreste geografía formaron una gruesa callosidad que deformó por completo sus dedos.

A ratos más aprisa, a ratos lenta, la adolescente se desespera: Romelia, su hermana menor, no para de llorar; nació enferma y quizá no sobreviva mucho tiempo, tiene tuberculosis. María, su madre, se queja de que apenas hace cuatro meses la familia recibió su primer apoyo de Oportunidades y el dinero lo gastó en medicamentos infructuosos.

María Cruz Hernández se lamenta de que sus ocho hijos enfermen a cada rato, presos de diarrea, fiebre, deshidratación y parasitosis. Todos padecen fiebre reumática, la enfermedad de los niños de Sitalá, por el clima de la zona y los altos niveles de desnutrición. Ella misma tiene los huesos contraídos y empieza a caminar jorobada por la descalcificación, tras ocho partos en una vida de 26 años.

La familia López Cruz es una de las 20 que habita en El Paraíso, sarcástico nombre para un poblado aislado en lo alto de la montaña. Su casa es un galerón de varas y lodo techado con palma y zacate. Al interior, una cama hecha con dos troncos, una mesa de madera y sobre ella un pequeño molino y los trastos donde se prepara el pozol, junto con la ropa que traen puesta, son su patrimonio.

La bebida de maíz hervido es su alimento diario. Para prepararlo, Sebastián y Petrona, los hijos mayores, se adentran en la espesa selva hasta el arroyo más cercano –a dos horas de distancia– para recolectar agua que en la vivienda almacenan en dos cubetas de plástico percudidas y enmohecidas.

En ausencia del padre, Sebastián habla de la depauperada vida en El Paraíso, que siquiera comer frijol es algo extraordinario, porque la parcela apenas si produce maíz. Pronto será mayor de edad, pero aparenta 15 años. Su expresión es ingenua, la única que podía tener alguien que no conoce sino la montaña. La desgastada tela de su camisa azul cielo está a punto de deshacerse, lo mismo que sus pantalones de burda sarga. Sebastián nunca ha tenido nada, ni siquiera ilusiones.

–¿Te gustaría salir de aquí?

–¿Así…? –dice señalando hacia su persona– ¿…y a dónde iría? –agrega seco y su candidez se convierte en reproche. Aquí nací y aquí me voy a quedar, como toda mi familia.

Seis de los ocho hijos están en edad escolar, pero ninguno acude a la escuela. María se excusa, dice que enviarlos representa sufragar un gasto que no tiene, y que los niños pierdan horas de limpiar, desyerbar, cultivar, y arrancarle a la tierra pequeñas mazorcas por las que hasta ahora, no han muerto de inanición.

Labrar la tierra es su única manera de sobrevivir. Esa mañana los niños cosecharon maíz que yace hervido y recién molido sobre la rústica mesa, y que empieza a ser devorado por un puñado de moscas que aventajan el festín antes de que los hijos de María hagan lo propio.

El último eslabón

La privación educativa de los hijos de María no es un caso aislado en Sitalá. El informe 2006 sobre Desarrollo Humano de los Pueblos Indígenas de México, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la CDI, ubica a este municipio como el de mayor rezago educativo del país, donde sólo el 35 por ciento de los niños en edad escolar va a la escuela.

Actualmente, Chiapas (tierra de la lideresa del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Elba Esther Gordillo), ocupa el último lugar a nivel nacional en escolaridad y el primero en analfabetismo. El 39 por ciento de mayores de 15 años no sabe leer ni escribir, sobre todo en las poblaciones indígenas.

De acuerdo con el INEGI, en Sitalá, de los mayores de 18 años sólo el 10 por ciento completó la educación primaria, y el 9 por ciento cursó algún grado de instrucción posterior. Recientemente se instaló un Colegio de Bachilleres (Cobach), que no tiene mucha demanda porque la mayoría de los adolescentes ansía ir a Estados Unidos, por la deserción e insolvencia económica.

El precio que se paga por estudiar es alto: trasladarse por caminos de extravío en recorridos mínimos de tres horas diarias, y ya en el aula, estar expuestos a la mordedura de serpientes venenosas y alacranes. Salvo las escuelas de la cabecera municipal, el resto no tiene piso firme, puertas ni ventanas.

La mayoría de los niños andan descalzos, sólo unos cuantos usan huaraches o botas de plástico que en el calor de la selva les cuecen la piel. Salvo raras donaciones de organizaciones independientes, sobre todo extranjeras, no tienen material didáctico y el los útiles escolares que les da la SEP no sirven más allá del primer mes de clases: una libreta, un sacapuntas, una caja de colores por ciclo escolar.

La dotación de desayunos dispensados por la Sedesol es insulsa: seis kilos de frijol, cinco latas de atún, cinco kilos de soya, papas y cebollas, para 50 niños durante cuarenta días. Tampoco hay manera de cocer los alimentos, hace once meses que a las primarias se les dotó de un cilindro de gas LP, pero el energético no ha llegado.

La barrera inicial para la educación es el lenguaje: menos del diez por ciento de la población es bilingüe, ninguno de los maestros de la comunidad habla tzeltal, la lengua materna.

“Aquí volvió a renacer la época de Porfirio Díaz”, suelta Lorenzo Méndez, director de la escuela primaria de Golonchán Nuevo, en alusión a la situación de los indígenas de Sitalá. Él es maestro, intendente y cocinero de 57 alumnos de multigrado, por un salario de 2 mil 800 pesos quincenales.

Es originario de Ocosingo, guía e intérprete de toda la comunidad dividida entre priistas, perredistas y bases de apoyo del EZLN. Méndez presume: “Yo no tengo partido, por eso confían en mi, porque les he hecho ver que ésta escuela si es laica”.

No son las goteras en el techo de lámina, las paredes resquebrajadas, la falta de material didáctico, ni el precario salario, dice, lo más difícil de su oficio, sino el clamor de los alumnos de que les dé cualquier alimento para entretener a los parásitos anidados en su estómago, que les provocan naúseas, diarrea, dolor de cabeza y sudoraciones; y les despiertan la ansiedad por correr a su casa a beber pozol.

“Hay que tener mucha paciencia para dar la clase con las interrupciones frecuentes: ‘maestro tenemos hambre, vamos a ir a tomar pozol’… pozol en la mañana, pozol en la tarde, pozol en la noche. La gente de Sitalá tiene una costumbre: no comer, y todos están siempre muriéndose de hambre, haciendo trabajitos para comprar galletas, rara vez comen frijol”, desahoga el mentor.

En la mayoría de escuelas no hay mobiliario, los alumnos se sientan al ras del suelo, y las “aulas” (unas galeras de madera), techadas con lámina galvanizada, antes de medio día arden sobre la cabeza de los niños. Hacinados en ese estrecho infierno se quedan dormidos, agotados por los frecuentes dolores de cabeza.

En la escuela Acamapichtli, en Golonchán Nuevo, la maestra Verónica Guzmán Jiménez atribuye el ausentismo a que los niños pasan mucho tiempo enfermos y a las mismas condiciones del inmueble: “No les gusta la escuela, la lámina les quema mucho y ellos se desesperan, se sientan en el suelo y los pican las arañas, las hormigas, y cualquier alimaña de la montaña”, comenta.

Pobres enfermos

En Sitalá la depauperada condición física de sus habitantes se deriva de la falta de alimentos. La desnutrición que presentan las mujeres embarazadas ubica al municipio entre los de mayor índice de mortandad materna. En marzo pasado se abrió la primera clínica de maternidad, el encargado, José Celis, dice que actualmente atiene 50 embarazos de alto riesgo.

Sólo cinco de las 114 comunidades cuentan con una clínica, que atiende enfermedades infecciosas intestinales, paludismo, amibiasis, ascariasis, gastritis, úlcera, influenza, neumonía, poliatropatías inflamatorias, infecciones en vías urinarias; y en niñas y mujeres, vaginitis aguda.

La tasa de mortandad infantil es de 14.8 por ciento. El 3 por ciento de la población padece alguna discapacidad, de éstas el 92 por ciento motriz, 4 por ciento mental, 3 por ciento de lenguaje, 2 por ciento visual, y 2 por ciento auditiva (algunas personas presentan más de una discapacidad); nadie recibe atención médica especializada.

Hace una década en Sitalá se desató una epidemia de tuberculosis. Celis advierte que el virus (cuyo periodo de incubación es de 10 años) podría reactivarse en cualquier momento, pues las condiciones que estimulan la pandemia están latentes: hacinamiento, insalubridad, marginación, ingesta de agua y alimentos contaminados.

Sitalá es el municipio con mayor índice de hacinamiento a nivel estatal. De acuerdo con el Consejo Nacional de Población (Conapo) el 83 por ciento de las familias vive en tales circunstancias, de cinco y hasta quince personas comparten espacios de 10 metros cuadrados.

Según el INEGI, el 82 por ciento de las viviendas tiene piso de tierra, 14 por ciento de cemento y firme, dos por ciento, madera y mosaico. Las paredes, 46 por ciento son de madera, 31 por ciento de barro y bajareque, ocho por ciento de tabiquel, y uno por ciento de cartón. El 82 por ciento de los techos son de lámina de asbesto y metálica, siete por ciento de teja, dos por ciento de losa y dos por ciento de otros materiales.

Las palabras de Celis son premonitorias: además de la niña Romelia, en las comunidades de la montaña hay niños que presentan síntomas del bacilo mortal en su cuerpo, y podría prevenirse con una simple campaña de vacunación.

La congoja de un edil priísta

La luz de la tarde ilumina su guayabera color crema, sudan el rostro y el cabello de José Jacobo Romero, presidente municipal de Mixtla de Altamirano. Al final de su jornada, descansa a las afueras del palacio municipal frente a un tendajón. Ahí bebe cerveza con un puñado de colaboradores y amigos.

“¿Va a grabar?”, pregunta. Preocupado, en segundos se repone y, aunque con voz entrecortada, dice: “Le pido a Felipe Calderón y al gobernador del estado, que han hablado mucho de combatir a la pobreza, realmente da lástima. Yo he sido una persona de campo, soy de raza indígena y conozco la pobreza, conozco lo que es trabajar con el azadón y chapear con la moruna. Me da lástima que hay ocho o nueve comunidades marginadas o arrumbadas en nuestro municipio”.

Se refiere a las mujeres y hombres que sobreviven en condición de pobreza extrema en las aisladas comunidades de Matlatecoya, Coutlahapa, Zacatilica, Mangotitla, Atzala, Terrero, Tlacotzinga, Zacaloma y El Salto.

“Son comunidades incomunicadísimas. Hemos visto en las noticias que el señor gobernador, el señor presidente de la República, van inaugurando varias obras y se dice ‘estamos combatiendo la pobreza’. Desgraciadamente a mí me ha dado lástima. En representación del municipio, como presidente municipal, siento mucho y me dan lástima”.

De nuevo, José Jacobo tiene dificultad para hablar: su boca está seca. Recuerda que en 2006 visitó México. “Entregamos un proyecto para la carretera de Matlatecoya a Zacaloma, validado por la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Desde esa vez que fuimos con el señor licenciado, le pedimos muy encarecidamente que a Mixtla nos tome muy en cuenta. Esperamos desde esa vez”, deplora.

Aclara que cuando entregó el proyecto, Luis H. Álvarez le dijo que la CDI de Xalapa los iba a apoyar. “Resulta que hasta el momento no tenemos nada. Hemos insistido y hemos llegado a las dependencias, pero no nos toman en cuenta. Somos de raza indígena y no sabemos cómo quieren que lleguemos a las dependencias, si de camisita y corbata”.

Añade, “¿cuándo es que vamos a poder combatir la pobreza? ¿Cuándo vamos a combatir las necesidades prioritarias y la marginación de cada pueblo? Esas comunidades me dan lástima. Hay gente que su talón de la pata tiene rayas, que quizás por suerte o por economía no pueden comprar huaraches. Ahí están los Temoxtles de Zacaloma, que han caminado a pie. Hemos sufrido muchas cosas”.

Zacaloma es la comunidad más alejada del municipio. Aunque los residentes de ese lugar afirman que Romero Jacobo no volvió nunca más a la zona desde que les pidió su voto para ser regidor; éste asegura apoyarlos. “Desgraciadamente la distancia de allá para acá es muy retirada”.

El presidente municipal detalla que la gente se enoja cuando ve en la televisión los anuncios de obras que se inauguran y que cuestan millones de pesos, y voltean a ver que en su región no hay inversión para obra pública.

Enuncia solemne que, “Mixtla, lugar de las nubes altas, necesita 40 o 50 millones de pesos y así ya no estaría incomunicado”. Añade que su municipio recibió “apenas 13 millones de pesos del Ramo 33”, para infraestructura.

Entre los proyectos que tiene para beneficio de las 28 comunidades del municipio, el alcalde refiere que hay avances en Ahuacatla, Telchiquila, Tlaxcoapa, Xala y Xometla.

El puente fantasma

La puja por la presidencia municipal de Mixtla de Altamirano queda entre candidatos del Revolucionario Institucional. Uno ya ocupó ese cargo, y la mayoría de los lugareños no lo quieren de vuelta como alcalde. Su estigma es el puente inconcluso que pende sobre la cascada El Salto, que surge en Atlihuitzia.

“Ya murió un hombre al intentar atravesarlo”, dicen los habitantes de Zacaloma, reunidos bajo la sombra de la choza de Verónico. “Hay que darle otra oportunidad, pero ahora que nos firme un escrito en el que se comprometa a cumplir”, dicen algunos otros, vestidos todos con ropa de trabajo y huaraches que exhiben sus desgraciados pies.

Los niños que viajan de ida y vuelta cada fin de semana hacia el albergue Teposhcalli sí cruzan el puente. Montan por la tarima de madera que construyeron sus padres para salvar los casi 10 metros de altura de la construcción y, con extraordinarias dotes de equilibristas, recorren las tres enormes vigas oxidadas que conducen hasta el otro extremo, sobre las piedras y la fuerte corriente del río.

Esa es la herencia que han dejado los gobiernos del PRI en las zonas marginadas de Veracruz. Esa es la herencia que rechazan los campesinos y por la que, afirman, no emitirán su voto a favor de ese partido en los siguientes comicios.