Llegaron sin que advirtiera su carga cincuentenaria. Ni los convoqué o llamé. Allí están impertérritos. Al conjuro de éste, su envión inexorable, me rindo porque no puedo hacer otra cosa. Y en la cumbre de medio siglo, larga estela de experiencias, tengo que exclamar con emoción sincera ¡gracias a la vida!

Columbrar la vida en y desde los 50, dicen algunos, reviste sensatez, inspira confianza, aploma espíritus. Con franqueza tengo que confesar que eso debe ocurrir con seres normales. Sigo, como en la adolescencia, soñador, esperanzado en los destinos patrios, fiel devoto de la justicia social, creyente en la revolución constructora de un Perú libre, justo y culto. Desoigo llamados a la prudencia y digo y escribo cuanto se me ocurre, siempre bajo la premisa fundamental de poder probar lo que expreso y, en arranque de soberbia pasajera, podría decir que la edad es un concepto mental. Y nada más que eso.

Pero los caminos de Nuestra Señora la Vida tienen sus enigmas, códigos y señales de alerta, que ninguna voluntad, por entusiasta que sea, consigue violentar, desengrilletar de su sino inexorable. Entonces uno peina cabellos canos y de nada valen las cosméticas, si se las usa, porque el tiempo y sus marchamos hablan por uno, encima de uno y a cambio de aceptación resignada que el tiempo sigue corriendo.

Me pregunta un alma generosa que equivocó la salutación y se adelantó 72 horas, ¿qué se siente en el pedestal de los mágicos 50? Reitero que por fuerza de los hechos, debo ser anómalo o atípico. ¡No se siente nada! ¡Un día como cualquier otro! Sólo que ahora soy un acreditado cincuentón. C`est la vie.

Testigo sí de muchas alegrías, la novísima carrera universitaria de Alonso, mi casi ciudadano-hijo, forma parte de este abanico; protagonista de múltiples penas; cavilador travieso de una que otra iniciativa, es un deleite decir que hay que continuar en la forja fragorosa de la patria. Nada hay más importante que impedir que los irresponsables consumen el crimen de disolver al Perú y hacerlo alimento fácil para quienes desean hace mucho tiempo engullirlo. Y en esa tarea somos braceros modestos. E infatigables.

Esta crónica tiene que ser más bien escueta. ¿A quién podría importarle gran cosa lo que piense un humilde atizador del debate? No a muchos, no me cabe la menor duda. Pero como no todos los días uno es visitado por cinco décadas, entonces, no hay que esquivarle el cuerpo a la ocasión y haciéndole honores aceptamos el reto.

En trance de adiós pasajero y en periplo tenaz y búsqueda de mayores bríos por y para el Perú, digo, otra vez ¡gracias a la vida!