Coicoyán de las Flores, Oaxaca. Bernardino Pineda Ortiz apenas había cumplido 12 años cuando los médicos del Hospital General de Oaxaca Aurelio Valdivieso lo desahuciaron, después de extraerle un tumor cerebral. El niño quedó imposibilitado de todas sus facultades y con los músculos de sus extremidades atrofiados. Volvió a ser un bebé, dice Valeria Ortiz, su madre.

Hace seis años, comenzó a sufrir dolores de cabeza que se agudizaron poco a poco. En la comunidad de El Jicaral, la más alejada de la cabecera municipal, no hubo médico que le atendiera ni diagnosticara el mal que le aquejaba.

Sus padres –indígenas nu’saavi o mixtecos que sobreviven de la agricultura de autoconsumo, como la mayoría de la población de esta región– no sabían cómo calmar sus dolencias y carecían de recursos económicos para llevarlo a la clínica más cercana, ubicada en el distrito de Juxtlahuaca.

El profesor de Bernardino exigió apoyo a los delegados de la Secretaría de Desarrollo Social para trasladarlo. Durante el recorrido, iniciaron las crisis convulsivas y las “autoridades” decidieron llevarlo a la capital del estado.

Los progenitores de Bernardino apenas entendían que su hijo estaba enfermo de gravedad. Ellos no hablan español y, aunque Oaxaca es uno de los estados con más hablantes de lengua indígena (2 millones, según estima el Consejo Nacional de Población), en el hospital no hubo un traductor que les explicara la magnitud del problema.

En el expediente 273961 quedó asentado que ingresó el 30 de septiembre de 2000 con una tumoración endocraneana, por lo que fue intervenido quirúrgicamente. Después de varias complicaciones postoperatorias y dos meses de permanecer internado, fue dado de alta con un cáncer avanzado que no lo hacía “candidato” a tratamiento de quimioterapia o radioterapia.

Desde ese año, para la familia Pineda Ortiz se han intensificado todos los problemas que acarrean la falta de asistencia médica y la miseria, pues ellos viven en el municipio más pobre del país, sin esperanzas de mejorar su calidad de vida y cambiar las condiciones de salud de su hijo.

Un estudio elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de México revela que Coicoyán de la Flores tiene un índice desarrollo humano de 0.4455, similar al de las naciones del África subsahariana.

En esta población, enclavada en la sierra mixteca, se acaban las fuerzas y las ganas de vivir pues, los padres de Bernardino, desesperados, ya no encuentran la forma de salir adelante. Ella ocupa la mayor parte del tiempo en los cuidados de su hijo y en ocasiones cría algunos pollos para vender. Él apenas gana 50 pesos diarios, sólo cuando hay trabajo en la limpia de milpa.

Viven en una pequeña choza de adobe con techo de lámina en la ladera de la serranía, junto con tres de sus hijos, hacinados como casi todos los pobladores de la región. Ahí, con una precaria alimentación y sin atención médica, Bernardino cumplió la mayoría de edad.

“Ya no quedó como antes, pasa todo el tiempo como un bebé, no se mueve nada”, dice Valeria Ortiz mientras lo hidrata y acomoda en el camastro de madera vieja. El cuerpo de Bernardino se descubre pálido, extenuado y desnudo. “No hay más qué hacer, sólo esperar”, dice la mujer indígena.

En ésta, como en otras rancherías del municipio, enfermar es sentencia de muerte. No hay clínica ni médico que haga valer el “derecho a la salud” de todos los mexicanos. Emiliano Pineda López, exagente municipal de El Jicaral y uno de los pocos pobladores que hablan español, asegura que “la gente de aquí vive en total abandono”.

“Queremos un médico que permanezca en la comunidad. Siempre mandamos nuestra solicitud a Oaxaca pero el gobierno no nos hace caso. Dicen que no hay dinero para pagarle al personal, por eso es que tenemos una casa de salud sin doctor”, expresa, indignado.

A lo lejos, muestra un cuarto construido hace un par de años, pintado de blanco y con la palabra “Salud” resaltada en verde y azul. “De qué nos sirve si permanece cerrado”, exclama el lugareño.

Tierra Colorada

Los pasos de Anegleto Santiago son lentos y tortuosos para su avanzada edad. Apenas se sostiene con un palo de madera y camina sin rumbo. Duerme donde le caiga la noche pues el hombre ha perdido la noción del tiempo. Es indigente en el municipio más pobre del país.

El frío comienza y la lluvia amenaza con caer pronto. Anegleto no porta nada que lo proteja: usa un huarache de hule, una camisa desgastada y un pantalón de mezclilla viejo. Reposa sentado sobre la tierra. No puede más, soba sus pies heridos. Desde hace más de diez años iniciaron las molestias y la hinchazón que le hacen caminar con dificultad. No sabe qué es lo que tiene.

Gregorio López Morelos, agente municipal de Tierra Colorada, le saluda y eso basta para que el anciano comience a rezar sus males. Abatido, muestra las costras y protuberancias que se han formado en su pie derecho. El izquierdo no está mejor. Sus ojos también se han quedado con la “vista nublada”.

El indígena nu’saavi pasa el tiempo solo: su esposa murió hace algunos años y sus hijos decidieron emigrar el norte en busca de mejores condiciones de vida. Come lo que la gente le invita: yerbas, maíz o frijol. No hay más que ofrecerle. Tampoco cuenta con ningún apoyo gubernamental y mucho menos con servicio médico.

En la mixteca oaxaqueña “hay mucha gente enferma”, dice el agente municipal. Aquí, el atraso y la marginación se evidencian en sus pobladores: descalzos, escuálidos y enfermos.

Las brigadas de salud que envía cada mes el gobierno estatal no han sido suficientes para erradicar los padecimientos en las rancherías de este municipio. Los niños sufren de enfermedades curables como vómitos, diarreas, infecciones en las vías respiratorias. Las mujeres parturientas ponen en peligro su propia vida y la de sus hijos, porque no son atendidas a tiempo. La clínica de esta comunidad también permanece cerrada, reclama López Morelos.

En la Sierra Madre Sur, sus pobladores crecen y envejecen desprotegidos, lejos de todo. No hay fuentes de trabajo y en la primera oportunidad que se tiene, los hombres se van al norte. “A veces se pierden en la línea fronteriza. No se vuelve a saber de ellos, las familias se descomponen”, dice Gregorio López.

Los campos de Chihuahua, Sinaloa, Ensenada y Florida, Estados Unidos, son destino de cientos de jóvenes y niños, que cuando regresan lo hacen para brindar algún servicio a la comunidad porque no renuncian a sus raíces.

Familias enteras han quedado divididas en espera de que llegue el día de Todos los Santos para ver quién regresa. Pero no en todos los casos se corre con esa suerte. “Es triste, porque hay quienes se van y abandonan a sus hijos. Aquí hay muchos huérfanos”, lamenta el agente municipal, quien también ha tenido que ir a trabajar en la pizca de chile, jitomate o pepino.

El pueblo de Tierra Colorada es considerado como una de las comunidades más viejas del municipio, donde habitan aproximadamente mil 200 personas en situación de extrema pobreza. Los programas gubernamentales como Oportunidades y Procampo no cubren ni siquiera al 50 por ciento de la población que los necesita. Del Seguro Popular no saben cómo funciona, sólo conocieron a los encargados de su afiliación, que llegaron a tomarles la foto y sus huellas dactilares hace un par de años.

Promesas incumplidas

En julio de 2005, el expresidente Vicente Fox visitó a los dos municipios más pobres de México: Metlatónoc, Guerrero, y Coicoyán de las Flores, Oaxaca. El arribo del mandatario, acompañado de su esposa Marta Sahagún y otros funcionarios, así como del gobernador Ulises Ruiz, fue espectacular.

Un helicóptero aterrizó en la cancha de básquetbol de la cabecera municipal, lo que evitó que el ejecutivo federal conociera los agrestes caminos que llevan a la marginación.

En el acto oficial se ordenó a los secretarios de Salud, Julio Frenk Mora; de Desarrollo Social, Josefina Vázquez Mota; y de Educación Pública, Reyes Tamez Guerra, así como a la titular de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, Xóchitl Gálvez, agilizar la entrega de todos los programas de combate a la pobreza.

Fox Quesada aseguró a los pobladores de Coicoyán que, para 2006, el ciento por ciento de la población contaría con el Seguro Popular. Esto significaba que 50 mil familias de la región podrían acceder a medicinas, hospitalización, cirugía y otros servicios, “sin costo alguno”. Fox Quesada también ordenó la construcción de más escuelas y la ampliación del padrón de Oportunidades. Nada de eso llegó.

Para el mismo año en que se había garantizado la atención médica a la población, Albina Romero Nájera fue diagnosticada con cáncer en la matriz. La mujer de 45 años asistió, casi por suerte, al Hospital General de Oaxaca, donde le localizaron un tumor en el útero. En una segunda consulta le pidieron que regresara en otra ocasión, porque “no había especialista que la atendiera”.

Pero “ella es pobre y ya no tuvo cómo regresar otra vez al hospital”, agrega Sebastián Romero Ramírez, agente de Llano Encino Amarillo. Porque aquí, el transporte es escaso y cobra de 800 a mil pesos para llegar a la capital, cantidad imposible de pagar.

Sebastián Romero traduce al español las palabras casi inaudibles de Albina. “Sólo quiere vivir un poco más, para seguir cuidando de las tres hijas que quedan con ella”. Por lapsos cortos de tiempo mitiga los dolores en la parte baja de su abdomen, cadera y espalda, con un antiinflamatorio común, utilizado para controlar la fiebre, cólicos menstruales, calambres u otros dolores “suaves”.

Además, dice la mujer, la gente del hospital “me trató como a un animalito al que no le hacían caso. Hacían como que no veían nada, los doctores”. Ella sentía morir. Fue hasta que una persona que hablaba mixteco exigió que la atendieran y le inyectaron un calmante, que sólo le duró un par de horas.

La indígena nu’saavi es madre de cinco jóvenes que emigraron. Les ha perdido el rastro. A veces, cuando la gente regresa de los campos de Ensenada, “le dice que sus hijos se han vuelto malos, que son unos cholos y que se han olvidado de ella”, cuenta.

Santiago Tilapa

“Aquí no se hace nada de la vida. No hay trabajo. No hay nada”, espeta Hilario Flores Tenorio, padre de Leonel, un niño sordomudo que a sus 11 años de edad se esfuerza por aprender a leer y escribir.

El niño indígena no cuenta con educación especial y nunca se le ha realizado un estudio médico para saber si es candidato a utilizar un aparato auditivo o si tiene esperanza de elevar su calidad de vida. Su familia apenas tiene recursos para subsistir; se mantiene de tortilla, frijoles y, a veces, arroz. La leche y la carne para los pequeños de este municipio son alimentos que se consumen una vez al mes, sólo si es posible.

Leonel, sus seis hermanos y sus padres viven en una de las viviendas más alejadas y escondidas de la comunidad de Santiago Tilapa, a más de una hora de camino en época de lluvias, porque la brecha que llega hasta ellos se enloda y el río que la atraviesa, crece.

Todos los días Hilario y Leonel suben juntos a la agencia municipal; el niño asiste a la primaria y el padre desempeña el cargo de síndico, un puesto no remunerado, pues es un mandato de sus usos y costumbres servir al pueblo. La escuela Dzanhuindanda, donde aprende el pequeño, es la única en Santiago Tilapa. Ahí estudian aproximadamente 225 niños de nivel básico que no cuentan con materiales didácticos suficientes.

Florina Sánchez Cruz, directora de nivel preescolar, habla del abandono en que están los estudiantes y las escuelas de la zona. “Aquí todos son muy pobres. Los pequeños carecen de becas y desayunos escolares. Asisten a clases con un alimento precario: frijoles, salsa y tortillas, porque ya no hay más alimentación. No hay otra cosa que les nutra”, lamenta.

Los niños tienen que estudiar en aulas en mal estado, con vidrios rotos y láminas por la que se filtra el agua. Los mesabancos no alcanzan y los dos salones que construyó el gobierno del estado, hace dos años y sólo en esta comunidad, no son suficientes.

“Nosotros nos quedamos sin recursos para trabajar con ellos y lo único que les pueden mandar sus padres es un cuaderno y un lápiz, pero no contamos con más”, dice la profesora, enfadada.

Es así como la enfermedad, el abandono, la incomunicación y el analfabetismo hacen de Coicoyán de las Flores –o “lugar donde se canta y se baila”– la región más pobre del país, donde las promesas gubernamenales nunca llegan a cumplirse.

Revista Contralínea. Fecha de publicación: Agosto 2a quincena de 2007

Negligencia oficial

En el “subsahara mexicano” la erradicación de la miseria se quedó en la demagogia política. Contralínea visitó en noviembre de 2002, el municipio de Coicoyán de las Flores. En ese lugar de la Sierra Mixteca, las condiciones de vida de sus habitantes parecen infrahumanas.

A quienes salieron a buscar mejor suerte en el norte del país o Estados Unidos les ha ido mejor, sólo porque han podido cambiar sus chozas de adobe por cuartos de cemento.

Los habitantes de Coicoyán siguen en la marginación total. Tal es el caso de Vicente López Vera, un niño de ocho años que “nació con la vista boluda y no ve nada”, como relataba su padre, Alfonso López, hace cuatro años.

Desde entonces, Vicente ha crecido apenas un poco. En 2003 un particular decidió llevarlo a México para que fuera atendido en un hospital pediátrico. Después de publicado su caso, ninguna autoridad estatal o federal hizo algo al respecto.

Hoy, cuatro años más tarde, los ojos de Vicente parecen estar en estado de putrefacción: las infecciones que le provocan derramar lágrimas con pus no cesan. Él es uno más de los habitantes de esta región que sufren por una tumoración en la parte frontal del cerebro, según entendió su padre, cuando los médicos de la ciudad explicaron que había que practicarle una cirugía. “Me dio miedo. Me dijeron que podía morir y decidí traerlo de regreso: es mejor dejarlo a la buena de Dios”, confiesa.

Zacarías Sánchez Ortiz, agente municipal de Santiago Tilapa dice que “desafortunadamente” la gente de esta zona permanece sumida en el abandono. “No cambió nada con el presidente Fox y dudo que pase ahora con Calderón”.

El también maestro de educación básica, que ha recorrido todas las rancherías que conforman el municipio, dice que “nadie llega a nuestras comunidades y es una lástima ver cómo la gente enferma, muere y sufre por carecer de recursos para cubrir las necesidades básicas que tiene todo ser humano”.

Las cifras de Coicoyán

El Informe sobre Desarrollo Humano de los Pueblos Indígenas publicado en 2006 y elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de México, revela que Coicoyán de las Flores, Oaxaca, es el municipio más pobre del país, con un índice de desarrollo humano de 0.4455.

Los índices presentados en 2005 por el Consejo Nacional de Población indican que en esta entidad habitan 7 mil 598 personas indígenas con “muy alto” grado de marginación. Más del 70 por ciento de la población es analfabeta y un 83.6 por ciento de sus habitantes vive en el hacinamiento.

Según el XII Censo General de Población y Vivienda 2000, el municipio de Coicoyán de las Flores “contaba con 927 viviendas, de las cuales más de 841 contaban con piso de tierra, 69 con piso de cemento y 11 con datos no especificados”.

Las agencias que conforman el municipio son: Santiago Tilapa, Coyul, La Trinidad, Tierra Colorada, El Jicaral, Rancho Pastor y Lázaro Cárdenas.