(N de R.) La feracidad intelectual creadora del embajador Félix C. Calderón comprobóse, una vez más, durante el primer semestre del 2005 con la aparición del pionero libro, tanto por el tema como por la desacralización que propuso, Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, Tomo I. La usurpación de Guayaquil. Ese ejercicio me tuvo como su “Coordinador editorial”, pomposo nombre que no correspondió en realidad al modesto encargo de chasqui entre el autor y la imprenta que realicé. Y así ocurrió también cuando la concepción de la carátula, ideada por Calderón y que fuera transmitida a los artistas gráficos, dando por resultado la que hoy preside una rica colección que abarca cuatro tomos, el segundo de los cuales, La fanfarronada del Congreso de Panamá, vio la luz en abril de este 2007.

El prólogo del I Tomo, La usurpación de Guayaquil, tuvo como autor al conocido tribuno, maestro, político y ensayista, Alfonso Benavides Correa quien, siendo quien era, un profundo tratadista de la historia y sus recovecos, usualmente escondidos, subrayó pasajes notables del libro que anticipó con un estudio descollante.

La presentación del II Tomo, La fanfarronada del Congreso de Panamá, corrió a cargo, en la Universidad César Vallejo de Trujillo, este 2007, de Manuel Jesús Orbegozo, viejo paladín del periodismo nacional a quien los más de ochenta años que lleva a cuestas, no obstan para seguir produciendo mandobles y textos de inigualable pericia y detalle.

En buena cuenta, hay testimonios públicos e ilustres de cómo un trabajo como el que emprendió el embajador Félix C. Calderón, comenzó una gestión pionera, atrevida, desacralizadora, de un casi ícono santo de la historia como Simón Bolívar quien, como escribió Alfonso Benavides, “no amó al Perú”.

Estamos constatando que otros textos pretenden una originalidad que no es tal y, acaso, tampoco, en su presentación gráfica. No es de buen gusto o corrección, atribuirse investigaciones o metodologías que pertenecen a otros. Mucho menos, sostener que desconocían esos mismos trabajos que, con porfía digamos que misionera, me he encargado de remitir a miles de lectores vía correo electrónico durante años. Si, encima de ello ¡ni siquiera se citan los textos de Félix C. Calderón en sus obras sobre Bolívar, el asunto puede rebasar los cálculos de la sindéresis para adentrarse en terrenos escabrosos y falta de ética. Volveré sobre el tema en cuanto compruebe más datos. Y estoy cierto que el señor Herbert Morote, sabe que siempre gusto de citar, para reafirmación militante, a González Prada: ¡hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz! (Herbert Mujica Rojas)

Leamos.

Las contradicciones insalvables del veleidoso caudillo Simón Bolívar I
por Félix C. Calderón

No se puede mirar con indiferencia el renacimiento que, hoy en día, se promueve de anacrónicas ideas libertarias y de integración atribuidas al autocrático caudillo militar Simón Bolívar. Peor aún, si ese mensaje que cae en la falacia del nunc pro tunc (siguiendo al historiador David H. Fischer), se trasmite con ayuda de un lenguaje populista, políticas demagógicas o un intervencionismo rampante. Por eso, resulta necesario clarificar en lo que concierne a los peruanos hasta qué punto el llamado legado de Simón Bolívar es un mito y de cómo su “desacralización” en el Perú resulta un imperativo si se quiere situar mejor los parámetros de nuestra identidad como Estado republicano.

El gran problema que presenta la historiografía tradicional es su tendencia a colocar en un altar a determinados personajes, cual dioses o semi-dioses dueños de una grandeza imposible, o portentos de dimensión sobrehumana. Los estudios que se han hecho sobre Simón Bolívar no escapan a esta generalización inaceptable al punto de desfigurar la verdad histórica para promover la fantasiosa irrealidad. El grueso de los historiadores peruanos se ha sumado, lamentablemente, a la monotonía complaciente de ese coro de turiferarios, quizás para esconder los más audaces las miserias y claudicaciones de algún ancestro valido, o simplemente por inercia imaginativa ante la incapacidad de ver al dictador a través del espejo de la condición humana, donde los rasgos de grandeza se suelen confundir, sin solución de continuidad, con grandes debilidades o defectos.

Inspirados tal vez por las odas delirantes de un zigzagueante José Joaquín de Olmedo, son diversos los relatos que pintan a Bolívar como un santo varón, el genial estratega que ajeno a las recompensas y otras vanidades terrenales enseñó el camino de la libertad y de la gobernabilidad a los pueblos andinos bajo el influjo de su espada redentora, el visionario iluminado que sentó los cimientos de la unidad americana, o el intransigente apóstol del desprendimiento que no escatimó en sacrificar su fortuna, el reposo y su vida misma con tal de hacer realidad sus sueños libertarios. En suma, todo es grandeza excelsa, más allá del alcance del común de los mortales y muy cerca del Olimpo, de la mitología o de la leyenda ricamente aderezada y actualizada para que no pierda su vigencia.

Sin embargo, para infelicidad de sus obsequiosos panegiristas o de los inerciales escribidores de la complaciente historia, esa versión cuasi homérica de Simón Bolívar resulta demasiado perfecta como para que pueda considerarse humana, terriblemente humana. En efecto, a través de la lectura de sus numerosas cartas (en puridad, una parte de ellas, porque otras o fueron destruidas o siguen presumiblemente escondidas) no se va descubriendo al dios generoso y combativo; sino al mortal ser humano, con sus sueños, pasiones, debilidades y errores que de un siglo al otro han sido la causa de más de un conflicto y desentendimientos entre los pueblos andinos. El Bolívar que aparece con la lectura de sus propias cartas disponibles es un hombre ambicioso que comete el grave error de manchar su incuestionable trayectoria libertaria con los sueños de opio de una dictadura perpetua, aun a costa de volver a hipotecar la independencia de los pueblos que había supuestamente libertado. No es el santo varón desprendido y desinteresado, ni un demiurgo consumado que solo busca sembrar paz y concordia entre los pueblos; sino un habilísimo taumaturgo del lenguaje que ha descubierto en las palabras la mejor manera de ocultar sus non sanctas intenciones.

Inteligente sin duda, aunque menos estratega que impetuoso guerrero (si se recuerda lo que pasó en Puerto Cabello, en La Puerta y casi ocurre en Junín), nadie discute su destreza diplomática, ni su arrojo y perseverancia, tampoco su voluptuosa proclividad por el adulterio, sin por ello dejar de ser implacable con el adversario cuando quería. Autoritario, calculador, contradictorio, intrigante, vengativo, impulsivo, lenguaraz, impaciente, resuelto, cínico o estudiadamente despectivo, todo eso era Bolívar, a veces y al mismo tiempo. Vale decir, profundamente humano, con defectos que suelen magnificarse en muchos, desgraciadamente, cuando el poder es virtualmente absoluto. Y él no fue la excepción.

Si Bolívar se hubiese despojado del poder de dictador supremo con que lo invistió el Congreso peruano y dispuesto su regreso a Bogotá al día siguiente de haber conocido en Lima la victoria en Ayacucho o el 10 de febrero de 1825, es indudable que otro habría sido su destino y la historia de la región andina, como otro sería su legado como fundador de Estados. ¡Qué duda cabe! Infortunadamente no fue así. Todo lo contrario, es a partir de ese momento cenital cuando paradójicamente aparecen en él, mejor definidas, las cualidades del otro personaje que llevaba dentro, obsesivo y cínico, que no dudó en aprovecharse de las debilidades de sus lugartenientes y cortesanos para querer hacer realidad sus apetitos desquiciados por una grandeza deífica que no necesitaba. El guerrero libertario había cambiado de espada para convertirse en invasor, y su fe republicana la metamorfoseó en grosera ambición imperial. Es decir, de libertador pasó a opresor y de redentor a tirano.

Siempre ha sido un misterio la fecha o el momento en que Bolívar trocó su trascendente sueño libertario por otro, precario, tantálico y contradictorio, de raíces megalomaníacas, que fue el que le llevó, primero, a crear un Estado bautizado con su apellido, y luego a buscar juntarlo con los otros dos Estados que permanecían bajo su influencia movido por la pretensión de constituir una federación signada por el estigma de la dictadura perpetua. Ambicioso y desmedido por culpa de un inconsciente extraviado, se adentró en los meandros engañosos del poder absoluto en la torpe creencia que desde arriba cualquier cosa podía imponerse durablemente a la voluntad de los pueblos, solo para descubrir en menos de un año (1827) que cuanto mayor parecía ser su apogeo, en mayor medida aceleraba su caída y con ella la de su obra. Por esta razón, Simón Bolívar es irónicamente un ejemplo del anti-héroe, porque deshizo con una mano lo que trabajosamente construyó con la otra. Vivió para hacer realidad sus ambiciones, sin caer en la cuenta que los pueblos y sus destinos no están, en el decurso del desarrollo socio-histórico, en función de los sueños narcisistas de un megalómano, sino de implosiones, equilibrios, contingencias y auto-expiaciones colectivas.

Por consiguiente, no deja de ser desconcertante la historia del Perú cuando se comprueba en más de un episodio de la gesta emancipadora el travestismo del lenguaje para disimular la cortesanía claudicante de la casta dirigente prohijada por Bolívar. Vergonzoso ejercicio por momentos, porque soslaya o deforma ciertos hechos históricos a fin de justificar conductas reprobables o antipatrióticas. Y claudicante en tanto santifica la imagen de Bolívar para así esconder a la sombra de sus debilidades los tremendos yerros de sus incondicionales servidores peruanos, presentados después como próceres. Como lógica consecuencia, el pueblo peruano se ha visto abrumado de falsos paradigmas en que se disfraza convenientemente el oportunismo y la mediocridad como entrega y patriotismo, y el transfuguismo como expresión suprema del pragmatismo nacionalista. Hay razón, pues, para entender el desconcierto del pueblo peruano.

¿Por qué Simón Bolívar desafió su gloria y su aporte al triunfo del ideal libertario en esta parte del mundo con esa malhadada decisión de quedarse en el Perú? Sus defensores se apresuran a señalar que existía aún la amenaza del general realista Pedro Olañeta en el Alto Perú y la de Rodil en el Callao. Sin embargo, inicialmente entre el 21 y 30 de diciembre, parece ser que el ánimo prevaleciente fue de la desmovilización y el regreso a casa. La carta de José Antonio de Sucre de 10 de diciembre, aparte de dar cuenta a su jefe de la victoria de Ayacucho, es prueba de ello, como también lo es la carta del venezolano Tomás de Heres, de 23 de diciembre, dirigida a F. P. Santander, inter alia. Es más, en opinión de Sucre “cualquiera” podía derrotar a Olañeta, a causa del efecto dominó que generó en las guarniciones realistas del Alto Perú el triunfo de los patriotas. En esa misma carta de 10 de diciembre, precisó:

“Mañana irá el ejército á Huamanga para reposarse un par de días, y seguirá luego por divisiones para el Cuzco para irnos a entender con Olañeta, sobre quien me dicen estos señores que no tienen autoridad para hacerlo entrar en la capitulación. Creo que para terminar esto (sic) con un cuerpo de seis mil hombres contra tres mil (que me asegura Canterac ser toda la fuerza de Olañeta) basta cualquiera (sic), y por tanto me atrevo á suplicar á U. por mi relevo, y el permiso de regresarme, puesto que ya se ha terminado el negocio este (sic). Confieso á U. que en estos dias de trabajos y con las órdenes de Tarma, ha sufrido infinitamente mi espíritu.” (Daniel O’Leary: Cartas de Sucre al Libertador (1820-1826).- Edit. América.- Madrid, 1919).

Y Sucre no se equivocó, pues, efectivamente el general Olañeta fue asesinado en menos de cuatro meses sin que pudiera aquél enfrentarlo en el campo de batalla. Por eso, desde el 1 de febrero de 1825 Sucre se dedicó a la fácil tarea de ocupar el Alto Perú sin otra finalidad que tratar de resolver el “embrollo” político que le planteaban las ambiciones de su jefe (más tarde se refirió al “laberinto de negocios embrollados.”): “También repito á U.S. lo que he dicho otra vez; que no deseo ser el Jefe que vaya á esa expedición (en cursivas en el original), la cual es tan fácil en cuanto á expulsar á los enemigos (sic), como embrollada para arreglar el país. !Ojalá que S. E. quisiera relevarme de mi penoso destino.” (Mariano Felipe Paz Soldán: Historia del Perú Independiente.- Segundo Periodo 1822-1827.- Tomo Segundo.- Havre, 1877).

¿Por qué, entonces, ese cambio de destino agitando indebidamente el espantajo de la amenaza realista en el Alto Perú? La respuesta la dio sin querer Sucre, en una carta de respuesta, de fecha 4 de abril de 1825, a otra de reproche que le remitiera Bolívar, el 21 de febrero:

“Hace una hora recibí la carta de V. del 21 de febrero. Ella me ha dado un gran disgusto, pero no con V. sino conmigo mismo que soy tan simple que doy lugar a tales sentimientos. Este disgusto es lo que V. me habla en cuanto a las provincias del Alto Perú, respecto de las cuales he cometido un error tan involuntario, que mi solo objeto fue cumplir las intenciones de V. Mil veces he pedido a V. instrucciones respecto del Alto Perú y se me han negado, dejándome en abandono; en este estado yo tuve presente que en una conversación en Yacán (pueblo cerca de Yanahuanca) me dijo V. que su intención para salir de las dificultades (sic) del Alto Perú era convocar una asamblea de estas provincias. Agregando a esto lo que se me ha dicho de oficio de que exigiese de Olañeta que dejara al pueblo en libertad de constituirse, creí que esta era el pensamiento siempre de V.” (Vicente Lecuna: Documentos Referentes a la Creación de Bolivia.- Tomo I.- Edición publicada por el Gobierno de Venezuela.- Caracas, 1975).

Mientras que el 7 de diciembre, a Bolívar se le ocurrió la “fanfarronada” del Congreso de Panamá para disuadir a la Santa Alianza en el Atlántico (Véase de Louis Peru de Lacroix Diario de Bucaramanga.- Comité Ejecutivo del Bicentenario de Simón Bolívar.- Caracas, 1982), a las pocas semanas su preocupación cambió sorpresivamente de giro, decidiendo más bien quebrar el espinazo de la gran nación andina, de conformidad con un proyecto que fue concebido en Yacán en junio de 1824. No está claro si ya en ese momento su intención estuvo motivada por el afán egolátrico de bautizar con su apellido al nuevo Estado, pero son diversas las cartas remitidas por él desde enero de 1825, y recopiladas por Vicente Lecuna, que contienen indicios más que suficientes acerca de ese designio avieso. Por ejemplo, en una carta fechada 20 de enero de 1825, trató de convencer a un reticente Sucre de la siguiente manera:

“Pero, amigo, no debemos dejar nada por hacer mientras que podamos, noble y justamente. Seamos los bienhechores y fundadores de tres grandes estados (sic), hagámonos dignos de la fortuna que nos ha cabido; mostremos a la Europa que hay hombres en América capaces de competir en gloria con los héroes del mundo antiguo. Mi querido general, llene V. su destino, ceda V. a la fortuna que le persigue, no se parezca V. a San Martín y a Itúrbide que han desechado la gloria que los buscaba. V. es capaz de todo, y no debe vacilar un momento en dejarse arrastrar por la fortuna que lo llama. V. es joven, activo y valiente, capaz de todo ¿qué más quiere V.? Una vida pasiva e inactiva es la imagen de la muerte, es el abandono a la vida; es anticipar la nada antes que llegue.” (Vicente Lecuna: Cartas del Libertador).

El problema reside en que Bolívar era en ese momento jefe supremo del Perú y conocía perfectamente los alcances del artículo 6º de la Constitución peruana de 1823: “El Congreso se reserva la facultad de fijar los límites de la República, de inteligencia con los Estados limítrofes, verificada la total independencia del Alto y Bajo Perú.” ¿Cómo así a quien el Perú le había confiado su destino, decidía por su propia cuenta patrocinar la independencia del Alto Perú en circunstancias que estaba al corriente de un sentimiento favorable de este pueblo para mantener su unión con el Perú? Allí está la reveladora carta de Sucre de febrero de 1825 que, por cierto, no es la única: “Me ha dicho el doctor (Casimiro) Olañeta que él cree difícil, sino imposible (sic), reunir las provincias altas a Buenos Aires; que hay una enemistad irreconciliable (sic): que o se quedan independientes o agregadas al Perú (sic), en cuyo caso quieren la capital en Cuzco, o más cerca de ellos. Sirva de gobierno esta noticia que está corroborada por otras muchas más (sic). Para que V. me diga bajo estos datos que es lo que V. quiere que se haga (sic) o que se adelante en estos negocios (sic). Mi posición me puede dar el caso de dar alguna marcha a la opinión de estos pueblos (sic), y V. me dirá cual sea que convenga más a la causa pública. (...) Sigo mi viaje para La Paz, aunque no con gusto, porque siempre he tenido repugnancia a ir al sur del Desaguadero. En fin, allá voy. Dios quiera que salga bien del barullo.” (Ibid.).

¿“Convenga más a la causa pública” o al interés puntual de su jefe? Es más que probable que las comunicaciones escritas o dictadas por Bolívar desde la tercera semana de febrero de 1825, se hicieron con la ventaja que daba de tener pleno conocimiento del contenido de esa carta de 5 de febrero, o con certeza de la del día 3 que traía como anexo el proyecto de decreto de convocatoria de la asamblea de las provincias del Alto Perú. En suma, la suerte estaba echada para la gran nación andina. Y entre el 10 de julio y el 6 agosto de 1825 nació a la mala Bolivia, habiéndose utilizado paradójicamente para ello las “tropas del Perú”, según dejó constancia Sucre en los oficios remitidos a Heres, de 15 de abril y 11 de mayo de 1825.

Pero eso no fue todo. Consumada la secesión del Alto Perú, embarcadas inopinadamente un buen número de tropas peruanas al Istmo de Panamá y en circunstancias que Páez sembraba la discordia en la Colombia de “las tres hermanas”, el caraqueño que gobernaba dictatorialmente en Lima dio otro paso más atrevido aún, cual es de empujar al Perú a la unión con Bolivia y, para facilitar el asentimiento boliviano, el Perú debía cederle territorio hasta el paralelo 18º (Sama). Además, ambos Estados quedaban subsumidos bajo la denominación “Federación Boliviana” (artículo I del “Tratado de Federación”). Es decir, el Perú como Estado independiente desaparecía y, graciosamente, cedía territorio hasta el norte de la actual ciudad de Tacna. Los dos tratados de federación y límites negociados por el obediente Ortiz de Zevallos, de 15 de noviembre de 1826, constituyen una prueba irrefutable de esa felonía. Veamos el descargo de este improvisado diplomático:

“Dirigida la Legación que se me confió, a procurar la reunión de Bolivia al Perú (...); por las razones de conveniencia recíproca que se desenvuelven en las instrucciones (...); se dice lo siguiente: ‘y que no estaríamos lejos de ceder los puertos y territorios de Arica e Iquique para que fuesen reunidos al Departamento de La Paz (...).’ Cuando se me nombró de Plenipotenciario y partí de esta capital se creyó que la reunión de Bolivia sería más factible (...). La cesión de Arica fue la base que debió allanar los obstáculos (...). Todo lo expuesto versa con concepto a las instrucciones que se me dieron por escrito. Además de ellas S. E. el libertador me indicó expresamente (sic) que con tal que Bolivia accediese a la federación se debía ceder Arica. S. E. el Presidente del Consejo de Gobierno (Santa Cruz) es un testigo de esto como que entonces se halló presente (...).” (Carlos Ortiz de Zevallos: La Misión Ortiz de Zevallos en Bolivia.- Ministerio de Relaciones Exteriores.- Lima, 1956).

¿Qué lógica tenía haber promovido la secesión del Alto Perú para, de inmediato, querer juntarlo otra vez con el Perú? Solo tiene sentido si se explica como parte de un designio egocéntrico que no tenía para nada en cuenta el interés primordial del Perú. Es más, acostumbrado como estaba Bolívar a atribuir a terceras personas lo que en su intimidad perseguía, en una carta a su lugarteniente Sucre, de 12 de mayo de 1826, se refirió en ese estilo indirecto a la posibilidad de que el Perú desapareciera, como sigue:

“Heres dice que es mejor que haya dos naciones como Bolivia compuesta del Bajo y Alto Perú, y Colombia compuesta con sus partes constituyentes. Que yo sea el presidente de ambas naciones y haga lo mismo que con una. El consejo de gobierno quiere la reunión de las tres repúblicas (sic), (...) y Pando se inclina a uno u otro partido (sic).” (Vicente Lecuna: Ibid.).

Pero, olvidó que meses antes, el 21 de febrero, en una carta a Santander, había atribuido a otra fuente el mismo deseo: “Muchos señores del congreso (sic) piensan proclamar esta República Boliviana (sic) como la del Alto Perú, predicando un tratado con aquél país.” (Ibid.) Continuará.