Las madres, que tampoco vivieron una infancia digna, son madres antes de los 18 años, y desde esa edad trabajan de sol a sol en el tlacolol con el hijo más pequeño colgado en su espalda. En ese regazo diminuto bañado de sudor se forja el nuevo fruto de sus entrañas, que desde los nueve años guiará sus pasos hacia los campos agrícolas para ser contratado, al igual que sus padres, como jornalero o peón acasillado. La nueva modalidad de la esclavitud en tiempos del libre comercio.

Nacer en La Montaña alta es vivir en el umbral de la ignominia: es parir a los hijos sobre la tierra. La vida, al igual que la milpa, florece al ras del suelo. Las madres se hincan sobre un petate maltrecho y en esa posición permanecen varias horas, hasta que la nueva criatura es expulsada de su vientre. El ceñidor que las mujeres portan en su cintura es apretado por el esposo para ayudarle en el trabajo del parto. A pesar de sus dolores, la futura madre tiene que asirse al ceñidor que la hace sufrir, para encontrar la fuerza y el alivio que necesita, para salir del trance. Con el filo de un carrizo cortan el cordón umbilical y con algunos trapos cubren a la criatura para protegerla del mal aire y del frío. La placenta es envuelta en un trapo limpio que es colgada en un árbol grande porque, de acuerdo con sus creencias, sólo así los niños y niñas podrán vivir y caminar en La Montaña.

La precariedad creciente de las condiciones de vida en los pueblos indígenas de La Montaña y la falta de oportunidades para tener un empleo en la región siguen reproduciendo la problemática de la migración masiva de jornaleros agrícolas. Éstos salen de unas 300 comunidades nahuas, me’phaa y na’savi que pertenecen a municipios catalogados por el Programa de las Naciones Unidas (PNUD) como de bajo desarrollo humano por los altos grados de marginación y pobreza extrema.

Anualmente, la temporada alta de la migración indígena de La Montaña se registra de septiembre a enero. Durante estos cinco meses, hombres, mujeres, niñas y niños dejan todo para concentrarse en la ciudad de Tlapa, donde esperan los destartalados camiones que los trasladarán hacia los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora, Michoacán, Baja California Sur, Chihuahua, Zacatecas, Nayarit, Morelos y Ciudad Altamirano entre otros. Diariamente salen de tres a cinco autobuses, aunque en noviembre y diciembre, sobre todo después de la fiesta del día de muertos, la salida es masiva, llegando a salir más de 15 unidades por día.

Las cifras oficiales señalan que durante 2006 emigraron de Guerrero 40 mil 207 jornaleros, de los cuales 14 mil 21 son indígenas de la región de La Montaña. Entre éstos, registraron 7 mil 127 hombres y 6 mil 894 mujeres.

Por rango de edad, de los 14 mil 21 emigrantes, 7 mil 629 tenían de 15 a 59 años de edad; 3 mil 442, entre seis y 14 años; mientras que 2 mil 728 eran menores de cinco años –incluyeron a niños recién nacidos y por nacer, en este último caso contaron a las mujeres embarazadas–; y sólo 222 rebasaban los 60 años.

Para este año se avizora una mayor salida de familias jornaleras, ante el cerco de la pobreza y la agudización de los problemas del campo: cada año se reduce el número de productores de maíz, en cada temporada de siembra son más caras las herramientas y los insumos del campo, no existe ningún estímulo para los pequeños agricultores y prevalece el poco aprecio y respeto por los herederos de una civilización que nos ha dado identidad y una tierra pródiga. Sembrar para producir alimentos en La Montaña es apostarle al fracaso y poner en riesgo la supervivencia familiar. Es más seguro y relativamente barato comprar minsa y sopa maruchan para contener el hambre, que es la amenaza persistente y no deja ni a sol ni a sombra a las familias indígenas.

Además de estar fuera del presupuesto, los jornaleros agrícolas padecen múltiples violaciones a sus derechos humanos y laborales. En lo que va de 2007, hay 30 denuncias relacionadas con la falta de pagos y bajos salarios, con tratos inhumanos y degradantes causados por los capataces de los empresarios; también hay varios casos de discriminación étnica, así como de intimidación por parte de los cuerpos policiacos; además, la falta de transporte y alimentación para el regreso de las familias jornaleras y las serias deficiencias en los servicios de salud son asuntos considerados “menores” que atentan contra la dignidad de las personas.

Para el gobierno mexicano, los jornaleros agrícolas siguen siendo invisibles por el simple hecho de ser indígenas. Esto mismo se refleja en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y específicamente en la Ley Federal del Trabajo, donde no se tipifica el trabajo eventual y no hay sanciones de ningún tipo por parte de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social para las empresas agrícolas, mucho menos una vigilancia, control y monitoreo de las condiciones en que estas empresas operan. Siguen siendo evidentes las fallas que existen en las políticas públicas de los gobiernos, y en la misma agenda nacional, ya que el tema de la migración interna presenta graves y grandes vacíos, pese a que en nuestro país hay casi 3 millones de jornaleros agrícolas, mayoritariamente indígenas.

Migrar o morir parece ser el dilema de los jornaleros agrícolas de La Montaña ante el olvido gubernamental y el escarnio de gobiernos etnocidas, que no dimensionan la trascendencia histórica y política de lo que significan los pueblos indígenas para el desarrollo de nuestro país. Con exclusiones y tratos discriminatorios estamos lejos de arribar a un país donde florezca la justicia con los hombres y mujeres, que son la raíz de nuestro porvenir.

Revista Contralínea
Fecha de publicación: Septiembre 2a quincena de 2007