Quizás Claudio Godoy había comenzado a morir hace mucho tiempo y habitaba esa zona de indiferencia entre la vida y la muerte, huyendo -siempre- de la tumba que le cavaban sus pesadillas. Simplemente expuesto, simplemente indefenso, simplemente “nuda vida” en un tiempo de pañuelos que no pueden llorar. Villa Fiorito es aquel lugar que nadie soñó donde la vida ocurre entre hambres viejas y carencias profundas que les colgarán de los ojos para siempre. En la piel de Juan, de Rocío, de Alan, la ternura y la bronca hacen ruido: aunque todavía creen en la flor, en la pirueta perfecta que deja el pájaro de la mañana cuando vuela, aunque el aire se cargue de muerte y pegamento.

Los vecinos saben que Cándido Urrutia era un aliado de la Comisaría 5ta. de Lomas, aunque la policía lo niegue. Las mujeres de enfrente cruzaban las calles furiosamente madres, mientras la caballería prepara su pechada, y los perros bravos ladraban a un antiguo amor, rancio, encantador, sepulcral.

Estamos ante un viejo demonio: el Tiempo se come la vida y se fortalece con la sangre que perdemos, diría Baudelaire. La complicidad entre un tiempo sin memoria y la palabra que calla las cosas, los sueños y los hechos y no es capaz, por lo tanto, de salvar el exterminio del olvido.

Jean Améry manifestaba que para que el delito se convierta en una realidad moral para el criminal, para que quede enfrentado a la verdad de su delito, sencillamente debemos rechazar “aceptar que lo sucedido haya sido lo que fue”. Que el olvido provocado por la presión social tiene un carácter no solo extra-moral sino antimoral. Es un derecho y un privilegio del ser humano no mostrarse de acuerdo con todo lo acontecido y en consecuencia tampoco con la curación biológica provocada por el tiempo. El hombre moral exige la suspensión del tiempo, clavando al malhechor en su fechoría.

# Nota publicada por la agencia APE (http://www.pelotadetrapo.org.ar/)