Para decirlo de un modo más sencillo: ¿conoce alguno que diga la verdad? Hay excepciones sin duda y ni la edad ni el tiempo les ha amilanado en el ejercicio limpio de decir lo que piensan, pero el porcentaje de embusteros, vendedores de sebo de culebra y de mentirosos es demasiado abrumador. No sé si ocurrirá igual en otros países, para los fines y cometidos de esta crónica, basta y sobra lo aquí ambiente.

¿Qué es lo que aprende como prioridad fundamental de su futuro el recién llegado a la política?: a mentir. Es adiestrado en la gravedad de tonos para, según la ocasión, lanzar el sofisma: solemne si es una idiotez de “Estado”; optimista si revela un “éxito”. O dramático si tiene que rebuscar algún circunloquio con el cual envolver a su oyente o auditorio cautivo, si ya está saliendo de amateur. La mentira es su divisa.

No sólo los legiferantes se hacen llamar políticos. Son los más visibles porque salieron del anonimato eterno de sus pueblos o distritos para dar testimonio de vida, diciendo cualquier cosa, en la capital y desde los miedos de comunicación. En cuanto uno de estos constate la existencia de hablantines les “consulta” para toda naturaleza de eventos. Hay ignorantes ilustres a los que se conocen declaraciones sobre la rotación de la Tierra y, a la vez, acerca del frío en la altiplanicie sureña. La incontinencia, con tal de salir ante cámaras, micrófonos o por escrito, es una tara a la que reputan como virtud.

Para muestra un botón bastante conocido. Cuando el político mentiroso asegura que va a una cita, es casi seguro que ocurrirá todo lo contrario. Ni siquiera pide disculpas o da una excusa atendible, simple y llanamente se zurra en él o los interlocutores. A veces envía en su reemplazo a un asesor, eufemismo simpático para aludir al cargador del maletín lleno de papelería inane o al verdadero investigador de proyectos de ley que cobra la cuarta parte del sueldo asignado porque el parlamentario tiene una querida, un primo y una parte es para él, asignados matemáticamente bajo ese renglón remunerativo.

No causa sorpresa entonces que el público común y corriente odie a los políticos. Los congresistas no son los únicos de esta naturaleza proterva. También los burócratas de alto rango que se hacen esperar horas de horas para, al final del día, comunicar vía sus secretarias que “no pueden atender” o cosas indignantes por el estilo. La devoción a quienes les pagan sus sueldos, es letra muerta.

¿Preparan los partidos políticos a los futuros líderes? En realidad no existen los llamados grupos así. Hay clubes electorales que reconocen amiguismos como estructuras y sociedades plenas en compinches y partícipes de negocios múltiples. Depende el éxito de las gestiones, del adentramiento que tenga cada quien con tal o cual capitoste. Y, además, el asunto camina por montos y de lo que se trata. No es lo mismo una carretera que un contrato de concesión para alguna minera de esas que coimean a diestra y siniestra. Hay un escalafón no escrito de la inmoralidad en Perú. Que todos respetan religiosamente, con Ave Marías y liturgias múltiples. La santidad del delito es arropado con la ley de los abogángsteres, especie que aquí producimos a niveles de exportación.

El joven que adviene a la vida cívica lo hace en términos de profundo desconcierto. Le bombardean el cerebro inculcándole que la política es sucia per se, pero mañosamente no se alude al político mentiroso, fuente cancerosa de esta desviación abominable. Le enciman tildando de infecta a la política, pero le castran la ambición de servir a la patria a través de un ejercicio político limpio y basado en el respeto a los contribuyentes. Es cierto, el 90% de nuestros políticos fue antes cualquier cosa, menos gente dedicada al ejercicio cívico de construir un país. Sin mayor constitución histórica o intelectual, llegado por el fasto de la casualidad del voto, su ejercicio casi es un meretricio porque funda su base de dudosa legitimidad en la dinámica de quien o quienes ejerzan presión para tal o cual cometido. Es obvio que si estamos como estamos, en no poco se lo debemos a las castas políticas con, dijimos antes, honorables y muy raras excepciones.

Si al ladrón, al caco, al criminal, se le engrilleta privándole de libertad por la comisión delictiva de sus actos nocivos, ¿qué se hace con el político mentiroso? ¿se le corta la lengua o se le fusila moralmente? Imprescindible no olvidar que detrás de estos políticos hay una taifa de periodistas, empresarios, publicistas, negociantes, burócratas tan o más inmorales porque cohonestan este juego sucio y perverso.

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

¡Sólo el talento salvará al Perú!

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