Ayer, el ministro de Defensa, Allan Wagner, el que habla de seguridad cooperativa, gerencia por objetivos, la NUBE (ese gaseoso ridículo y palabrero que presume de ser la panacea en el sector), estuvo presente en la inauguración del Museo Andrés A. Cáceres. ¿Sabrá el señor de marras que el Batallón Zepita, uno de los más importantes que condujo el glorioso militar ayacuchano, fue decisivo en la batalla de Tarapacá el 27 de noviembre de 1879, fecha y efemérides que olvidó vergonzosamente de recordar y celebrar la semana pasada? ¿con qué cara, honor inexistente o decencia de algún tipo, pudo ser tan obvio el cinismo de Wagner?

La impostura no deja de ser obvia y tremebunda. La rabanería caviar chilenófila que rodea, envuelve y dicta los textos al ministro Allan Wagner le hace meter la pata casi siempre. Como el ministro jamás supo qué era Defensa, le narraron la fábula de la seguridad cooperativa, invento yanqui del Departamento de Estado luego del 11 de setiembre en Nueva York, para, según ellos, combatir las nuevas formas del terrorismo internacional. Además, está globalizado hasta el tuétano y ha dicho varias veces que la gerencia por objetivos es fundamental en su sector, como si la Defensa constituyera vulgar manejo de guarismos o fichas a las que se pone o saca a gusto y humor del mandón episódico. Obviamente, el mediocre diplomático que siempre fue, a duras penas si cumple un tristísimo ridículo en un sector delicadísimo.

¿Casualidad? ¿hecho fortuito? Olvidarse, como lo hizo Wagner Tizón de Tarapacá y en cambio sí recordar la batalla de Ayacucho, más añeja e igualmente gloriosa como la protagonizada el 27 de noviembre de 1879 en territorio que entonces era peruano, no es un hecho desdeñable ni puede pasarse por alto.

Recordemos el 29 de noviembre de 1985, Allan Wagner Tizón, que entonces era ministro de Relaciones Exteriores y su par chileno Jaime del Valle Alliende, firmaron un acta que motivó los siguiente párrafos lapidarios, entre otros, del recordado patriota Alfonso Benavides correa:

“Me refiero al Punto III que, sobre Revisión de Textos de Historia, como si investigar la verdad y decirla tal como se la piensa pudiera ser criminal, dice así:

“Los ministros estuvieron de acuerdo en poner en práctica, en el más corto plazo posible, un procedimiento que permita en sus respectivos países efectuar una revisión de los textos de historia, a nivel de la enseñanza primaria y secundaria, con miras a darles un sentido de paz e integración”.

Para recusar tan aberrante Acuerdo bastaría meditar sobre la lección que dio José de la Riva Agüero cuando afirmó con rotundidad que “la historia, ministerio grave y civil, examen de conciencia de las épocas y los pueblos, es escuela de seriedad y buen juicio pero también, y esencialmente, estímulo del deber y el heroísmo, ennoblecedora del alma, fuente y raíz del amor patrio”, atendiendo a que el patriotismo se alimenta y vive de la Historia, a que la palabra patria viene de padres y, por ello mismo, que “sobre el altar de la patria y bajo su gallarda llama hecha de ruegos e inmolaciones, de valor y de plegarias, deben existir siempre, como en la ritualidad litúrgica católica, los huesos de los predecesores y las reliquias de los mártires” (La historia en el Perú, Lima 1910).

Desde otro punto de vista cabría tener presente asimismo que las leyes del Perú no prohíben que los peruanos y peruanas de todas las edades, y de todas las condiciones económicas y sociales, lean lo que quieran y saquen sus propias conclusiones reponiendo en el recuerdo a Sebastián Castalion cuando, con esplendidez moral y osadía que llegó a causar asombro, se irguió contra el poder omnímodo del Calvino implacable que quemó a Miguel Servet, no sólo afirmó la frase lapidaria que “no hay ningún mandato divino, aunque se involucre el nombre de Dios, capaz de justificar la muerte de un hombre” sino que, en su célebre Manifiesto de la Tolerancia, escribió en 1551 que “nadie debe ser forzado a una convicción” porque “la convicción es libre” y que “investigar la verdad y decirla tal como se la piensa no puede ser nunca criminal”; filosofando con Huizinga cuando, haciendo reposar su concepto en el poder de la tradición que se hace presente como voces de muertos que asustan a los intrusos y salvan la integridad de los dominios nacionales, aseveró que “historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuenta con su pasado”, con Rande formulándose preguntas sobre el valor moral de la historia como aliada y consejera de la política o con Spengler cuando vinculaba la política exterior a un día de éxitos verdaderos y, reclamando “estar en forma para todo acontecimiento imaginable”, pronosticaba en Años Decisivos que “serán los ejércitos y no los partidos la forma futura del poder” porque éstos “no saben encontrar el camino que conduce desde el pensamiento partidista al pensamiento estadista” y aseguraba que “una nación sin caudillo y sin armas, empobrecida y desgarrada, no tiene siquiera asegurada la mera existencia”; o con los estudios de Toynbee sobre las virtudes de la adversidad, la incitación del contorno, la pérdida de dominio sobre éste, el enmohecimiento de las armas y la eficiencia progresiva de éstas a las que sobreviene la ruina porque su agresividad las agota y se hacen intolerables a sus vecinos, el cisma en el cuerpo social y el cisma en el alma, el ritmo de la desintegración y la pérdida de la autodeterminación, las civilizaciones colapsadas por escépticas en su destino y mohosas en sus instrumentos.

En este filosofar así, meditando la lección de Américo Castro cuando elocuentemente enseñaba que “hay que esforzarse por ver, en unidad de estructura, de dónde arranca y hacia dónde va el vivir”; reparando que en nuestra patria la historia sirve para pintarnos el proceso doloroso por medio del cual se desvió el paso cívico y los dirigentes encargados de iluminar caminos le marcaron rumbos oscuros a la colectividad, me asalta una grave interrogante: ¿Qué razón movió al canciller Wagner a no reconocer la enseñanza de Gustavo Gutiérrez cuando en la Fuerza Histórica de los Pobres, al estudiar la historia de cautividad y liberación de los “cristos azotados de las Indias”, pregona la necesidad de “evitar la amnesia histórica”?

¿Me pregunto si será acaso más provechoso para el Perú sucumbir ante la amnesia histórica –la amnesia que Andrés Avelino Aramburú, el periodista de la defensa nacional como lo llama Raúl Porras, combatía apasionadamente enrostrando a la ciudadanía que hubiera usado las aguas del Leteo que borran los recuerdos de la memoria- que meditar con Jorge Basadre cuando en el prólogo a La chilenización de Tacna y Arica de Raúl Palacios Rodríguez, interrogaba si el Perú podría darse el lujo de esquematizar o dar las espaldas a su larga historia cuando a su alrededor no hay nadie que pisotee la propia y si el Perú podía ignorar que muy cerca era y es muy fácil detectar afanes revanchistas e indicios de avideces?

¿Me pregunto si tal vez resulte dañino para los peruanos borrar toda huella de los versos estremecedores de José Santos Chocano después que sonaron en el empedrado de las calles de Lima las botas del vencedor y manos chilenas arrearon del Palacio de Gobierno la Bandera del Perú?:

Recuerdo que a su lado
mi madre me tenía
aquel siniestro día
en que escuché espantado
sonar el destemplado
clarín del vencedor.
 ¡Escúchalo!- decía
mi madre…Y lo escuchaba, lo escucho todavía
lo escucharé hasta cuando resuene otro mayor.
Por eso hoy me inspira
ese recuerdo henchido de la más santa ira,
los nervios de mi madre son cuerdas de mi lira….

¿Me pregunto si será acaso más provechoso para el Perú sucumbir ante la amnesia histórica que reflexionar sin censuras de ninguna clase sobre los siguientes mandatos de Manuel González Prada: “el hombre que siempre emergió” al decir de Luis Alberto Sánchez, a quien también corresponde el haber proclamado con razón que “algunas catástrofes nos han sobrevenido porque no tomamos en cuenta su lucidez”?

Pero aquí todos se olvidan de la historia, madre y maestra, porque hay que cubrir los mamarrachos que perpetra a diario el señor Wagner Tizón. Además él es socio de Niño Diego García Sayán y Beatriz Merino, de manera que hay que “blindarlo” y las agencias adláteres con odiados dólares y euros cubren muy bien las desatinadas acciones de sus militantes. Y hay periodistas y miedos de comunicación en el infame pacto de no hablar porque si no es así se acaban las pitanzas. Y también el molido que robustece faltriqueras y mentes venales.

Inaugurar o presentarse en un museo que lleva el nombre inolvidable de Andrés A. Cáceres y haberse olvidado de Tarapacá la semana pasada, es una sinverguenzada más a las que nos tiene acostumbrados el cinismo infinito de Allan Wagner Tizón.

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

¡Sólo el talento salvará al Perú!

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