En el continente americano, Haití, Colombia y México acumulan el mayor número de víctimas entre los profesionales de la prensa, y también sufrieron hechos Honduras, El Salvador, Estados Unidos, Perú, Brasil y Guatemala.

La noticia acaba de ser difundida por la agencia EFE y reseña que los países con conflictos bélicos, por supuesto, son los que mayor número de muertes registran, aunque ciertamente, los datos no deben atribuírsele solamente a ellos, pues más bien les corresponden a los invasores y ocupantes, encabezados por los Estados Unidos.

Esos son los datos fundamentales, los cuales mueven al análisis.

Decidirse por la profesión de periodista en el mundo convulso de hoy es como el soldado que se alista y escoge la Ingeniería de Zapadores como su vertiente en el quehacer militar. En tono jocoso, aunque no tan desacertado, algunos afirman que “los zapadores se equivocan dos veces: una cuando aceptan el perfil y otra cuando les explota una bomba mientras tratan de descubrirla o desactivarla”. El quehacer en los medios de comunicación hoy está bastante parecido.

Y se debe a que en el planeta han aumentado no sólo los conflictos, sino también los problemas sociales que sólo son denunciados, casi de manera privativa, por los periodistas. Hay muchos ojos y oídos cerrados en las cúpulas gubernamentales y sus tentáculos de poder.

Olvidemos por un momento a Iraq y Afganistán, y centremos la atención en nuestra región geográfica. ¿Quiénes han sacado a la luz la corrupción de gobernantes de turno en no pocos países? ¿Quiénes han denunciado a los narcotraficantes y a las mafiosos (son la misma cosa) y a otras lacras de la sociedad? ¿Quiénes, si no los periodistas, han convertido a sus medios en tribunas de denunciad contra las injusticias sociales, la marginalidad, el desempleo, la violencia, el robo de los fondos públicos, los sucios manejos de asuntos políticos…?

Esas cifras, por demás muy lamentables, son un reflejo más de la realidad que viven muchas naciones americanas. Y en ellas no están considerados las extorsiones, amenazas, despidos, agresiones y muchas otras acciones coercitivas contra los difusores de la verdad, en el cumplimiento genuino del deber sagrado de informar a los receptores.

Por eso, hacer periodismo de investigación o investigación periodística, como me gusta llamarle a esa variante caracterizada por la indagación, la profundidad y la denuncia de lo oculto, se ha convertido en un verdadero polvorín para quienes laboran en los medios de comunicación de países en los cuales priman esos fenómenos políticos, económicos y sociales ya mencionados.

Las cifras de asesinatos crecen, porque crecen los hechos, y también porque se afianza el compromiso (o la vergüenza) de quienes tienen la posibilidad singular e histórica de dar a conocer los males que aquejan y corroen a las naciones con políticas de gobierno neoliberales.

A eso se suma que las acciones policiales y judiciales contra los que cometen esos asesinatos son cada vez más escasas y perdidas en el tiempo. No basta con las denuncias. Sólo actuando con energía podrían frenarse esos hechos delictivos contra los comunicadores.

Convivimos diariamente con noticias tan dolorosas como el ametrallamiento “por desconocidos” (casi siempre los asesinos no tienen rostros) del conductor de un programa radial al salir de una emisora en Tegucigalpa, la emigración de otros dos que fueron varias veces amenazados de muerte, del fallo perdido por una colega que reclamó ante un tribunal mexicano su derecho a decir la verdad o la muerte por dos balazos en la cabeza de un reportero de un diario en Bogotá.

Un repliegue táctico no sería la solución, como no lo es dejar de sacar a la luz lo oculto. Las respuestas corresponden a los gobiernos y sus instituciones. Y sobre todo al pretendido gendarme norteamericano, que no sólo sitúa sobre un polvorín a los realizadores de la prensa, sino a todos los habitantes del planeta.