El señalamiento de una de las dificultades estructurales de nuestra profesión, la del lenguaje periodístico, puede servir al objetivo de esta nota para preguntarse por el discurso (el informativo, el del poder y el contrahegemónico) y por las formas de lograr el primer y central objetivo de “la búsqueda de la verdad” como necesidad humana y por lo tanto, como
postura ética.

Navegar la contradicción encorsetados en la estructura periodística, es decir, la definición de noticia; la jerarquización de los hechos; la apelación a lo claro, concreto y conciso, y tantas otras “recetas” del escribir periodístico, nos convierten en constructores de la “forma” de un discurso y nos grita la pregunta por el destino final del “contenido”.

Y la pregunta no va dirigida a quién dijo que lo más importante, necesariamente, va arriba en ese discurso periodístico que nos obliga a ser constructores de pirámides invertidas, sino a atacar al poder, a ese Gran Hacedor del mensaje mediático, que impone su discurso y también la forma de reproducirlo.

Y acá nos quiero ver. Porque, de qué otra manera contar la verdad (la de los pueblos) con herramientas tan frágiles como la palabra y el formato informativo.

Las respuestas son muchas y tan variadas como las voces de la resistencia a este mundo globalizado, redondo como la panza del hambre, al que nos condenan los poderosos.

Algunas de ellas son de forma y contenido: medios alternativos o alterativos, prensa propia de las organizaciones populares, medios comunitarios que escapen al monopolio del discurso, agencias de noticias temáticas, entre otras.

Otras individuales y de contenido: no son pocos los periodistas que mantienen su autonomía, su estilo de escritura y hasta el buen capricho de hablar de ciertos temas, a pesar de trabajar en medios masivos y concentrados.

No faltan tampoco los intentos de trabajar en la formación de los futuros profesionales, en facultades y escuelas de periodismo, para que lleguen a la profesión con su espíritu crítico desarrollado, con ese “fuego sagrado” que deberá afrontar los vientos de la precarización laboral y el discurso unificado de los medios.

Pero también hay que pelearle hacia adentro a ese periodista de manual que por más que no esté de acuerdo con algo, muchas veces “porque su profesionalismo así lo indica”, sostiene discursos que no le pertenecen.

Y cuidado, que en cualquier definición apurada del periodista se puede decir que su posición personal no le importa a la gente, que “lo importante es la noticia”, y ahí nomás se despachan con la reproducción de mensajes originados en los centros de poder sin cuestionarse absolutamente nada.

Con todo, hablar de la forma -ese borde que denuncia el contenido- nos deja preguntarnos por el rol que nos cabe como periodistas y, sobre todo, por el sentido de la verdad que, decíamos al principio, es nuestra búsqueda ética.

Las respuestas que puede dar nuestra conciencia, también estarán -y no es casual usar esta palabra- mediatizadas por las consecuencias de nuestro hacer cotidiano sumado a ese cuerpo de valores y el convencimiento de que este mundo puede ser mejor y que hay que
cambiarlo.

El problema sigue siendo, por lo menos en estas líneas, el de romper con la pirámide invertida de representación de la realidad para poder decir con verdad.

Lejos ya el piolín de la alegoría del título, tironeemos de él un poco más para denunciar a la pirámide como una tumba que el poder construyó (“¡esto no es noticia, señor!”) para enterrar la verdad.