La relectura de la histórica carta que dirigió Seattle, jefe de la tribu Suwamish al presidente de los Estados Unidos contiene una hermosa proclama por la conservación de la naturaleza y los recursos naturales. Fue escrita hace 152 años pero aún conserva su fuerza argumental y la frescura de un fruto silvestre. La carta contiene varios principios ecológicos y éticos que se halla implícitos en un texto hermoso, vibrante y humano, en él se traduce la sabiduría ancestral que guía la relación hombre-naturaleza de su comunidad y que, por cierto, es muy distinta de aquella que inspiró a la civilización industrial.

“Habéis de saber – dice Seattle – que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada niebla en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y experiencia de mi pueblo”. Cada hombre de la tribu y más aún, cada ser vivo e inerte de la naturaleza es entendido y tratado en la consmovisión del gran Jefe como parte del conjunto armónico que es la naturaleza, cuando afirma: “somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros”.

La comprensión de los ciclos biogeoquímicos de la materia en los ecosistemas que constituye un aspecto básico de la ecología moderna, se deja entrever en la sabiduría y admonición de quien sí sabe como enseñar a sus hijos, cuando dice: “Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies, es la ceniza de los abuelos. Debéis enseñar lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra, afecta los hijos de la tierra”. Con ello revela la posición de los seres humanos como seres emergentes de madre naturaleza y la sabiduría ancestral para coexistir en forma armónica con el entorno natural.

El homo consumens pleno de arrogancia y falsa superioridad, convertido en “dominador de la naturaleza” constrasta con la modestia del ser emergente, fruto de la tierra y la evolución cuando proclama: “La tierra no pertenece al hombre sino el hombre a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida, es solo una hebra de ella”. Y destaca el inmenso valor del aire, el agua, la flor y el ave… frente al gigantismo industrial que advierte venir con inusitada fuerza destructiva representada en la figura del “humeante caballo de vapor” con el que advierte la llegada del maquinismo de la “modernidad”.

La interdependencia de los seres de la comunidad biológica está presente en el pensamiento de Seattle en la expresión: “Si todos los animales hubiesen desaparecido, el hombre morirá…porque todo lo que ocurre a los animales pronto habrá de ocurrir al hombre, todas las cosas están relacionadas entre sí. Los hombres blancos también pasarán. Talvez antes que las demás tribus”.

La contaminación del ambiente, subproducto de la sociedad de consumo, fue ya avizorada hace un siglo y medio por el “salvaje” piel roja. Sus palabras tienen el sabor de una sentencia cuando dice: “Si contamináis vuestra cama moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios. El hombre blanco parece no sentir el aire que respira”. ¿Acaso no está pasando esto con la civilización industrial y la sociedad de consumo que ha contaminado el aire, el suelo y el agua?

Settle, erigido por su tribu en portavoz de su pueblo, defiende ardorosamente la paz de la naturaleza y los valores de su cultura; se manifiesta incapaz de entender la forma de ser y de actuar del hombre blanco porque “Es un extraño que llega por la noche a sacar de la tierra lo que necesita. Porque la tierra no es su hermano sino su enemigo. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará detrás de si solo un desierto. Trata a la tierra y al suelo como si fueran cosas que se puede comprar, saquear y vender. ¿Cómo podéis comprar y vender el cielo y el calor de la tierra?” Interroga el Jefe Seattle a la vez que da una lección de ecología, conservación y ética ambiental al presidente del Estado más grande de la Tierra.

Sin pretenderlo se convierte en portavoz de más de media humanidad; llega con su sabiduría, nacida de las entrañas de su pueblo, para condenar el atropello, la explotación, el saqueo de los recursos naturales y los afanes de exterminio de las culturas nativas tanto al norte como al sur del río Grande.

Lectura de la hermosa carta del Jefe Seattle llama a reflexionar sobre la relación entre los seres humanos y la naturaleza en estos tiempos de “modernidad”, cuando se pretender enfrentar los problemas medio ambientales a través de procedimientos de geoingeniería a cargo del complejo tecnológico-ambiental de los países desarrollados, que se está convirtiendo en nuevo negocio a pretexto de atender la “remediación ambiental” en cualquier lugar del planeta.

Sería necesario y conveniente que el presidente de los Estados Unidos y los presidentes del Grupo de los países más industrializados de la Tierra reciban el mensaje del jefe Seattle, tan antiguo pero a la vez tan vigente.

El pensamiento Seattle coincide con la cosmovisión de los pueblos indoamericanos que se sintetiza en la Madre Tierra y sus tres formas diferentes de ser: es origen de la vida, recibe la semilla y la hace germinar. Si de la tierra venimos y a la tierra vamos, ¿acaso no nos mata cualquier crimen que contra ella se comete?

Estos hermosos textos resumen la sabiduría de los pueblos de América, sabiduría desarrollada en miles de años de convivencia con la Tierra y los seres que la conforman; recuerdan que en ella radican los principios básicos del bienestar, la armonía y la belleza. Es la proclama más sentida por la conservación del planeta y el uso racional de los recursos naturales que lleva implícito un mensaje de ecología y ética ambiental que antecede a los conservacionistas norteamericanos Aldo Leopold, Raquel Carson y Paul Ehrlich y al pensamiento y la acción de Francisco “Chico” Méndez en nuestra América Latina.

Desde una perspectiva ecológica global los países con alto nivel industrial, de consumo y de acumulación son en verdad países mal desarrollados e insustentables debido a que tienen huellas ecológicas enormes, que se traducen en similares déficits ecológicos, esto les lleva a extraen recursos naturales de todo el mundo y a exportar contaminación con lo cual están poniendo en riesgo a todo el planeta.

La conciencia social de la responsabilidad que tiene la humanidad ante el conjunto de la naturaleza es un principio ético de raíces históricas, a cuyo fortalecimiento aportan la ecológica moderna y la filosofía ambiental en años recientes.