Algún católico invocará a Dios, algún ateo pedirá al Servicio Meteorológico. Pero el agua no es más que eso. Agua. Una verdad sencilla. Tanto como que dos más dos, simplemente es cuatro.

Y tan cierta es la lluvia como lo fue Romero, el ex gobernador y eterno dueño feudal de la provincia. Tan cierta es la lluvia como lo es el desmonte. Tan cierta como que cada árbol arrancado se convierte en miles de trigos, maíces y sojas.

Los suelos, y esto también es una verdad de jardín de infantes, no son todos iguales. Los suelos salteños son diferentes a los pampeanos. Aquellos son áridos, duros, arenosos. Necesitan de las selvas montanas que los protejan del sol y les cuiden de una mínima humedad para sobrevivir.

Desmontar es desertificar. La tierra se trajea de cemento y ya no bebe agua. Garganta reseca y labios cocidos para la buena pachita.

Saben de esto los guaraníes de la zona. Tratan la tierra en forma diferenciada y cuidada. También lo saben los empresarios argentinos, españoles, norteamericanos. Señores oriundos de la patria del capital, que invierten monedas manchadas de miseria y hambre en nuestras provincias.

¡Pero no es nuestra culpa!, alegarán desde sus lejanas oficinas. No es nuestra culpa si la tierra no responde de la misma manera en Salta que en Santa Fe. No es nuestra culpa que el barro chaqueño difiera del puntano. Claro que no. Ellos necesitan convertir sus dólares en granos. Sus granos en dólares. Luego en más tierras, más granos y más dólares. Lo que sucede alrededor son meros efectos colaterales.

No es su culpa si por allí pasa el Pilcomayo. No es su culpa si los brazos del río no pueden contener las autopistas demoledoras de piedra, agua y lodo que bajan de los cerros.

Los lugareños a eso le llaman león. Cuando el río crece y truena, ruge como un león. Este león antes era contenido por los montes y los sabios canales de riego indígenas.

Hoy los empresarios no necesitan de esos canales, ni de esos montes. Romero tampoco los necesitó cuando entregó vilmente las tierras. Hoy los salteños, los que viven en comunidades pobres de billetes, dependen desesperadamente de las migajas que el gobierno arroja desde helicópteros.

La Federación Agraria Argentina publicó un informe con algunos fríos números. La cantidad de empresas agropecuarias productivas se redujeron en un 21 por ciento. Este año, por el contrario, el 10 por ciento de los productores concentran el 50 por ciento del uso y tenencia de la tierra.

Ese noticiado boom del agro con el que se embanderan los protegidos de este sistema, trasluce que la concentración de capitales se apila cada vez menos manos. Mientras los estómagos hambreados se siguen contando de a millones.

Nada ha cambiado desde los milicos hasta acá, le dice un parroquiano de bar a otro con el que comparte la mesa. Lo afirma con el tono seguro de las verdades repetidas.

Cómo la verdad que susurra que las consecuencias las pagan siempre los mismos. Esos que ahora tienen la mitad del cuerpo bajo el agua. Y tratan de zafar nadando entre semillas de Cargill y Monsanto.

Dos sociedades anónimas que se dedican a escribir certificados de defunción transgénicos. Arruinando los campos, determinando las siembras y negando a quienes que necesitan las tierras para sus pequeñas producciones de subsistencia.

Mientras tanto, para los grandes medios de comunicación la noticia ya se terminó. Los cronistas tomaron los aviones de vuelta y Santa Victoria Este recién volverá a ser noticia cuando la lluvia regrese.