Cuánta fuerza para apretar las palabras, para no permitirse el error de pronunciarlas...
De día o de noche, los dientes rechinan, se frotan uno sobre el otro, se transforman en brutales rejas para ese grito que forcejea, desde la garganta, para poder salir.

Esas contracciones rítmicas, repetitivas y violentas de los músculos son inconscientes e
incontrolables. Pareciera que la asfixia, la ansiedad y la impotencia del encierro ayudan a
que el bruxismo vaya limando la dentadura y genere intensos dolores de cabeza, de oídos
y de cuello.

Tanto en el manicomio como en la cárcel son consideradas instituciones totales, en donde
el poder se muestra de la manera más manifiesta y brutal. Encerrar a una persona no es
solamente encerrar su cuerpo, es encerrar su historia, su identidad, sus deseos. No es sólo
privarle de salir, sino de alimentarse, de escuchar música, de leer, de aprender, de hacer el amor, de sentir placer. La prisión es quizá “la manifestación de poder más delirante que uno pueda imaginar ”.

Mientas tanto, a los considerados delirantes o locos se los encierra en otra institución total: el hospital psiquiátrico. “El hospicio de alienados, bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a los penales” que “lejos de ser asilos, son cárceles horrendas ”.

En el marco de esta “política de criminalización de la miseria”, se escuchan por los pasillos de aquél hospital psiquiátrico, que "al manicomio entrás por loco, pero te quedás por pobre". Lapidaria forma de sintetizar el destino de quien permanece encerrado por la sencilla razón de no tener a dónde ir. Y vive obligado a negar “cualquier idea, cualquier acto, cualquier aspiración autónoma que pudieran permitirle sentirse siempre vivo. Se convierte en un cuerpo vivido en la institución y por ella, hasta el punto de ser asimilado por la misma, como parte de sus propias estructuras físicas”.

¿Quién no tiene voz?

Escuchamos hasta el hartazgo a comunicadores que se jactan de ser la voz de los que
no tienen voz, periodistas que se pretenden representativos, que hacen profesión de hablar
en nombre de otros, que se apropian (sólo por el tiempo que dure la noticia) de voces que
nunca le pertenecieron.

Nos cansamos de destrozar a la Teoría Hipodérmica de la Comunicación, de decir que los mensajes no pueden inyectarse y que “el otro” en la comunicación no puede ser entendido
como un mero depositario sin redes conceptuales propias para resignificar esa información.
En este esquema de poder, muchos periodistas que se creyeron la historia del cuarto poder y que se posicionaron como dueños del conocimiento hacen visitas guiadas por las instituciones totales, fetichizan el encierro y se constituyen como un engranaje más de la despersonalización de las personas privadas de la libertad.

Y como si fuera poco, algunos comunicadores se vuelcan a trabajar irrespetuosamente en instituciones totales: les quitan una vez más el poder de la palabra y construyen medios-mediatizados y no propios. Dicen “ahora Juan les va a contar qué le pareció la película Ciudad de Dios” y no es Juan quien, directamente, libera su mandíbula y dice lo que quiere. Los dientes siguen apretados, porque las voces continúan tercerizadas, concesionadas,
intermediadas.

En ese sentido y con total honestidad, el periodista francés Pierre de Zutter, evalúa su
experiencia de cinco años de trabajo en zonas rurales de Perú y reconoce que había estado
escribiendo por los campesinos, en nombre de ellos, en lugar de ellos. Se había convertido en un intermediario sólo sustituible por otro intermediario de sus mismas características.

Es decir, el periodista no había dejado ninguna capacidad instalada en las personas de esa comunidad para ellos puedan obrar por sí solos y, por lo tanto, seguirán dependiendo de alguien que les vuelva a dar voz por un rato.

Estrellados

Mientras el periodista-estrella sueña con transformarse en un intermediario insustituible, los otros comunicadores (los que se estrellaron con la realidad y hacen intentos para incidir en ella) seguramente se animan a la aventura de construir –junto con otros- medios genuinos.

Para eso, hay que estimular las capacidades de comunicación, recuperar saberes, potenciar capacidades personales y grupales, interrogar nuestras prácticas profesionales, promover espacios de comunicación propia (sin que se inyecte ni deposite nada) y compartir herramientas concretas que permitan generar espacios de comunicación propia.

El desarrollo de estrategias que aborden generen proyectos de construcción colectiva
posibilita la expresión de grupos que nunca van a tener acceso real (no fetichizado) a medios
de información masivos. Y, por tanto, impulsa el protagonismo, la construcción de lazos sociales, la autogestión, la participación, el pluralismo, el pensamiento crítico de la realidad, la recuperación de la identidad; ejes que no son exclusivos de los contextos de encierro y deberían atravesar a todos los proyectos comunicacionales.

En una cárcel o en un manicomio, lo que el comunicador debe hacer es compartir las
herramientas. Aprender a construir junto con otros. Multiplicar aquellos conocimientos e
instrumentos a los que se tuvo el privilegio de acceder, para que todos tengan la oportunidad de expresarse sin intermediarios.

Esto no sólo incrementa la capacidad de las personas para incidir sobre los factores
determinantes de su realidad, sino también permite descubrir en la comunicación propia un
recurso para mirarse a sí mismos e interpelar a la sociedad que los recluyó o marginó.

En el encierro las dificultades se hacen crónicas, el entorno no ayuda a potenciar aptitudes y por lo tanto, las personas pierden sus singularidades. Y la comunicación es una excelente
excusa para ir recuperando esa identidad perdida tras las rejas.

Masajear las mandíbulas trabadas. Propiciar la exhalación de esos gritos aprisionados. Poner la oreja a esas voces silenciadas. La misión del comunicador será entonces aliviar el bruxismo, disminuir esa horrible tensión en los dientes que aprietan enloquecidos de bronca por no poder decir.

Visibilizar, vehiculizar, acompañar. Construir junto con otros. Largar ese micrófono que se aprieta con tanto recelo. Dejar el traje de periodista-estrella y convertirse en un magnífico
actor de reparto. No se trata de darle voz a nadie, sino de hacer audibles sus propias voces.

Dicen jóvenes privados de su libertad: “Necesitamos tener medios de comunicación propios
para poder expresarnos libremente. Es la única manera de mostrar lo que pensamos realmente, y no lo que los medios masivos y la sociedad suponen de nosotros”.

Sólo resta que nosotros soltemos la herramienta. Que no falte mucho (ANC-UTPBA).

(*) Lic. en Periodismo y docente universitaria. Coordinó proyectos de comunicación en el Hospital Psiquiátrico José Esteves de Temperley, Provincia de Buenos Aires, y en el Instituto de Máxima Seguridad Dr. Luis Agote, Ciudad de Buenos Aires.