En cambio, en la radio no alcanza con eso. Hay que poner la imagen en palabras. Contar toda la jugada con detalles, decir que el gol fue contra el arco de Casa Amarilla, que el arquero quedó vencido, de rodillas, como en el confesionario, que el marcador central cruzó a destiempo, que el volante encargado de los relevos hizo una mala lectura de la maniobra, que Palermo fue muy importante aún sin tocar el balón porque generó tal distracción llevándose todas las miradas de los defensores que permitió a Román encontrar el espacio justo y ya se sabe que Román con espacios tiene la impiedad de un sicario.

Y hay que contar que los jugadores se abrazaron como náufragos en un mar de sudor, que el técnico mostró cinco dedos que son los minutos que restan, que la gente saltó como eyectada, quedó flotando como desafiando la ley de gravedad, a diferencia de la hinchada visitante que está velando un muerto...

Ninguna de estas palabras servirá para una jugada posterior. Tampoco servirá para el clásico de la próxima semana, ya que los partidos son como las huellas digitales: no hay dos iguales. El domingo que viene serán otros los protagonistas, diferente la escenografía y también otra será la circunstancia. Yo tampoco seré el mismo.

Vivo de la palabra. La necesito. Es mi alimento. La busco constantemente. Hablo de la palabra precisa como un diagnóstico. A veces la encuentro en un poema guerrillero de Urondo, en la voz doliente de Gelman, en la formidable Carta abierta de un escritor a la junta militar, de Rodolfo Walsh. Puedo encontrar la palabra en el desgarro de Discépolo, en el paisaje bucólico de Calvetti, en la ebriedad de Bukowski o en una cueca de Tejada Gómez. Y en los antipoemas de Nicanor Parra. Y en el humo del cigarro de Haroldo Conti. Y en los gatos nocturnos de Soriano. Y en una canción de Luís Eduardo Aute o del flaco Spinetta.

La palabra anda por la calle, como el polen. Viaja en tren, en subte, se cuelga del estribo de los colectivos, se hace graffiti en las paredes (“Nos mean y la prensa dice que llueve”), supo sublevarse en las tribunas del fútbol (“Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”), reclama justicia (“Ni olvido ni perdón”) y exige memoria (“No se olviden de Cabezas”).

Vivo de la palabra. Y no tengo pudor en buscarla en una novela de Poldy Bird o de Corín Tellado, en las glosas de Héctor Gagliardi, en las páginas del diario deportivo Olé, en el
menú de algún restaurante o en los volantes de ofertas del supermercado chino de mi barrio.

Por estos tiempos asistimos, especialmente desde el periodismo deportivo, a un verdadero
homicidio de la palabra. Por estos días, la palabra anda por ahí depreciada, degradada, ultrajada, deshonrada, mutilada. Yo sigo buscándola. Porque además, si tengo la palabra, puedo gambetear la censura, tirarle un caño a los dueños multimedia, esconderle la pelota al patrón, desalentar con una rabona a los asesinos de los días de fiesta que viven agazapados detrás de la democracia.

Y si aun así me tengo que ir al descenso, como tantas otras veces, me iré. Pero me iré con palabra y todo, para intentar volver en el próximo campeonato, sin importarme que un coro de amanuenses del poder me cante: “vos sos de la B, vos sos de la B ..” (ANC-UTPBA)