¿Hace falta usar esa terminología imperial para referirnos a la devastación moral que la concentración mediática causa en los trabajadores de prensa que de manera creciente tienen que enfrentarse a los diversos -y a veces desconocidos para ellos- intereses de los propietarios de los medios, grandes jugadores en el tablero político del país?

Para los gobiernos de turno, la alianza con los medios resulta imprescindible porque, más allá de los enfrentamientos circunstanciales, ambos se potencian y se retroalimentan: unos asumiendo el rol de ofendidos y los otros de perseguidos, de aliados o de supuestos enemigos. De otro modo, no se explicaría la existencia misma de los multimedios, ni la escandalosa vigencia- casi treinta años después -de la nefasta ley de radiodifusión de la dictadura.

En realidad, los periodistas como viven atrapados en la densa red que las corporaciones multimediáticas vienen tejiendo desde los ´90 en adelante cuando, entre nosotros, el auge del neoliberalismo convirtió en dueños de medios de comunicación a empresarios textiles, hoteleros, concesionarios viales y de aeropuertos, banqueros, diputados, senadores y toda clase de inversores nacionales y extranjeros. Circunstancias que alguna vez le hicieron decir al colega Nelson Castro: “En nuestro país, hasta el cartel de Cali podría ser dueño de un canal de televisión.” Lógicamente, si así fuera, la “inexplicable” prórroga por diez años de la explotación de las licencias de los medios audiovisuales dictada por la actual administración también lo hubiera incluido.

En ese marco, ¿cómo puede un redactor abordar libremente la evolución de un sector económico donde el holding o sus altos ejecutivos tengan comprometidas inversiones? La expansión de los cultivos de soja transgénica, el futuro de los biocombustibles no serán temas para analizar con “independencia técnica”. Igualmente estará vedado incursionar en la estrategia que desarrollan los fondos de inversión extranjeros –pueden tener parte del paquete accionario del medio- ni ocuparse de los juicios seguidos por las concesionarias de servicios públicos contra la Argentina en el CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones).

Entre los testigos argentinos a favor de las privatizadas figuran ex jueces y funcionarios públicos, algunos de ellos, a su vez, columnistas invitados del medio. También será difícil que use su propio criterio quien deba comentar una obra de teatro o una película producida por su empresa ni sobre la programación del canal del grupo. Igualmente improbable será que condene el nivel deplorable alcanzado por la guerra televisiva, donde los daños colaterales no dejan ileso a nadie. Vaya paradoja: en un país donde la ley no admite la pena de muerte, los programas de mayor rating giran alrededor del gozoso “ fusilamiento” de sus participantes bajo la sentencia pública en forma de nominación.

En suma, los periodistas profesionales corren el riesgo de ser marginados de cualquier tema donde la corporación para la cual se desempeñen juegue fuerte, sin olvidarnos, por supuesto, del negocio del deporte, donde los aspirantes a “Berlusconis” del subdesarrollo vienen floreciendo cada día más.

Claro que los holdings mediáticos no son el único terreno donde el periodista se ve obligado entablar una dura y desigual lucha por la independencia profesional. Por suerte, a la concentración ha seguido, como la sombra al cuerpo, el surgimiento de medios de comunicación alternativos, independientes, no monopólicos, que deben seguir creciendo en tanto sean expresiones reales del derecho a la información y bastiones de la identidad nacional junto a los medios públicos, cuyo aporte en la batalla de ideas que se despliega en nuestra época es decisivo. La prensa alternativa, si lo es verdaderamente - y hablo desde mi experiencia en la dirección de un periódico cooperativo – es un espacio para que escriban y hablen los protagonistas, los que dirigen, actúan y luchan en todos los niveles de la vida nacional, para que la palabra vuelva al pueblo (ANC-UTPBA).