En declaraciones públicas, el casi saliente primer mandatario dijo que la designación del nuevo presidente de los Consejos cubanos de Estado y de Ministros, no cambiará la política oficial de su administración hacia la Isla. Es decir, que la mayor de las Antillas solo puede esperar de la Casa Blanca hostilidad, agresiones, injerencismo y cerco.

Todo tiene su explicación, desde luego. En La Habana no se cumplió uno solo de los propósitos destructivos de los círculos reaccionarios norteamericanos.

La salida de Fidel Castro de sus cargos oficiales resultó natural, fluido, sin escándalos, inestabilidad o caos. Una prueba clara de que la Revolución Cubana constituye un proceso institucionalizado, y que los ciudadanos de la ínsula no concuerdan con la idea de W. Bush de darle marcha atrás a la historia local.

El díscolo Presidente de los Estados Unidos se quedó con su saco lleno de irrealizables deseos de guerra, violencia, destrucción e imposiciones a viva fuerza.

Porque ciertamente, el consenso interno en la Antilla Mayor no apunta precisamente en el sentido de soliviantar la obra revolucionaria, sino en el de hacerla más efectiva, más alejada de decisiones burocráticas, más objetiva, y por tanto, más profunda, más fuerte y más perdurable.

En torno a ese particular se han pronunciado millones de cubanos que saben que el país nunca saldrá verdaderamente adelante en las manos de Washington ni con gobiernos que acudan a la embajada de USA a escuchar y admitir directrices.

¿Que W. Bush y sus acólitos se incomoden? ¿Que se nieguen a tratar a Cuba como un estado libre, independiente y dueño de su destino?

No resulta nada nuevo para los cubanos en su ya larga historia de confrontación tejida por las ambiciones del Imperio.

En todo caso, confirman que habrá que seguir luchando con el peso de la agresividad enemiga sobre la cabeza, y en todo caso debe hacernos más tenaces, más audaces, más precisos y más realistas.

Agencia Cubana de Noticias