El refrán dice que quien siembra vientos, cosecha tempestades. Y lo ocurrido la semana pasada, con declaraciones destempladas del canciller chileno Alejandro Foxley sobre textos peruanos, no son gratuitas o se le ocurrieron al diplomático de marras porque sí. ¡De ninguna manera! Tienen un precedente que hay que recordar, aunque sea amargo hacer remembranza de las cuotas de mediocridad claudicante y estupidez a que pueden llegar algunos tagarotes despreciables cuya única habilidad estriba en ser mamones consuetudinarios del Estado. El país del sur, simple y llanamente, está cobrando la factura al inefable Allan Wagner Tizón, símbolo entreguista y regalón recurrente.

¿Será pura casualidad que a Foxley “alarme” la difusión entre nuestros escolares sobre la demanda ante la CIJ? ¿O, es más bien temor, que ello encamine y pavimente, lo que es obvio, justo y necesario, al conocimiento ulterior del detalle de los crímenes cometidos contra los peruanos por los invasores chilenos entre 1879-1883? ¡Por eso han pretendido, siempre, re-escribir la historia! Y para ello, las complicidades ignaras, incapaces de sentir el alma de la peruanidad, fue siempre bandera traidora en cierta gentuza que aceita miedos de comunicación para disimular sus crímenes.

Los silencios sólo revelan el estertor de almas mediocres que no se atreven a señalar a los apóstatas, sus pecados y bajezas. El dinero puede más porque compra conciencias, gratifica sahumadores profesionales desvergonzados y genera círculos viciosos de pobres diablos que se alaban entre sí y aúllan sus pretendidas cualidades. Y cuando la pezuña bestial apriete el gaznate, los primeros en coludirse con los invasores, como en 1879-1883, serán estos monigotes de poca o ninguna monta.

Leamos lo que se dijo el 14-2-2007 en, Aberraciones de Allan Wagner:

Recordó en días pasados, en buidas palabras de exacta puntualidad, don Manuel Jesús Orbegozo, que en noviembre de 1985, el entonces canciller Allan Wagner Tizón y su par chileno, Jaime del Valle Alliende, firmaron un Acta reprobable y que, con no menos energía, condenó en su oportunidad el patriota Alfonso Benavides Correa (hoy atravesando muy delicados momentos de quebrantada salud a sus 83 años) en su opus magna, Una díficil vecindad, diciendo lo siguiente:

“Me refiero al Punto III que, sobre Revisión de Textos de Historia, como si investigar la verdad y decirla tal como se la piensa pudiera ser criminal, dice así:

Los Ministros estuvieron de acuerdo en poner en práctica, en el más corto plazo posible, un procedimiento que permita en sus respectivos países efectuar una revisión de los textos de historia, a nivel de la enseñanza primaria y secundaria, con miras a darle un sentido de paz e integración.

Para recusar tan aberrante Acuerdo bastaría meditar sobre la lección que dio José de la Riva Agüero cuando afirmó con rotundidad que “la historia, ministerio grave y civil, examen de conciencia de las épocas y los pueblos, es escuela de seriedad y buen juicio pero también, y esencialmente, estímulo del deber y el heroísmo, ennoblecedora del alma, fuente y raíz del amor patrio”, atendiendo a que el patriotismo se alimenta y vive de la Historia, a que la palabra patria viene de padres y, por ello mismo, que “sobre el altar de la patria y bajo su gallarda llama hecha de ruegos y de inmolaciones, de valor y de plegarias, deben existir siempre, como en la ritualidad litúrgica romana católica, los huesos de los predecesores y las reliquias de los mártires”. (La historia en el Perú, 1910)

Desde otro punto de vista cabría tener presente asimismo que las leyes del Perú no prohíben que los peruanos y peruanas de todas las edades, y de todas las condiciones económicas y sociales, lean lo que quieran y saquen sus propias conclusiones reponiendo en el recuerdo a Sebastián Catalión cuando, con esplendidez moral y osadía que llegó a causar asombro, se irguió contra el poder omnímodo del Calvino implacable que quemó a Miguel Servet, no sólo afirmó la frase lapidaria que “no hay ningún mandato divino, aunque se invoque el nombre de Dios, capaz de justificar la muerte de un hombre” sino que, en su célebre Manifiesto de la Tolerancia, escribió en 1551 que “nadie debe ser forzado a una convicción” porque “la convicción es libre” y que “investigar la verdad y decirla tal como se la piensa no puede ser nunca criminal”; filosofando con Huizinga cuando, haciendo reposar su concepto en el poder de la tradición que se hace presente como voces de muertos que asustan a los intrusos y salvan la integridad de los dominios nacionales, aseveró que “historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuenta con su pasado”, o con Ranke formulándose preguntas sobre el valor moral de la historia como aliada y consejera de la política o con Spengler cuando vinculaba la política exterior a un día de éxitos verdaderos y, reclamando “estar en forma para todo acontecimiento imaginable”, pronosticaba en Años Decisivos que “serán los ejércitos y no los partidos la forma futura del poder” porque éstos “no saben encontrar el camino que conduce desde el pensamiento partidista al pensamiento estadista” y aseguraba que “una nación sin caudillo y sin armas, empobrecida y desgarrada, no tiene siquiera asegurada la mera existencia”; o con los estudios de Toynbee sobre las virtudes de la adversidad, la incitación del contorno, la pérdida de éstas a las que se sobreviene la ruina porque su agresividad las agota y se hacen intolerables a sus vecinos, el cisma en el cuerpo social y el cisma en el alma, el ritmo de la desintegración y la pérdida de autodeterminación, las civilizaciones colapsadas por escépticas en su destina y mohosas en sus instrumentos.

En este filosofar así, meditando la lección de Américo Castro cuando elocuentemente enseñaba que “hay que esforzarse por ver, en unidad de estructura, de dónde arranca y hacia dónde va el vivir”; reparando que en nuestra patria la historia sirve para pintarnos el proceso doloroso por medio del cual se desvió el paso cívico y los dirigentes encargados de iluminar caminos le marcaron rumbos obscuros a la colectividad, me asalta una grave interrogante: ¿Qué razón movió al canciller Wagner a no recoger la enseñanza de Gustavo Gutiérrez cuando en la Fuerza Histórica de los Pobres, al estudiar la historia de cautividad y liberación de los “cristos azotados de las Indias”, pregona la necesidad de “evitar la amnesia histórica”.

¿Me pregunto si será acaso más provechoso para el Perú sucumbir ante la amnesia histórica –la amnesia que Andrés Avelino Aramburú, el periodista de la defensa nacional como lo llamó Raúl Porras, combatía apasionadamente enrostrando a la ciudadanía que hubiera usado las aguas del Leteo que borran los recuerdos de la memoria- que meditar con Jorge Basadre cuando en el prólogo a La chilenización de Tacna y Arica de Raúl Palacios Rodríguez, interrogaba si el Perú podía darse el lujo de esquematizar o dar las espaldas a su larga historia cuando a su alrededor no hay nadie que pisotee la propia y si el Perú podía ignorar que muy cerca era y es fácil detectar afanes revanchistas e indicios de avideces?

¿Me pregunto si tal vez resulte dañino para los peruanos borrar toda huella de los versos estremecedores de José Santos Chocano después que sonaron en el empedrado de las calles de Lima las botas del vencedor y manos chilenas arrearon del Palacio de Gobierno la Bandera del Perú?

Recuerdo que a su lado
mi madre me tenía
aquel siniestro día
en que escuché espantado
sonar el destemplado
clarín del vencedor.
 ¡Escúchalo!- decía
mi madre… Y lo escuchaba, lo escucho todavía
lo escucharé hasta cuando resuene otro mayor.
Por eso hoy que me inspira
ese recuerdo henchido de la más santa ira,
los nervios de mi madre son cuerdas de mi lira…..

¿Me pregunto si será acaso más provechoso para el Perú sucumbir ante la amnesia histórica que reflexionar sin censuras de ninguna clase sobre los siguientes mandatos de Manuel González Prada, “el hombre que siempre emergió” al decir de Luis Alberto Sánchez, a quien también corresponde el haber proclamado con razón que “algunas catástrofes nos han sobrevenido porque no tomamos en cuenta su lucidez”?

“Chile, como el tirano que mataba a sus mujeres y después saciaba en el cadáver su apetito de fiera con delirio genisiaco, chupó ayer nuestra sangre, trituró nuestros músculos, y quiere hoy celebrar con nosotros su contubernio imposible sobre el polvo de un cementerio. No creamos en la sinceridad de sus palabras ni en la buena fe de sus actos; hoy se abraza contra nosotros, para con la fuerza del abrazo hundir más y más el puñal que nos clavó en las entrañas. Dejemos ya de alucinarnos; en nuestro enemigo el hábito de aborrecernos se ha convertido en instinto de raza. En el pueblo chileno, la guerra contra el Perú se parece a la Guerra Santa entre musulmanes; hasta las piedras de las calles se levantarían para venir a golpear, destrozar y desmenuzar nuestro cráneo. Chile, como el Alejandro crapuloso en el festín de Dryden, mataría siete veces a nuestros muertos; más aún: como el Otelo de Shakespeare, se gozaría en matarnos eternamente. Aquí, alrededor de estos sepulcros, debemos reunirnos fielmente no para hablar de confraternidad americana y olvido de las injurias sino para despertar el odio cuando se adormezca en nuestros corazones, para reabrir y enconar la herida cuando el tiempo quiera cicatrizar lo que no debe cicatrizarse nunca. Tenderemos la mano del vencedor, después que una generación más varonil y más aguerrida que la generación presente haya desencadenado sobre el territorio enemigo la tempestad de la asolación que Chile hizo pasar sobre nosotros, después que la sangre de sus habitantes haya corrido como nuestra sangre, después que sus campos hayan sido talados como nuestros campos, después que sus poblaciones hayan ardido como nuestras poblaciones. Entretanto, nada de insultos procaces, de provocaciones insensatas ni de empresas aventuradas o prematuras; pero tampoco nada de adulaciones y bajezas, nada de convertirse los diplomáticos en lacayos palaciegos, ni los presidentes de la República en humildes caporales de Chile”. (Páginas Libres)

¿Me pregunto, finalmente, si será acaso más provechoso para el Perú dejarse ganar por la amnesia histórica o releer esta prosa sin eufemismos, quemando naves, y calar estos pensamientos robustos y actuales que aparecen en El tonel de Diógenes?”

A este disparate anti-histórico quiso conducirnos Allan Wagner Tizón, hoy ministro de Defensa que encubre, con torpeza monumental de iletrado ante el pueblo, a un viceministro traidor, palaciego y miserable como Fabián Novak Talavera. ¡Vergüenza!

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

¡Sólo el talento salvará al Perú!

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