Hasta que una mañana uno se despierta, se mira al espejo y un melancólico fatalismo te embolsa las ojeras. Y te das cuenta que estás asomado a la balaustrada de la hijoputez. Que el cinismo te obnubiló y te impidió ver la realidad.

Pero convengamos que no todo es culpa nuestra. Convengamos que la realidad es muy difícil de atrapar. Y posiblemente no exista la verdad. Sino una colección de verdades que, a lo sumo, pueden consensuarse. (Tal vez esa verdad consensuada sea uno de los pilares de la democracia [ya sé, ya sé, platónicos abstenerse] y en una sociedad plural no haya otro grial que el del consenso, que no es poco).

Que las miles de operaciones políticas cruzadas -toda nota publicada es, al fin y al cabo, el resultado de una operación política- impiden desmalezar la materia prima de nuestro trabajo. Que los tiempos apresuradísimos de producción atentan contra la calidad de nuestro trabajo -si en gráfica produce resultados trágicos, en televisión supera los límites del absurdo (prueba de esto son los muertos vivos que matan los movileros por culpa del reloj). Que el gobierno de turno te cierra las fuentes si no cooperás, que no te pone pauta oficial si no operás para ellos, que algún líder de la oposición llama a tu trabajo para exigir que vos no cubras más su partido político. Paréntesis: es decir, además de realizar sus propios negocios, encima juegan y ponen en riesgo el trabajo de los demás.

Que cientos de veces acomodamos nuestras palabras a los intereses -la mayoría de las veces no manifiestos, pero que uno los conoce- de las empresas periodísticas que nos pagan los sueldos.

Y además de los cientos de “qués” ajenos, se suman algunos propios, ¿no? Por ejemplo: Que a veces no queremos ver lo que no queremos ver. Que tenemos nuestra mirada teñida por nuestras propias convicciones, por nuestra ideología (ésto en el mejor de los casos) o por nuestros propios intereses, ya sea un ascenso, un reconocimiento social o simplemente obtener una primicia que nos catapulte a algún Olimpo del periodismo nacional. Eso, cuando no nos cae simpático un operador de prensa, un candidato político o, sin más, el divismo nos obnubila y nos hace ver lo que nos conviene ver. Como resume el gran lema estético: “que la verdad no te arruine una buena nota”.

Nadie menor de 30 años y con más de cinco años en el oficio puede desautorizar mis palabras, ¿no? Sólo a riesgo de desandar el escarpado camino del cinismo y tomar por el fácil atajo de la hipocresía.

Por estas razones es que cuando me pidieron una columna sobre el periodismo y la verdad, puse mis reparos para escribir sobre este tópico. Qué podía escribir yo que no creo en la verdad y a veces tampoco creo demasiado en el periodismo. Es decir no creo en “El Periodismo”.

Esto dicho, incluso siendo conciente de que las empresas periodísticas tienen un rol a jugar en la democracia. Ahora bien, hay algo en lo que sí creo.

Mi credo tiene como centro a los periodistas. Es decir, a esos hombres y mujeres que trabajan, que creen, que se aferran a una técnica -acaso último recurso válido en donde se esconde una utopía herrumbrada- y que defienden a capa y espada la honestidad de sus propias equivocaciones y de algunos pocos aciertos. Mi credo tiene como centro a esos hombres y mujeres que viven y trabajan como inválidos en un desierto (ANC-UTPBA).