En la sociedad de la información, parece haberse aceptado, de alguna manera, que el principio de incertidumbre de Heisenberg también puede aplicarse al periodismo: como ocurre en física, el observador modifica con su presencia lo observado, no hay neutralidad posible. Y esa incertidumbre no es más que la admisión de que este oficio, que implica lectura, escritura, discurso, investigación e interpretación, es centralmente, producción de subjetividad e intervención política.

Sin embargo, la situación actual de la praxis periodística en tanto comunicación crítica, debe afrontar múltiples desafíos. Gigantescas cantidades de información imposibles de procesar circulan a través de las redes que envuelven el mundo, con la ansiedad eléctrica del denominado “tiempo real”, el tiempo de las pantallas encendidas, que reemplazó a las demás temporalidades, y va puntuando con sus instantes fabricados, siempre urgentes e inaplazables, nuestras vidas, en un continuo sin cesuras. Lo importante y lo accesorio, lo verdadero y lo falso, el pasado y el presente giran en un movimiento browniano de partículas que no decantan nunca, nos rodean y confunden. Paradojas de la sobresaturación de inmediatez: lo más cercano se convierte en lo más lejano.

Los medios son la manifestación más perfecta y a la vez la experiencia concreta y cotidiana de la sociedad del espectáculo, sobre la que teorizó Guy Debord hace 40 años.

El concepto de espectáculo, definido como “una relación social entre personas mediatizada por imágenes”, no sólo se ha confirmado en el exacto sentido previsto por Debord, sino que ha expandido su dominio en una magnitud extraordinaria.

“A menudo se prefiere hablar, más que de espectáculo, de ‘medios de comunicación’”, escribió Debord en 1988, observando que “con eso se pretende designar un simple instrumento, una especie de servicio público que administra con imparcial ‘profesionalidad’ la nueva riqueza de la comunicación entre todos debida a los mass media; comunicación que ha accedido finalmente a la pureza unilateral, donde la decisión ya tomada se deja admirar tranquilamente”.

Sin embargo, nos hace notar Debord, a través de ese “servicio”, “lo que se comunica son órdenes; y no deja de ser muy armonioso que quienes las han impartido sean los mismos que dirán lo que opinan de ellas”.

Estas órdenes vienen incorporadas en las imágenes y los relatos que se nos presentan como “valores de verdad” mediática: la credibilidad como imperativo categórico. Y es a los periodistas a quienes se les pide que las produzcan, gestionen y hagan circular. Es a los periodistas a quienes se les exige que acepten los silencios inexplicables y el desfasaje entre la información que se recibe y la que se publica. Somos, aunque no nos agrade admitirlo, parte del sistema de amplificación del espectáculo.

Así es como, bajo el disfraz de las “agendas democráticas”, los dueños de la prensa corporativa, que son quienes dan empleo a la mayor parte de los periodistas en todas partes, pretenden que nos olvidemos de que la única lógica a la que responden y a la que rinden pleitesía infinita es a la de la mercancía. Quieren que aceptemos su actual modalidad de existencia (espectacular, concentracionaria, monopólica, consagrada al lucro privado), su modo de funcionamiento interno (contrario a la sindicalización, al debate y a la democratización de los contenidos y la línea editorial) y su posición (autodesignados depositarios únicos y privilegiados de las libertades de expresión e información) como “bienes indispensables” para la vida de una sociedad democrática. Sociedad a la que además de pedirle, cuando la ocasión lo requiere, que se haga cargo de sus deudas privadas, le solicitan también a cada momento que compre y trague obedientemente toda la papilla que le preparan a cambio de tan servicial alivio de obligaciones.

Las exigencias de los medios concentracionarios hacia los trabajadores de prensa son insaciables, pero con un efectivo poder residual de disciplinamiento: si en los ‘90 se les pedía a los periodistas que “se pusieran la camiseta” de la empresa, hoy, son muchos los que se la ponen solos y con gusto, e incluso de un talle más chico. Efectivamente, los periodistas son, más que nunca, empleados. Y a los empleados, como se sabe, no les está permitido disentir con el rumbo que el patrón ha elegido tomar para “su” empresa.

Nadie discute demasiado: se corre el riesgo de quedar afuera del “mercado laboral”, y entonces, gente con buenas intenciones y mejor currículum, que se piensa a sí misma como “progresista”, y probablemente lo sea en esos términos, entiende con claridad y acepta que es preferible internalizar la línea editorial corporativa, hasta el punto de llegar a creer sinceramente que existen esas cosas que se enuncian como la “agenda pública”, los “intereses de la sociedad”, es decir, eso que se suele llamar justamente, el “interés general”, que es en realidad uno muy particular, y no otra cosa que lo que los dueños de los medios, o el entramado de poderes que los sustentan, permiten que circule, que aparezca en la superficie del sistema de medios y se debata. Lo que se llama “instalar un tema.” Sólo que quienes deciden tales “instalaciones”, que suelen tomar la forma de una brutal simplificación, y su dinámica de reemplazo constante, son los beneficiarios directos e indirectos de que la atención de los espectadores se dirija a ese lugar determinado de antemano.

Todo explicado, digerido, masticado, para que “el lector” (oyente, televidente) entienda no lo que ya sabe por sí mismo y ve claramente sin ayuda, es decir, cómo funciona el orden establecido, sino cierta supuesta interpretación abtrusa, oculta, que los medios se avienen a “explicarle”, como si los acontecimientos transcurrieran en un limbo cuya vida secreta sólo estuviera al alcance de “expertos” cuya misión es aclarar lo obvio.

Si tantos se volvieron adeptos a las teorías conspirativas es simplemente por la intuición de una especie de dialéctica: se nos dice que se nos muestra, a través de los medios, todo lo que ocurre todo el tiempo. Pero este mostrar saturado y obsceno sólo puede alimentar las suspicacias de que el sentido de la hipérbole visual es distraernos deliberadamente de aquello que acontece oculto, fuera de la vista, y es verdaderamente importante, en tanto puede ser capaz de cambiar y determinar nuestras vidas. Pruebas de decisiones tomadas en secreto y a espaldas de la sociedad, cuyas consecuencias aún seguimos padeciendo, no han faltado en la historia más reciente del país y del mundo.

En este contexto, las opciones para los periodistas son o muy pocas y módicas, o radicales. La escritura entre líneas, la infiltración de una idea o una frase de contrabando, la introducción marginal de una imagen interdicta, aun cuando en ocasiones son la única manera de manifestar una disidencia, de provocar una pequeña fisura en las monolíticas narraciones vigiladas por los guardianes de la conciencia, es hoy un logro demasiado limitado para compensar la casi completa sumisión de los periodistas a los dictados e intereses de la prensa concentracionaria.

Por otra parte, los periodistas dejaron de ser los únicos emisores o “procesadores” especializados de información. Hoy en día, cualquier ciudadano, con herramientas mínimas, capacidad de observación y análisis, voluntad de participación política y competencia discursiva, puede hacerse oír desde un blog, o publicar un video, y discutir las imposiciones informativas de los grandes medios, llenar sus silencios más significativos. Al punto de que aquellos se están viendo obligados, de manera creciente, a prestar atención a la “blogósfera” y a traducir esas oleadas de información “no oficial” que los superan y, a veces, los cubren por completo.

En otro sentido, los ciudadanos comunes han llegado a tener una práctica de participación política, aprendida por necesidad y en las calles, de la que los periodistas, encerrados en las redacciones y en la lógica de la conveniencia de sus patrones, en muchos casos carecen por completo. Y podría agregarse también la precisión y eficacia políticas con que los movimientos de rebelión armada contra las invasiones imperiales, como la Resistencia Iraquí, utilizan las nuevas tecnologías de la información, por ejemplo, la combinación de video casero e Internet, para informar al mundo lo que los mainstream media tratan de ignorar: de qué modo sus milicias humillan diariamente a los soldados hi-tech del Pentágono haciéndolos volar en pedazos mediante bombas artesanales detonadas por control remoto.

Necesitamos pues encontrar la manera de recuperar la potencia crítica y subversiva de la práctica periodística, transformándola de nuevo -como lo fue en varios momentos de su historia- en un experimento comunicacional desestabilizador para los poderes establecidos. Y una tarea de contra-información, de información alternativa, no puede hacerse, desde luego, desde los medios corporativos y sus determinaciones. A menos que estos sean tomados en sus manos por los periodistas. Que, como las fábricas recuperadas, queden bajo el control de los trabajadores. Pero en el caso de estas últimas, se necesitó el justificativo del quebranto financiero y la insolvencia, en el contexto de la crisis terminal de 2001 para que se acepte una situación que, en otras circunstancias, se hubiese calificado como un “asalto a la propiedad privada” y un “ataque a la libertad de prensa”, tal como ocurrió con la decisión del gobierno de Venezuela de no renovar a los golpistas de Radio Caracas Televisión (RCTV) la concesión para operar una frecuencia propiedad del Estado que ellos ya consideraban como propia.

Quizás sea hora, entonces, de dejar de lado los justificativos, y de exigir, como primera parte de un programa de acción a profundizar, una participación directa de los trabajadores en los mecanismos de toma de decisiones de aquello que se publica, sale al aire, se cubre y sobre lo que se informa, así como de la forma en que se lo hace, de las implicancias políticas de la información. No se puede ignorar que es una proposición por completo modesta.

Algunos podrían acusarla, incluso, de ser reformista antes que revolucionaria. Pero en las actuales circunstancias, nadie debería asombrarse de que se la considere más bien utópica y peligrosa, lo cual no tendría que intimidarnos. Nos asiste la fuerza de ser productores primarios de los insumos que los grandes medios necesitan para asegurar su funcionamiento, pero, también, de ser enunciadores que asumen el riesgo de su palabra en las primeras líneas de los combates, simbólicos y a la vez muy reales, en los que podría estar decidiéndose el destino de la sociedad contemporánea.