En un proceso de casi doscientos años, donde agonizan los sueños de la revolución originaria y el bien común como meta de la vida social, se reproducen las mismas víctimas, siempre indefensas y desarmadas, frente a victimarios reincidentes, que tampoco cambian en el ejercicio del horror. Detrás de los hechos, de la auto exculpación, la impunidad la renegación y otros velamientos de la realidad, surge un fin manifiesto: garantizar con la pobreza la acumulación de la riqueza general (bienes materiales y simbólicos), tras el ejercicio de las servidumbres y de las pasiones agónicas sobre los cuerpos mortificados.

Caminando sobre la lógica que traza el poder (y que llega al extremo de ser legalizada por una mayoría ciudadana, en uno de los desenlaces de la alienación), se articula la práctica y el discurso vigente. Hay una unidad de la verdad sacralizada desde el poder, en los usos de la economía, la religión, la política, la educación y el arte, entre otros indicadores de la vida social. Esa verdad, más que real, fetichizada, se enfrentará diariamente con la conciencia crítica, con el deseo de las pasiones alegres y será impuesta como la voz del amo desde los medios de comunicación masiva. Allí, en un núcleo de fuerza, se fusionan la propiedad privada, la capacidad de decisión y la represión, siempre amenazante.

Nos detendremos aquí: para el discurso del poder en los medios, en especial los masivos, no ocurre el crimen de la pobreza, visto como cosa en sí y no sólo como causa de nuevas realidades morbíficas, aunque el poder no existiría sin tal crimen y tampoco la sociedad donde el poder se asienta y es producido.

Es decir, será separada la pobreza del crimen y a la par la pobreza de la riqueza.

Sólo quedan admitidas como entes autónomos, y no lo que son: las dos caras de un mismo dios, tan cruel como terrenal.

El enunciado de la verdad del poder no podría ser transmitido de manera coherente y eficaz sin el enmascaramiento lingüístico y el travestismo de los conceptos.

Los mecanismos resultarán múltiples: Invertir las responsabilidades; la víctima será culpable del mal, la pobreza, y deudora del bien, la riqueza. A ello se une la visión lombrosiana de los sujetos naturales del delito: los pobres, siempre vagos, ebrios y amorales, y siempre sospechosos de asesinatos, robos, violaciones..., y sin que se reconozca el peso del deterioro social en la comisión de los hechos.

Naturalizar la situación. Su paradigma será “pobres habrá siempre”, apoyado religiosamente en una lectura bíblica del mundo y desde la ciencia a través del Darwinismo social.

Diluir la realidad desde un lenguaje conceptual apócrifo. Así los pobres serán nombrados como “excluidos sociales”, “sectores carenciados” o portadores de “necesidades básicas insatisfechas”.

Quedan entonces fuera del discurso oficial de la verdad el sentido que tiene para el poder la apropiación de los medios de producción, pero también de los medios de vida, con su correlato: la necesidad de mantener la pobreza. El poder sabe, tras los mantos de la historia, que desde la miseria, en su grado de crueldad extrema, tal como la conocemos, no surgen alternativas válidas al capitalismo, visto como la cara real del poder en nuestros días.

Por ello también se ocultará desde los medios, o se minimizará como expresiones aisladas, las luchas de las víctimas por recuperar la dignidad y el dominio de sus cuerpos, enterrando la resignación. El círculo se completa mostrando como delitos los métodos de lucha de los pobres cuando se tornan eficaces.

Deberíamos violentar la realidad para sostener que el móvil general de las conductas es hoy el amor o la satisfacción de la desesperación por la justicia.

Hay una voluntad reiterativa de la historia por sepultar las ilusiones y mostrar al desnudo el espíritu de la época. Lo que tenemos ante nuestros ojos es el interés: que los pobres paguen con sus vidas su deuda con la muerte.

Cuando la vida paga, obligada y con usura, el bien material es el cuerpo, la eterna moneda que sostiene la riqueza.

Podremos hablar entonces de un tiempo desolado y de una sociedad sin piedad, donde los cuerpos se devoraban en vida y las almas se devoraban en muerte.