por Félix C. Calderón

En esta oportunidad, no nos anima la intención de referirnos a la obra de André Malraux, sino a otra cosa. De algo que es objeto de preocupación desde el siglo XX y que no conviene relegarlo, pues conforme nos adentramos en el siglo XXI vemos cómo lo que nos preocupaba antes, es hoy amenaza y puede con el correr de los años convertirse en catástrofe. En suma, se trata de saber hasta donde deberían llevarnos ciertas políticas o comportamientos suicidas que se ejecutan, a veces sin mayor reflexión, en diferentes ámbitos de la actividad humana. Y son de estos límites de los que hablamos, salvo que se crea que le está permitido al ser humano hacer todo lo que le venga en gana.

Vemos que con la civilización el estado de cultura no solo se ha superpuesto al estado de naturaleza, sino que ahora trata de alterarlo sin tener necesariamente en cuenta el delicado equilibrio que regula la interacción entre el mundo orgánico e inorgánico. En ciertos cuarteles científicos, consciente o inconscientemente, se cree que se puede subyugar la naturaleza, modificarla y hasta adulterarla, sin reparar que ningún equilibro dinámico en el universo se modifica aisladamente dada su imbricación con otros de mayor o menor envergadura, dependientes entre sí.

La construcción del acelerador de partículas que está por concluirse en los alrededores de Ginebra (LHC-CERN), se presenta como un formidable paso científico tendente a conocer mejor el comportamiento de las partículas sub-atómicas y así poder explicar las condiciones que siguieron inmediatamente al “big bang”, teóricamente en el origen del universo. Sin embargo, aparte del riesgo igualmente teórico de producir un “black hole” que podría absorber a nuestro propio planeta lo que ha dado pie para que dos abogados interpongan en California una demanda a fin de impedir que entre en funcionamiento ese corredor cuántico infernal, la pregunta que uno puede hacerse es ¿qué sentido tiene fraccionar los protones o neutrones, o jugar con los quarks, leptones o positrones si en última instancia queda la duda acerca de lo que se detecta, en tanto en cuanto puede no ser necesariamente producto de un proceso para recrear la materia, sino más bien una forma de reinventarla sesgadamente? ¿Es a esto que se refirió Jenófanes con el tramado de conjeturas?

Mutatis mutandis, ¿hasta donde nos quiere llevar la biotecnología y la ingeniería genética con la manipulación temeraria de los genomas? La condición humana no da derecho a que la curiosidad científica emparejada con la redención crematística se entrometan artificialmente en el ADN de nuestra especie con el riesgo de alterarlo irreversiblemente so pretexto del desarrollo científico. El clonaje es una aberración a la que los científicos deberían ponerle un límite, como es discutible que se juegue con las células germinales bajo la cobertura aparentemente piadosa de reparar órganos o tejidos. Tampoco hay derecho que se dé carta de ciudadanía al tránsito de los organismos genéticamente modificados (OGM), sin poner el énfasis debido en la seguridad biológica.

Por otro lado, ¿qué es lo que se busca con ciertas investigaciones que apuntan a la prolongación artificial de la vida en quienes sienten la vejez como un naufragio? ¿No se tiene acaso conciencia que ya somos muchos en este planeta cuyo tamaño es el mismo, y que la solución humana de un problema en la naturaleza genera siempre otro peor u opuesto? ¿Qué hacemos con un hábitat al borde la saturación y, por añadidura, esclerosado?

Lo concreto es que mientras que las generaciones de recambio de la humanidad en el mundo en desarrollo se ven anualmente diezmadas a causa de infecciones, en principio, fáciles de curar; la medicina en el mundo desarrollado ha pasado de la etapa noble y altruista de salvar vidas, a otra egoísta y amoral de prolongarla selectivamente. Imaginemos ¿qué pasaría en nuestro planeta si las moscas prolongaran su existencia por tan solo un mes, sabiendo la rapidez de incubación de los huevos de estos dípteros?

Por cierto el derecho a la vida es un derecho inmutable. Pero, es un signo de los tiempos que venga adquiriendo gradualmente aceptación en el siglo XXI el derecho de morir. ¿No es, también, éste un extremo de la sacrosanta dignidad humana? Del concepto de eutanasia pasiva (dejar morir a quien se encuentra desahuciado), se ha pasado por lo menos en cuatro países europeos al de eutanasia activa, que no es otra cosa que ayudar a morir a quien padece de una enfermedad incurable. El reciente caso en Francia de Chantal Sébire ha reabierto el debate entre lo que significa, bajo ciertos requisitos, desconectar a un enfermo terminal para provocar su muerte, o darle una dosis fulminante de pentobarbital que haga posible su “autoliberación”, en vez de llamarlo suicidio. En todo caso, ¿no resulta cualquiera de ellas preferible a la eutanasia clandestina que ha devenido una práctica frecuente en muchos países bajo el velo hipócrita de la compasión?

Y ¿qué decir del grave atentado a la familia que se comete con el embarazo del transexual? Aquí no vemos el genuino mandato de la naturaleza de procrear, sino la manifestación egolátrica de quien solo piensa en sí mismo. ¿Qué hay de la psiquis futura del hijo que se engendra, irreversiblemente perturbada durante la gestación a causa de tener que desarrollarse en un cuerpo que antes libró voluntariamente una guerra química (bombardeo de hormonas) para asemejarse al sexo opuesto?

Al ser el tercer sexo una ficción inventada por el estado de cultura, una cosa es el modelo francés del “pacto civil de solidaridad” que permite a las parejas homosexuales ciertas garantías en cuanto a derechos sucesorios, y otra muy distinta es legitimar la situación aberrante vista hace poco en que quien es considerado legalmente como hombre y hasta luce barba, aparezca en las pantallas de televisión mostrando un embarazo avanzado. Es verdad que funda su derecho en su condición humana, pero inquieta su raciocinio. “Yo veo el embarazo como un proceso y no define quien soy.” “Tener un hijo no es un deseo de macho o hembra, sino una necesidad humana. Yo soy una persona y tengo derecho a tener un hijo biológico.” Argumentos todos ellos comprensibles, pero falaces. En efecto, el embarazo por supuesto que tiene que ver con la maternidad, y esto se aplica a cualquier hembra en la naturaleza. Por tanto, sí define el embarazo genética, sexual y sicológicamente la condición irrenunciable de hembra. Y en cuanto al derecho como persona y a la “necesidad humana”, el problema reside en saber hasta donde se pueden estirar racional y moralmente los derechos del ser humano.

Pues, es lógico que la ciencia atienda y resuelva el problema de la esterilidad que atormenta a las parejas en el sentido heterosexual concebido por la naturaleza, porque es una forma de consolidar la familia que nunca dejará de ser el núcleo básico de toda sociedad humana. Mas, algo muy distinto es que se presten esas tecnologías para el fomento de egoísmos perversos. Con ese criterio, no sería extraño que más adelante un drogadicto haga, igualmente, de su condición humana un derecho, con base en el argumento científicamente probado de que no tiene la culpa de no tener, por razones genéticas, suficiente dopamina en el cerebro, todo lo cual le creería la inescapable dependencia. ¿Por qué no? A fortiori, ¿se tiene idea de lo que puede ocurrirle a la humanidad con la gradual convergencia de la feminidad y la masculinidad hacia el arquetipo del homo androginus, y la desnaturalización de los conceptos de padre y madre? Y las preguntas podrían sucederse sin solución de continuidad en el umbral crujiente de esta heteróclita revolución de la estructura valorativa social a la que asistimos.

Adicionalmente, ¿cómo no preocuparse por el carácter suicida de la economía mundial que se traduce en ahorrar mano de obra e incrementar el gap entre ricos y pobres? Si somos más y los jóvenes tienen menos oportunidades al mismo tiempo que la inestabilidad laboral es mayor, lo previsible es que la violencia vandálica, la migración suicida y la delincuencia transfonteriza de todo jaez proliferen a un grado exponencial. Ergo, el mundo social será cada vez más inseguro y los nuevos flagelos impensados.

En fin, si tenemos en cuenta que el planeta Tierra en tanto organismo viviente del cosmos ha estado sujeto a través de cerca de cinco mil millones de años a la sucesión ininterrumpida de periodos críticos de enfriamiento y recalentamiento en función de la mayor o menor inclinación del eje terrestre, ¿en qué medida la opción del “biofuel”, para citar un ejemplo, es una alternativa sensata si se contrasta con el consumo desmedido de agua y el irracional corolario del encarecimiento de alimentos, llamado a convertirse una fuente incontrolable de violencia? ¿Hacia donde vamos con la proliferación de las megalópolis, la creciente escasez de agua, las ingentes cantidades de basura no biodegradable, o el hiperconsumo frenético de commodities?

Quien esto escribe no tiene por ahora soluciones, solo se circunscribe a plantear ciertos problemas de civilización que tienen que ver con la condición humana. Tampoco creemos que la tengan hoy en día los Estados. Sin embargo, lo que sí parece claro es que la ciencia debe tener límites como, igualmente, debe tenerlo la moral social y la conducta humana. Por cuanto, de no ser así, se estaría dando crédito a que esa propensión sado-masoquista que tienta a la especie humana pase a ser un sino rampante en el destino de una nuestra especie, emparentado con la autodestrucción.