por Félix C. Calderón
2-5-2008

La defensa de los derechos humanos no implica un comportamiento lineal, rígido y monotemático; sino, dialéctico, subordinado a las prioridades del hecho social y, por lo mismo, comprensivo. Si un pueblo sufre los estragos de una dictadura oprobiosa, como es el caso de Zimbabwe, para citar un ejemplo, es indudable que los derechos civiles y políticos tendrán la primera prioridad para aquellas instituciones que en medio del peligro asumen la defensa de esos derechos fundamentales. Sin embargo, cuando se vive en democracia, impera el estado de derecho y se ejercen los derechos fundamentales al extremo de llevar la libertad de opinión a niveles delirantes, son los derechos económicos y sociales los que forzosamente constituyen la primera prioridad, pues pasa a ser preponderante la lucha contra la pobreza masiva y la desigualdad obscena, como diría Nelson Mandela, verdaderos flagelos de la mayoría de los pueblos en los días que corren.

Por otro lado, hay dos formas de defender los derechos humanos. Aquella altruista, dictada por el desprendimiento y sin otra agenda que la de la propia conciencia, de la cual se conocen casos admirables en el mundo. Y otra, egoísta, movida por el interés pecuniario y con una agenda politizada que hace de la defensa de los derechos humanos un medio de vida antes que una causa noble por la cual inmolarse. Mientras que en el primer caso los derechos humanos pasan a ser una filosofía de vida y, lógicamente, suscitan la empatía popular; en el segundo, se convierten en mercancía y, por ende, en objeto de manipulación política, al margen del interés popular.

Dicho lo anterior, a continuación vamos a examinar el reciente escándalo provocado por Aprodeh desde dos ángulos distintos. El primero centrado en el contenido de la comunicación que dirigió el pasado 22 de abril a los europarlamentarios, al margen de los errores de redacción o sintaxis. Y, el segundo, más actual y de interés nacional, relacionado con la práctica internacional que se sigue contra los terroristas.

En cuanto a la comunicación propiamente dicha, se trata de un texto breve de cinco párrafos. Descontando el primer párrafo en que se precisa el motivo de la carta, en el segundo párrafo se hace referencia, juntamente con Aprodeh, a un enigmático “movimiento peruano de derechos humanos”, que más que entidad se presenta como entelequia. No se dice a quienes representan ni quienes los han elegido. Simplemente, se arrogan una representación con base en la cual se permiten hacer una interpretación arbitraria de la causa que dicen defender. Vamos a explicarnos. En primer lugar, en ese párrafo se hace travestismo de la lucha del pueblo peruano contra el terrorismo, pues se le presenta como “período de la violencia política”, todo lo cual es inaceptable política, jurídica y moralmente. En segundo lugar, víctimas de su condicionamiento ideológico, no califican de manera explícita como grupos terroristas a Sendero Lumino y al MRTA; sino, se limitan tan solo a rechazar y condenar “los actos de terror de los grupos como SL y MRTA” que no es lo mismo. Una cosa son “los actos de terror” y otra muy diferente el accionar terrorista; como, también, son distintos semánticamente “terror” y “terrorismo”.
Y es con base en esa argumentación falaz del segundo párrafo, que en el tercero se incurre alegremente en otra falacia: “desde hace más de ocho años no se conocen actividades del MRTA, sus principales dirigentes están en prisión, algunos cumplieron sus penas y decenas se encuentran desvinculados viviendo en muchos lugares del mundo.” Argumentación francamente alucinante; por cuanto, el que no se conozcan actividades terroristas en un período determinado, no quiere decir que éstas no vuelvan a producirse, a fortiori si no ha habido una renuncia expresa, pública e irrevocable al terrorismo, seguida del debido arrepentimiento de esos facinerosos. Ese mismo párrafo es contradictorio para el fin que persigue, porque se refiere a “principales”, “algunos” y “decenas”, vale decir, no involucra a todos. Además, hablar de decenas de esos terroristas que viven en muchos lugares del mundo, dice bastante de la extraordinaria capacidad de perdón que tiene el pueblo peruano y del respeto extremo a los derechos humanos, si se recuerda que en otras latitudes a los terroristas sencillamente “los suicidaron”.

El cuarto párrafo parece fruto de una reprobable contorsión surrealista, en tanto en cuanto se encuentra desconectado de los tres primeros, e invierte maliciosamente la grave crisis que vivió el Perú con motivo de la toma de rehenes en la Embajada del Japón en Lima, en diciembre de 1996. Poner el acento en un discutible subproducto de la arriesgada y exitosa operación “Chavín de Huántar” a cambio de soslayar o ignorar la causa eficiente dada por el demencial accionar terrorista del MRTA que puso en jaque al pueblo peruano con una intolerable amenaza, es propio de sospechosos desmemoriados. Asimismo, es falaz utilizar las categorías racionales cuando se trata de explicar o responder a fenómenos irracionales. El terrorismo o la violencia delincuencial, entre otros, son manifestaciones irracionales del comportamiento humano que se rigen por reglas ajenas a los principios y deberes que informan cualquier manual de instrucción. Esto explicaría, por ejemplo, la enérgica respuesta que hace relativamente poco dio la viceministra sudafricana S. Shabangu de “matar a los bastardos”, apoyada en el siguiente argumento: “si los delincuentes se atreven a amenazar a la policía o a la gente inocente, deben morir. End of the story.” Y hablamos de Sudáfrica, un país con incuestionables credenciales de respeto a los derechos humanos. A mayor abundamiento, para el caso del Perú la política antiterrorista tiene un sustento jurídico, que tantas veces hemos señalado, consagrado en el artículo 32º. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, por el cual los derechos humanos individuales quedan subordinados a la defensa y seguridad de la sociedad democrática en su conjunto. Principio que, convenientemente, suelen callar los autoproclamados defensores de los derechos humanos.

Ahora bien, mediante esa inversión de valores, se vuelve a hacer una nueva contorsión argumental en el párrafo cuarto para terminar virtualmente sancionando al ex presidente Fujimori de crímenes de lesa humanidad. Independientemente de la necesidad de dejar a la justicia peruana que haga su trabajo en relación con los delitos por los cuales fue extraditado de Chile, la primera pregunta que surge es ¿cómo así es posible exculpar prematura e inexcusablemente el accionar terrorista del MRTA, y sancionar a priori y sin respeto al debido proceso a quien se encuentra actualmente sometido a juicio? ¿Es posible diferenciar entre los derechos humanos en función de personas? ¿Cuál es la diferencia entre la paranoia política llevada al paroxismo y la seria, ponderada y justa persecución legal? Según el periodista John Laughland (Guardian News), las organizaciones que se reclaman defensoras de los derechos humanos en el Perú no parecen interesadas en la presunción de inocencia, sino en culpar al acusado antes de que se concluya el juicio.

En fin, llegamos al quinto y último párrafo en que a partir de otra falacia “compartimos con la Unión Europea la defensa de la vida y los principios de los derechos humanos”, se concluye con otra mayor: “no se debe sobre dimensionar la existencia y actividad de un grupo como el MRTA, que puede servir para perseguir a activistas sociales y opositores políticos, acusándolos injustamente del delito de terrorismo.” La primera falacia tiene que ver con el verbo “compartir” en circunstancias que hay una enorme diferencia entre la jurisprudencia de la Corte de Estrasburgo y aquella mediocre de la Corte de San José. De acuerdo con el Tratado de Roma y sus modificaciones, tal como lo hemos señalado en varias oportunidades, el derecho a la vida se encuentra puntualmente delimitado en artículo 2º, inciso 2, de suerte tal que la obligación que tiene el Estado de proteger debe entenderse como una obligación positiva (dentro de parámetros y de lo posible), la cual solo puede ser examinada a la luz de las circunstancias específicas que rodean cada caso, que es, también, un apotegma para la Corte de Estrasburgo. De ninguna manera se puede generalizar. De acuerdo con la jurisprudencia de esa Corte, la obligación positiva de adoptar las medidas preventivas de orden práctico para proteger la vida de una persona amenazada, por ejemplo, no supone “impedir toda violencia potencial”, por ser esto completamente irreal. Tampoco supone adoptar medidas concretas para prevenir su realización si se desconoce el momento en que la vida de esa persona va a confrontar una amenaza real e inmediata. Ese no es el caso de la deleznable jurisprudencia de la Corte de San José. Según la lógica absurda que la guía, los juicios resultan francamente innecesarios, pues para expedir las sentencias condenatorias no le interesa la culpabilidad ni la intencionalidad de los autores (premeditación), sino tan solo “demostrar que se han verificado acciones u omisiones”, las cuales forzosamente van a recaer en el Estado parte. Dicho de otra manera, ya se sabe de antemano quién es el chivo expiatorio, solo es cuestión de determinar cuánto debería pagar por concepto de reparaciones. Ergo, lo que se dice “compartir” sería esa diferencia que se calla, porque es el derecho en acción lo que cuenta. De allí la indignante paradoja, para nada “dramática”, de que la Corte de San José haya dispuesto que el Estado indemnice al ideólogo de “Artemio” en circunstancias que éste, lejos de arrepentirse, había vuelto a las andanzas del terrorismo homicida.

Y decimos que la segunda falacia es mayor porque esa imputación que se hace directamente al Perú (“puede servir para perseguir”) es propia de una satrapía, mas no de un Estado democrático. Por de pronto, admitir que el MRTA es una organización terrorista no supone sobredimensionar nada. Es tan solo un diagnóstico factual, ajustado a lo que se sabe. Por eso, inferir sin mayor fundamento que el negado sobre dimensionamiento puede dar motivo al Gobierno democrático a acusar a los “activistas sociales” y “opositores políticos” del delito de terrorismo, es un juicio de valor temerario, deleznable e ideológicamente sesgado, ajeno al comportamiento responsable, maduro y plenamente identificado con el sentir de la mayoría nacional, que debe primar en quienes dicen defender los derechos humanos. Peor aún, si aquellos que lo dicen son parias electorales por carecer de respaldo en las urnas.

En efecto, pontificar en materia de derechos humanos exige una autoridad moral por encima de la politique politicienne. Desmond Tutu habla con derecho en Sudáfrica como lo hace Nelson Mandela, porque ambos cuidan que sus actos se encuentren al margen de los intereses partidarios o políticos o de agendas foráneas, lo que explicaría por qué nunca han salido con un disparate de ese calibre. Es más, cuando en 1992 se tuvo conocimiento de la masacre de Boipatong en que hubo entre las víctimas mortales un bebé de nueve meses, un niño de cuatro años y 24 mujeres, una de ellas encinta, la cual fue seguida de otra masacre en Bisho, capital de Ciskei, meses más tarde, la respuesta de Mandela no fue el recrudecimiento de la lucha armada, sino la aceleración de las negociaciones para poner fin al régimen ominoso del apartheid, tal como lo revela Allister Sparks en su best seller “Tomorrow is another country”. Vale decir, se actuó con clarividencia, sin odio ni venganza, esto es con sentido de la historia. Por eso, luego se pasó a la amnistía generalizada a condición de conocer la verdad, única forma de devolver la ansiada paz al pueblo y poder trabajar en la reconstrucción de la identidad nacional. Pero, claro se puso fin a un régimen profundamente injusto y arbitrario a cambio de aceptar convivir pacíficamente con los verdugos de antes. Situación para nada semejante con la que vivió el Perú hace algunos años y la sigue padeciendo aún en algunas parcelas del territorio nacional, en que una gavilla de asesinos lunáticos pretenden imponer la ley del crimen a mansalva recurriendo cobardemente al accionar terrorista animados por un desquiciado señuelo. La violencia de estos grupúsculos terroristas no es política ni social, por más que algunos de sus ocasionales panegiristas le hayan querido dar esa connotación. Es criminal, sin atenuantes. Y que haya entidades preocupadas en defenderlos plantea el problema de saber si corresponde seguir calificando a éstas como organizaciones sin fines de lucro, exoneradas del pago de impuestos, o más bien considerarlas como organizaciones políticas al servicio de quienes reniegan de la democracia. Y es aquí cuando sus cándidos benefactores deberían pensar tres veces antes de seguir remitiendo inercialmente sus contribuciones. Porque corren el riesgo de ser identificados esos benefactores como apologistas del terrorismo, con todo lo que esto implica en sus respectivos países de contar el Perú con abogados prestos a arremeter contra estos incautos.

Visto ahora el escándalo provocado por Aprodeh desde el ángulo de la práctica internacional que se sigue contra los terroristas, comprobamos que ningún Estado tiene miramientos para con este flagelo, con excepción del Perú. Es decir, acá somos más papistas que el mismo Papa. Es tan flagrante la contradicción que sólo en nuestro país se empapela y busca sancionar a quienes, en cumplimiento del deber, arriesgaron o arriesgan sus vidas en la lucha contra el terrorismo genocida, al paso que se busca reservar un trato deferente y delicado a los bárbaros terroristas. No es coincidencia que los primeros sean sospechosamente objeto del escarnio mediático, y los terroristas pasen por víctimas propiciatorias de las imaginadas horcas caudinas democráticas. ¡Aberrante ironía!

¿Por qué esos autoproclamados defensores de los derechos humanos no exigen que se aplique en el Perú el modelo cubano, más acorde con su inclinación ideológica, para combatir el flagelo terrorista? Como se sabe en la isla del Comandante Castro a los terroristas se les condena a la pena de muerte sin miramiento alguno. Sin ir muy lejos, hace unos días se sentenció a tres supuestos terroristas a la pena máxima, uno de ellos cubano-estadounidense. Y es que allá se ve al terrorismo como gangrena como ocurre en Chechenia o en China. Y a la gangrena la amputan quirúrgicamente, mientras que acá a causa de vivir el pueblo peruano literalmente sitiado por el cacareo de los inopinados defensores del terrorismo, se debe gastar ingentes sumas de dinero de los contribuyentes para defenderse en parodias de juicio en San José, por estar condenado el Perú de antemano, y, encima, pagar cuantiosas reparaciones a favor de quienes tuvieron la felonía de querer destruir al Perú. ¿Hasta cuando se debe tolerar el manejo abusivo del derecho que responde al interés subalterno de algunos de asegurarse un medio de vida? ¿Se puede permitir que le impongan al Perú democrático una agenda espuria, ajena a la tarea prioritaria de coadyuvar a combatir los niveles intolerables de pobreza y a reducir el peligroso “gap” entre ricos y pobres? ¿Qué cosa es lo que más nos importa como Estado?