Si alguien en el gabinete de los ultras cristeros está preocupado por la inflación, el alza desmedida de los precios en los bienes de consumo básico y la carestía, que como tigres se han salido de control y se pasean alegremente por las calles, con el riesgo de acrecentar la pobreza y el descontento, así como de provocar estallidos sociales como ha sucedido en alrededor de 40 países, ése no es, desde luego, Felipe Calderón. El panista sólo está ocupado en su obsesión por reprivatizar la industria petrolera. Para él no existe la posibilidad de una crisis alimentaria en el país, ya que, como ha señalado, somos una excepción, vivimos en una burbuja de cristal, inmune a esas plagas típicas de naciones miserables.

Tampoco está intranquilo Eduardo Sojo, secretario de Economía, porque, según él, el abasto está garantizado y si hubiera problemas, todo se resuelve mágicamente ampliando las importaciones, ya que resulta más barato que apoyar a los productores rurales tradicionales, verdaderos parásitos de los subsidios públicos, como también lo dijo insistentemente Luis Téllez, el chicago boy, uno de los artífices de la destrucción del sector agropecuario no exportador. Ni Alberto Cárdenas, de Agricultura, se angustia porque apenas alcanza a atisbar una “burbuja inflacionaria” que, seguramente como cualquier pompa de jabón, se disolverá en cualquier momento, pese a que el Banco Mundial o la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación se desgañiten anunciando que el aumento de los precios mundiales de los alimentos, junto con la hambruna y las explosiones sociales, puedan durar entre ocho y 15 años. Ni Ernesto Cordero, otro fundamentalista en la Secretaría de Desarrollo Social, se muestra nervioso, pues, aún más cegado que Cárdenas, no ve “inflación ni explosión de precios de los alimentos”.

Si existe alguien con el sueño perturbado, entre tanta santa calma calderonista, quizá sea otro chicago boy: Guillermo Ortiz, “nuestro hombre en el banco central”, como deben conocerlo los especuladores financieros. Pero no porque esté aterrado ante la posibilidad de sufrir el tormento de la abstinencia forzada, como el protagonista sin nombre de la novela Hambre, del noruego Knut Hamsun. Nada de eso. Afortunadamente, los funcionarios calderonistas se despachan con la cuchara grande: la remuneración neta mensual de la junta de gobierno del Banco de México (Banxico) oscila entre 160 mil 578 pesos y 175 mil 707.

Su tribulación, si la tiene, se debe a que el desborde de los precios está arruinando su mandato divino, según el catecismo monetarista: su obsesión patológica por igualar la tasa de inflación de México a la de Estados Unidos, aún cuando la dura política monetaria impuesta por el banco central (altos intereses reales), desde la época de Miguel de la Madrid, junto con la otra patología del balance fiscal cero, sea uno de los principales responsables del estancamiento que ha padecido la economía entre 1983 y 2008, de su incapacidad estructural para generar empleos formales y el deterioro del poder de compra de los salarios reales. Esto a pesar de que está demostrado hasta la saciedad que los bajos precios sean una conditio sine qua non para el crecimiento y que otros países como China, Chile, Venezuela o Argentina han logrado combinar altas tasas de expansión con niveles de precios social y razonablemente tolerables.

La inflación y los precios de los alimentos se desbordan. Entre los meses de abril de 2006 y 2007 el costo de la canasta básica subió 3.8 por ciento; para el mismo mes de 2008 pasó a 5.2 por ciento. Los precios al consumidor lo hicieron en 4 y 4.5 por ciento. Ello ha modificado las expectativas de los inversionistas, que elevaron la inflación esperada por ellos (3.98 por ciento) hacia poco más de 4 por ciento en 2008. Salvador Orozco, de Santander, señala que “el panorama de la inflación complica (y podría llegar a) superar 5 por ciento, arriba del nivel máximo del 4.75 establecido por Banxico en su pasado informe trimestral de inflación”. Mario Correa afirma que “los pronósticos de inflación se complican para los siguientes meses (y) se espera (que se ubique) por arriba de 4.75 por ciento. La meta de 3 por ciento ya es una fantasía. De diciembre de 2007 a abril de 2008, la canasta básica y los precios al consumidor se incrementaron 1.7 por ciento, de manera acumulada.

Es decir, en cuatro meses se perdió casi la mitad del alza nominal de los salarios mínimos (4 por ciento). Al cierre del año el poder de compra cosechará una mayor pérdida en su poder de compra real. Pero eso es sólo estadístico. En la vida real, el aumento del precio de los alimentos les ha afectado más que proporcionalmente.

Según el Banxico, “los incrementos de los precios de los alimentos han sido la causa principal de la inflación desde 2006”. Tiene razón. Como se observa en el cuadro anexo, las cotizaciones en bienes como el ejote, arroz, aguacate, pollo, huevo o pescado, entre otros, han subido espectacularmente, en consonancia con las internacionales. Pero a esos productos se han sumado otros bienes y servicios (los precios del agua y los energéticos: gas, electricidad, gasolinas, entre otros) que no están sometidos a la competencia externa o que son “controlados” o “administrados” por el gobierno, lo que evidencia que las presiones inflacionarias son más generalizadas y no se debe a una simple burbuja temporal de precios, que éstas son producto de la política de precios calderonista.

Por si no fuera suficiente, la Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de arrojar más combustible al fuego inflacionario al legalizar el gasolinazo calderonista (el alza mensual en el precio de las gasolinas en 2008 y la primera mitad de 2009: dos centavos para magna, 2.44 para la premium y 1.66 para el diesel), que afectará la estructura general de los costos de la economía, que será transferida a la población, y la demanda de los automovilistas. Para colmo, ahora los productores de tortilla amenazan con aumentar el precio 41 por ciento (de 8.50 pesos por kilo a 10). De aplicarlo, desde 2006 se encarecerá 84.5 por ciento, ante la indiferencia de Calderón y su gabinete, o la incapacidad para controlar a los productores y los precios, o ambas cosas.

Es cierto que la “tiranía del mercado” afectará a toda la población. En promedio, las familias destinan el 22.2 por ciento de su gasto monetario a la compra de alimentos y bebidas. Pero la distribución del quebranto es desigual. Al cabo, aún hay clases sociales. Los más perjudicados por el alza de los alimentos y otros bienes y servicios serán los hogares más pobres, porque los empresarios trasladarán los costos a los consumidores y los de altos ingresos no tendrán dificultades para asimilarlos. En 2006 existían 26.5 millones de hogares en México. De ellos, el 40 por ciento (10.6 millones o 41.4 millones de personas) destinaba, en promedio, el 34.2 por ciento de su gasto monetario a la compra de alimentos y bebidas (véase gráfica). Ellos serán las principales víctimas de la inflación.

Lo peor que puede ocurrirle a los mexicanos es que el Banxico decida recetarnos una dosis adicional de la única medicina que parece conocer: elevar los réditos para contener la inflación y evitar que los diferenciales entre los precios internos y externos agraven la sobrevaluación cambiaria. Lo único que provocará es una reducción adicional del consumo, ya afectado, el deterioro en la inversión productiva (premiando la especulativa o financiera), el crecimiento y el empleo. Esto a pesar de que ha reconocido que “la actividad económica se desaceleró durante el último trimestre de 2007”, y que “los riesgos a la baja para el crecimiento en nuestro país se han incrementado”. Hacienda ya había reducido la meta de crecimiento de 3.7 a 2.8 por ciento para 2008, y los analistas a 2.67-2.68 por ciento, revisando a la baja su estimación para 2009: de 3.39 a 3.31 por ciento. Y también a pesar de que el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) acaba de anunciar que el desempleo abierto pasó de 3.54 por ciento en el último trimestre de 2007 a 3.95 en el primero de este año; que aumentó en 163 mil 263 personas, de 1 millón 616 mil 81 a 1 millón 779 mil 340. Por desgracia, el Banxico ya nos avisó: en lugar de reducir los réditos, los mantendrá altos, “con miras al cumplimiento de la meta (inflacionaria) de 3 por ciento en los tiempos previstos”. (Banxico, “Anuncio de política monetaria”, 14 de marzo de 2008).
Lo trágico es que esa medida será ineficaz para abatir la inflación, porque ella es producto de una combinación de factores que escapa a su control:
1) La tendencia ascendente de los precios de los alimentos no es un fenómeno pasajero, ni tampoco el hambre que sufren al menos 2 mil millones de personas en el mundo, que apenas ganan de uno a dos dólares diarios, ni el riesgo del contagio de los estallidos sociales. Se ha tratado de explicar esa situación al aumento de los hidrocarburos, la producción de biocombustibles, las sequías o la mayor demanda de países como China o la India, entre otros factores. Sin negar su importancia, se olvida agregar a la debilidad del dólar estadunidense y las prácticas especulativas en los mercados de futuro; las prácticas monopólicas y oligopólicas de las empresas trasnacionales como Monsanto, Cargill, DuPont, Syngenta, Danone, Nestlé, o el uso geopolítico de los alimentos como arma de dominación.

2) La política de precios calderonista, basada en el “dejar hacer, dejar especular”, tanto por los grandes productores como por los grandes distribuidores.

3) La propia responsabilidad del Banxico, cuya política monetaria (altos réditos y difícil acceso al crédito) y cambiaria (sobrevaluación de la paridad), que sólo se preocupa por la inflación, ha afectado a la producción tradicional de alimentos y, en general, a las empresas locales. Estas medidas perniciosas son complementadas por la quiebra de la banca de desarrollo y la usura de los grupos financieros.

4) La apertura externa indiscriminada que, combinada a la sobrevaluación y los subsidios fiscales a las empresas extranjeras, ha afectado a las nacionales.

5) El abandono del sector agropecuario y del objetivo de la soberanía

alimentaria, según las reformas estructurales neoliberales promovidas por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el consenso de Washington, que consideran más barato importar que apoyar a los productores locales tradicionales. Esto ha provocado la pérdida de la soberanía alimentaria. Ahora México importa 30 por ciento de su consumo de maíz amarillo; 95 por ciento de soya; 65 por ciento del trigo para pan, y 30 por ciento del sorgo para ganado, según la Confederación Nacional Campesina. El 45 por ciento de nuestros alimentos dependen de Estados Unidos. En 2007 se importaron 20 millones de toneladas de granos y oleaginosas, por un valor de 5 mil millones de dólares, y 7 mil millones en hortalizas, frutas y otros alimentos y bebidas.

El futuro es obvio: mayor dependencia alimentaria externa ante la pérdida de la soberanía nacional; mayor inflación importada; precios más altos en alimentos; mayor encarecimiento y empobrecimiento; riesgos de hambrunas y estallidos sociales.

Ésa es la cosecha del odio alcanzada por el neoliberalismo priista-panista.

Revista Contralínea / México
Fecha de publicación: 01 de junio de 2008