Las soluciones planteadas por el movimiento campesino no coinciden con las del Gobierno nacional, lo que lleva a pensar que mientras no haya decisiones de fondo la región continuará siendo el epicentro de la tensión cocalera en Colombia.

Uno de los aspectos cruciales que surgen de la crisis cocalera en Tarazá, que concentró en su cabecera a más de 7 mil campesinos desde el 20 de abril hasta el 6 de mayo, es que su manejo está determinando la tendencia de lo que serán, en el futuro, las negociaciones entre los cocaleros y el Gobierno nacional, sobre todo cuando haya desplazamientos masivos influenciados por dos factores específicos: erradicación masiva y presión de grupos armados ilegales sobre los campesinos para que abandonen el área rural y salgan a protestar.

Tras largas conversaciones con los campesinos dedicados a los cultivos de uso ilícito por más de 15 años en Tarazá, salta a la vista que sus agendas reivindicativas ahora tienen más que ver con el reclamo de derechos integrales que con la aceptación de ayudas parciales y exigen soluciones más profundas que representen reales alternativas de desarrollo a corto, mediano y largo plazo para sustituir los sembradíos de hoja de coca.

“Reclamamos que se nos mire como campesinos, porque somos gente como la de toda parte: nos da hambre, nos enfermamos, nuestros hijos necesitan educación y salud. Entonces, ¿qué pedimos? Que el Gobierno nos dé nuestros derechos, lo que nos corresponde. Pero, ¿qué pasa? Que al campesino lo tienen olvidado”, dice Libia, una de las tantas mujeres taraceñas que tiene cultivos de hoja de coca.

Frente a esa posición, el Gobierno nacional, por lo menos en lo que respecta a la administración de Álvaro Uribe Vélez, recurre a la criminalización del campesino cultivador de hoja de coca para imponer soluciones de fuerza, limitarle sus exigencias y resolver el problema por vías distintas a las planteadas por los labriegos. Su agenda pone el centro en la erradicación de la hoja de coca y la oferta de soluciones alternativas se queda corta frente a un fenómeno social que implica a todo el grupo familiar y distorsiona la economía regional.

Este modelo de resolución de conflictos cocaleros sería el mismo que prevalecería en diversas regiones del país, entre ellos en los departamentos de Nariño, Putumayo, Guaviare y Cauca, donde se concentran el mayor porcentaje de las cerca de 150 mil hectáreas sembradas en el país, cuando arrecien las erradicaciones de la hoja de coca, se intensifique el hambre y se generen presiones sobre los labriegos para que protesten. Tarazá es un laboratorio de negociación que no puede perderse de vista.

¿Cómo se llegó hasta ese punto?

En el pasado, Tarazá fue una población dedicada a la extracción de oro de aluvión y de veta. Esta labor se remonta al siglo XVIII, cuando llegaron hasta esa zona de Antioquia colonos en busca del metal precioso. La actividad aurífera se mantuvo hasta finales del siglo XX, cuando las grandes empresas de explotación reemplazaron a las pequeñas compañías nacionales que carecían de maquinaría apropiada, a los barequeros acompañados de bateas y a los mineros independientes.

Esta crisis, surgida a finales de los años 80 llevó a los mineros a buscar alternativas económicas tan rentables como el oro y encontraron en la hoja de coca la actividad sustituta. A partir de ese momento, transformaron su vocación y concentraron sus capitales en el desarrollo de cultivos de uso ilícito. Negocio del que no han sido ajenas las guerrillas de las Farc y el Eln, y que también aprovecharon los grupos paramilitares que dominaron la zona a finales de la década del 90, en particular el bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), bajo el mando de Ramiro Vanoy, considerado el “Señor del Bajo Cauca”, por su gran influencia económica.

Jorge Mejía Martínez, ex secretario de Gobierno Departamental, calcula que Antioquia tiene un área cultivada de hoja de coca de 7.000 hectáreas, “de ella, el 60% se concentra en las subregiones del Bajo Cauca y el Nordeste, siendo los municipios de Tarazá en la primera y Anorí en la segunda, las más cultivadas”. Estimativos estatales tasan en 3.000 hectáreas el área cultivada en Tarazá, “pero deben ser más, pues hay un gran subregistro dado que no se contabilizan las hectáreas que mezclan cultivos de uso lícito con el ilícito”, precisa Mejía Martínez.

Campesinos cocaleros consultados en el corregimiento La Caucana, mayor centro de comercialización de la base derivada del tratamiento de la hoja de coca, dicen que las hectáreas sembradas sólo en Tarazá podrían llegar a 6.000, una cifra muy alta si se compara con las oficiales. “Y en el futuro serán más”, asegura el labriego, pues según él, se están sembrando por lo menos un millón de palos de hoja de coca en el Cañón de San Agustín, una zona montañosa a varios días de camino del casco urbano.

Establecer cuántas personas dependen de esta actividad agrícola es bastante difícil. Tarazá es una población de 42 mil habitantes, y como se reconoce en las calles de la población “todos tenemos que ver, de una u otra forma, con el negocio de la coca”. A lo que se suma la población flotante, en particular de los llamados raspachines, que provienen de distintas zonas del departamento, incluidos de algunos barrios populares de Medellín. “Yo llevo once años viniendo por temporadas a raspar hoja”, cuenta un joven de 18 años, habitante del barrio Santo Domingo Savio, de la capital antioqueña.

El alcalde Miguel Ángel Gómez admite que su administración, iniciada el 1 de enero de este año, no tiene herramientas eficaces para atender el problema: “Mi agenda sólo tiene paños de agua tibia para atender este asunto, entre otras cosas porque los recursos son muy limitados”.

En su corto periodo de gobierno ha tenido que afrontar dos paros cocaleros: el primero de ellos se presentó en febrero pasado y se prolongó por casi un mes. En esa ocasión se movilizaron por lo menos 2.800 campesinos. La segunda, entre abril y mayo, concentró cerca de 7.000 campesinos.

El general Oscar Naranjo, director de la Policía Nacional, reconoce en el movimiento de los campesinos cocaleros de Tarazá la realidad dramática de quienes en Colombia terminaron seducidos y engañados por los narcotraficantes, bien de origen guerrillero o bien de origen narco: “son poblaciones que quedaron atrapadas por cantos de sirena que los narcotraficantes les vendieron”.

A lo señalado por el general Naranjo se le debe sumar uno más, que bien conocen en Tarazá: la injerencia paramilitar. En la tarea de delegar labores contrainsurgentes, el Estado cedió por varios años el dominio sobre amplias zonas rurales a grupos paramilitares, que se convirtieron en reguladores del negocio de la coca e impidieron el ejercicio efectivo de la ley, lo que incidió en la expansión de los cultivos que hoy complican las soluciones.

Dos miradas

“La raíz social del problema siempre ha sido la coca, es un problema de hace muchos años”, reconoce Damián Villadiego, líder campesino. Pero la situación tiende a agravarse porque, a su juicio, el Gobierno pretende acabar con la hoja de coca “sin tener en cuenta cómo sustituirla”.

Justamente ese es el punto que tensiona las relaciones entre los labriegos dedicados a los cultivos de uso ilícito y el Estado, pues el Gobierno nacional mira el problema con los ojos de la lucha antinarcóticos y minimiza el problema económico y social que hay detrás de la siembra de hoja de coca.

“Aquí no estamos hablando de campesinos cafeteros que les cayó la roya, estamos hablando de gente dedicada al delito y de un delito que tiene los conexos más sangrientos del país. Si bien el tema tiene una fuerte mirada económica, para nosotros tiene una fuerte mirada de lucha contra el narcotráfico, pero con un concepto que logre meter a la gente en la legalidad”, explica Jaime Avendaño, representante de la Presidencia de la República en las negociaciones con los cocaleros de Tarazá.

La posición del negociador fue refrendada por el Presidente de la República durante su intervención ante decenas de campesinos el sábado 3 de mayo en la localidad: “Antes de hablar aquí de las soluciones sociales, vengo a hablar de las soluciones de autoridad y a apoyar la Fuerza Pública. Como responsable del orden público, vengo a Tarazá a felicitar a la Policía y al Ejército de la Patria, por la labor valerosa de enfrentar las presiones de los violentos”.

Esta mirada estatal exaspera a los campesinos. “Nosotros somos gente honesta, trabajadora”, expresa Marina, líder campesina. Y manifiesta que ojalá ellos recibieran el trato dado a los desmovilizados de los grupos paramilitares: “les dieron tierras, reciben subsidios y salario mensual, tienen a sus hijos estudiando, tienen casa, comen bien. Ellos generaron la guerra, pero reciben mejor trato que nosotros, que somos gente de paz”.

Si bien el movimiento campesino fue desactivado tras intensas jornadas de conversación y de promesas de los gobiernos Nacional y Departamental, ello no significa el fin de las tensiones en Tarazá. La tranquilidad de esta localidad del Bajo Cauca antioqueño y de la región, dependerá ahora del cumplimiento de lo prometido por las autoridades y de que realmente sean programas eficientes en la sustitución de cultivos que suplan las necesidades de los labriegos; de lo contrario, se haría realidad el vaticinio de uno de los líderes que encabezó la marcha: “si en un mes no hay soluciones, no dudo que volveremos a salir del monte otra vez”.

Fuente
IPC (Colombia)