No pocas son las responsabilidades aún no aclaradas o individualizadas de las miopes castas políticas peruanas que ayer, como hoy, ignoraban asuntos fundamentales del drama nacional. Así surgieron conflictos desde la misma génesis fundacional de la república. En Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, Tomo IV La guerra de límites contra el Perú, el embajador Félix C. Calderón revela por vez primera y con abundancia de detalles estos intríngulis escabrosos. Y hay que decirlo con voz bronca: aberrantes. Los artículos a continuación, a modo de resumen, sintetizan capítulos mantenidos en tinieblas durante decenios. (hmr)

La obsesión de Bolívar por Jaén y Maynas IV
por Félix C. Calderón

Y para precipitar la secreción de bilis en nuestros lectores, contrastemos lo dicho a Vergara con lo que le decía al general Gutiérrez de la Fuente el 22 de setiembre, inter alia:

“Ya hemos concluido un tratado en el cual abunda la moderación y la justicia (sic), sin menoscabo del honor de las partes. Yo no he podido hacer más (sic) en obsequio de la reconciliación y de la armonía. (...) Yo le aseguro a Ud., mi querido general, que estamos muy distantes de pretender el menor daño a esa República (sic).”

Forma astuta de jugar con el lenguaje en que se presenta el caraqueño como el hacedor de concesiones casi en exceso, de allí el solemne “no he podido hacer más”combinado con el ungüento sicológico “estamos muy distantes de pretender el menor daño a esa República (sic)”, cuando en los hechos se trataba de un triunfo fuera de lugar, conseguido dolosamente, inclusive digitando quien sería el negociador peruano, su “amigo íntimo” para hacer mejor las cosas, como le confesó al mismo Vergara en otra carta el 10 de setiembre.

En gran parte ese triunfo se lo debía al felón Gutiérrez de la Fuente, pues sobrevive la carta que Bolívar remitió a O’Leary, ya general, el 17 de agosto de 1829, en uno de cuyos párrafos hace la siguiente revelación:
“Anoche ha llegado el señor Gual de Quito, y hoy mismo el Edecán Demarquet de su comisión a Lima, quien me ha traído comunicaciones del General La Fuente y de varios amigos (sic), bien interesantes y lisonjeras (sic). Al General Urdaneta le remito copia de la carta particular (sic) que me hace La Fuente: por ella podrá Ud. inferir cuán a mi favor está todo aquello (sic).

Por su parte, el 16 de octubre, día en que el Gobierno peruano ratificó ese perjudicial tratado (la Colombia bolivariana lo hizo cinco días más tarde), Gutiérrez de la Fuente, como gran cosa, lanzó la siguiente proclama “a los pueblos”:
“¡Peruanos! La patria perecía sin recurso bajo una administración débil, vacilante y obstinada en sostener guerra temeraria contra la República de Colombia, fiel amiga del Perú en la paz (sic), aliada poderosa en los campos de batalla. La salvé (sic) aventurando el bien más precioso del hombre público-la reputación. (...) ¡Conciudadanos! He colmado los votos queridos de mi corazón; dándoos una paz honrosa (sic), sin comprarla al doloroso precio de vuestra sangre. Ya no aspiro más que a descender del puesto a que me ha elevado la Representación Nacional; dejando en mi conducta un ejemplo de moderación, de vigor y de patriotismo.” (Manuel de Odriozola: Op. cit.- Tomo IX).

¿Ejemplo de vigor, patriotismo? ¿Era Gutiérrez de la Fuente despistado o se hacía? La historia nos dice que el litigio limítrofe con Colombia recién alcanzó a resolverse en 1922, y con el Ecuador en 1998 (ambos Estados sucesores de la Colombia bolivariana), entonces, ¿de qué paz honrosa hablaba ese mentecato? Solo la ignorancia de la diplomacia peruana de la época permite explicar esa monumental concesión que quedó implícita en el Tratado de Guayaquil. Sin embargo, para suerte del Perú aquella concesión nunca llegó a materializarse, pues a los pocos meses se desmoronó la Colombia de las tres hermanas sin llegar las Partes a dar cumplimiento a los artículos 6º y 7º, conditio sine qua nom para dar contenido al artículo 5º del Tratado de Guayaquil.

Durante la negociación del Tratado de Guayaquil, Ricardo Aranda dejó para la historia el verbatim de la tercera conferencia del 17 de setiembre, que a primera vista es engañoso porque deja la impresión que el plenipotenciario colombiano parecía más bien Larrea en lugar de Gual, a causa de la posición insólita que asumió en contradicción son sus propias instrucciones. Veamos el texto que recoge Aranda:

“Presentes los Plenipotenciarios: se abrió la conferencia, exponiendo el Plenipotenciario del Perú, que bien meditados los artículos relativos a límites de las dos Repúblicas, y con la última persuasión de que sometidos a la deliberación de una Comisión compuesta de súbditos de los dos Gobiernos, como lo propuso en la anterior conferencia, ni era decorosa a ellos ni menos tendía a terminar definitivamente las disensiones que se suscitarían sin cesar en lo venidero, por cuanto dejaba esta interesante cuestión en statu quo y sin la menor esperanza de que los comisionados al efecto, ni el árbitro extranjero, fueran capaces de comprenderla y concluirla; se convenía (sic) con lo propuesto en ellos, bien persuadido de los derechos de su Gobierno, a este respecto, como de la utilidad y conveniencia que le resultaba de la medida. Igualmente observó que debiendo partir las operaciones de los comisionados de la base establecida, de que la línea divisoria de los dos Estados, es la misma (sic) que regía cuando se nombraron Virreynatos de Lima y Nueva Granada antes de su independencia, podían principiarse éstas por el río Tumbes, tomando desde él una diagonal hasta el Chinchipe y continuar con sus aguas hasta el Marañón que es el límite más natural y marcado entre los territorios de ambos (sic), y el mismo que señalan todas las cartas geográficas antiguas y modernas (sic). El Plenipotenciario de Colombia le manifestó cuan agradable le era por la exposición que acababa de oír, que ambos países se iban acercando ya al punto de reconciliación que tanto se deseaba. (...) Colombia, pues, no ha aspirado a otra cosa en sus relaciones con aquella República que a defender lo que cree ser suyo y se encuentra apoyado en títulos suficientes. A este efecto anunció al mundo, desde su creación (sic), que en esta parte estaría al uti possidetis del año de 1810 (sic), principio que no solamente es justo, sino eminentemente conservador de la paz. (...).”

Trágica suerte la del Perú a la que hay que sumar los centenares de peruanos muertos injustamente por culpa de este ignorante y cortesano de Larrea y Loredo que en el colmo de la ignominia dio cabida para que más tarde Colombia y Ecuador reclamaran un derecho que nunca tuvieron si, efectivamente, debía respetarse “religiosamente” el uti possidetis de 1809. Si Pedro Mendinueta al entregar el mando del Virreynato de Santa Fe a su sucesor Antonio Amar y Borbón, el 17 de diciembre de 1803, reconoció en su Memoria o Relación la agregación al Perú de vastos territorios en la cuenca del Marañón-Amazonas hasta Sucumbios, como también lo hizo el Presidente de Quito, barón de Carondelet el 20 de febrero de 1803, resulta francamente insólito que años más tarde con base en la astucia, la mentira y el ocultamiento de documentos, sumado a la inopia e incompetencia del plenipotenciario peruano, se haya trastocado lo que se preconizaba como piedra angular de la delimitación territorial (el uti possidetis de 1809) para crear derechos inexistentes y lo que es peor, propuestos por el mismo negociador peruano que, además, como se verá enseguida, no se ruborizó para repetir la misma monserga claudicante al Congreso peruano.

Un lego, podría preguntarse con derecho quien propuso primero en la conferencia del 17 de setiembre el trazo de una línea “diagonal hasta el Chinchipe y continuar con sus aguas hasta el Marañón” ¿Gual o Larrea? Y pondría en primer lugar a Gual porque es lógico que el representante del Estado usurpador avance sus pretensiones. Mas, la respuesta que nos da Aranda con ese verbatim es que fue, al revés, motu proprio el peruano Larrea tomó la iniciativa. Tal vez subyugado o encandilado por las artes de seducción que tenía Bolívar, terminó Larrea por hacer suyo lo que el megalómano guerrero debió pintarle como paso para alcanzar la gloria y la posteridad, tal como lo hizo con Unánue en febrero de 1826. No se puede entender de otra manera tamaño disparate de lesa patria, aun cuando la ignorancia temeraria de Larrea sobre lo que hablaba pudo haber sido el factor catalítico que jugó a favor del caraqueño.

Pero, ese día el claudicante Larrea fue mucho más allá. Pues, renegó en perjuicio del Perú del uti possidetis de 1809, retrotrayendo graciosamente los derechos de la Colombia bolivariana a la época “cuando se nombraron Virreynatos de Lima y Nueva Granada antes de su independencia.” Vale decir, se fue al siglo XVIII que era lo que le convenía más a la Colombia bolivariana, habida cuenta del escollo que representaba para Bolívar la real Cédula de 1802. Mas, como Gual tampoco estaba tan seguro de la base en la que debía fundamentar lo que quería arrebatarle al Perú, volvió a referirse esta vez al uti possidetis de 1810 como referencia de su derecho sin percatarse que complicaba su posición.

Planteada la ratificación del Tratado de Guayaquil, muy astuto el complaciente presidente Gamarra sacó las manos del fuego, prefiriendo viajar por esos días al norte, así Gutiérrez de la Fuente quedó solo con esa terrible responsabilidad histórica de ratificar un tratado infame, acompañado de un cura, José Armas, que fungía como canciller. Pero, antes, el Congreso tuvo que dar su aprobación y es allí cuando el sainete fue francamente de Ripley. Solo para tener una idea de la ignorancia culpable en la que vivían los miembros de la mediocre casta política que manejaba las instituciones en Lima, se trascriben a continuación fragmentos del dictamen de la Comisión Diplomática:

“La Comisión Diplomática habiendo meditado con la más prolija escrupulosidad (sic) los tratados de paz celebrados por el Ministro Plenipotenciario de nuestra República con el de la de Colombia (sic), los mismos que personalmente presentó en la Cámara el Ministro de Relaciones Exteriores, juzga inoportuno detenerse en aquellos artículos que versándose sobre puntos comunes del derecho internacional, manifiestan ser los mismos que se estilan en los tratados de igual clase (...). En orden a los artículos cinco, seis, siete y ocho por los que se estipula el nombramiento de una Comisión compuesta de dos individuos nombrados por cada Gobierno para que recorra, rectifique y fije la línea divisoria bajo la base de los linderos de los antiguos Virreynatos de Nueva Granada y el Perú, cediéndose mutuamente las partes contratantes las pequeñas porciones de territorio que contribuyan a determinar los confines de una manera más exacta, natural e incuestionable, comenzando sus trabajos desde la embocadura del río Tumbes, la Comisión opina que se ha elegido en este delicado punto el medio más legal, prudente y recíprocamente útil a ambas partes contratantes (sic). (...) Las provincias disputadas por ambos Estados como partes integrantes de sus territorios, lejos de considerarse ya bajo este aspecto, quedan sujetas a las desmembraciones de que está encargada por su naturaleza toda comisión de límites. El resultado debe ser la mutua compensación de las pérdidas del Perú y Colombia, porque en la línea divisoria que se trace ha de dividirse de necesidad uno y otro territorio y si, como es natural, se tirase de Tumbes dicha línea por la cercanía de Loja hasta la confluencia del río Chinchipe con el Marañón (sic), resultaría que a más de tener bien marcados los linderos, y capaz de defenderse de todo género (sic), quedarían al Perú los más vastos territorios de Jaén y Maynas, no cediendo de la primera más que la capital que es de ninguna importancia (sic), y de la segunda unas pequeñas reducciones a la izquierda del Marañón (sic) compensándose esas cesiones con otras, sino superiores, al menos notoriamente iguales interesantes (sic) (...). En el debate mismo resaltará esta verdad y el eminente servicio que ha hecho al Perú el Enviado en sus tareas diplomáticas (sic).” (Ibid.).

Celosos por preservar el principio de la mutua compensación, no se daban cuenta los imberbes de la Comisión Diplomática con Pedro Astete a la cabeza, de los vastos territorios que perdía el Perú si ese tratado quedaba perfeccionado. Veían el árbol, mas no el bosque. Y lo más grave de esa ignorancia supina fue admitir que la capital de Jaén era de “ninguna importancia” y podía perderse, como también las “pequeñas reducciones a la izquierda del Marañón (sic).” A estos aprovechados de médula cortesana no les importaba la histórica Chachapoyas en cuyo corazón trasandino latía una peruanidad feroz. No, a ellos lo que les importaba es justificar ante el master de turno lo hecho por uno de los suyos en Guayaquil. No hay otra forma de entender ese irresponsable entreguismo.

En una palabra, el Perú se encontraba en manos de gente sin sentido de patria, incompetente y, encima, negligente en grado extremo. Por tanto, podemos decir que los problemas limítrofes del Perú por cerca de ciento setenta años fueron producto de la convergencia de un megalómano obsesivo, como fue Simón Bolívar, con la cuasi estulticia de una casta política peruana más proclive a la cortesanía que a defender con sangre desde el primer grano de arena del territorio patrio.

Y tan necio era Larrea, quizás obnubilado por su ignorancia, que el 23 de setiembre, día en que recibió una carta de Gual anunciándole que el presidente de Colombia había “aprobado en todas sus partes” el tratado firmado el 22, redactó un oficio al que acompañó los verbatim, dejando en él consignadas las siguientes precisiones que solo sirven para demostrar, una vez más, que no tenía idea de lo que había hecho ni tampoco de la dimensión del perjuicio que con esas concesiones monumentales le hacía al Perú hasta fines del siglo XX. Además, esa carta es una prueba contundente de la correa de transmisión que existía entre Larrea y la Comisión Diplomática del Congreso peruano. Veamos lo que dejó para la posteridad ese infeliz:

“Tengo la honra de acompañar a US. el protocolo original de las conferencias que hemos tenido con el señor Ministro Plenipotenciario de esta República, sobre la paz ajustada con ella (...). No me parece superfluo observar a US. dos puntos principales que no se desenvuelven en ellos con la claridad y precisión que demanda su grave y delicada entidad. Primera: En el conflicto de estas para tocar un inevitable rompimiento, sin insistir en fijar la base que se me tenía dada en mis instrucciones sobre los límites de la dos Repúblicas, de tener que pasar ellas por su actual posesión, o en caso contrario someter la decisión de este punto a la Comisión que debería nombrarse al efecto, adopté las más sencilla y natural, cual es, la de reconocer por línea divisoria de ambas, la misma que lo había sido cuando se denominaban Virreynatos del Perú y de Nueva Granada antes de su independencia, evitando con el más vivo empeño (sic) la calidad adoptada en el artículo segundo del Convenio de Jirón, que es el uti possidetis del año mil ochocientos nueve (...). Así es que la base dada por mí es general e indeterminada (sic), admitiendo por tanto cualquiera discusión, que pueda sernos favorable y quedando sometida la decisión de los puntos controvertidos a este respecto a un Gobierno árbitro según el artículo diez y nueve de dichos tratados. Mas no obstante estas razones, opino particularmente y lo tengo dicho en las expresadas conferencias (en cursivas en el original) que para cortar definitivamente todo género de disturbios con esta República en lo venidero, será muy útil y conveniente se fijasen por límites de los dos Estados la embocadura del río Tumbes, por una línea paralela tirada por las cercanías de Loja al origen del Chinchipe, cuyas aguas confluentes con las del Marañón, cerrasen por esta parte nuestro territorio. De esta manera poseeríamos límites bien marcados y fácilmente definibles de todo género de incursiones contrarias (...).” (Ibid).

Como dirían los franceses “n’importe quoi.” Y podemos deducir de quién copiaron los miembros de la Comisión Diplomática esas vergonzosas e indignantes referencias a Jaén y a las misiones de Maynas; pues es más que probable que este oficio de Larrea haya sido leído previamente por los integrantes de dicha Comisión, repitiendo como loros lo que el cortesano claudicante afirmaba muy seguro de sí mismo, aunque sin conocimiento de causa. Por tanto, hay razón para clamar ¡pobre Perú! Vemos el grave trance por el cual pasó la naciente República con esa manga de ineptos y oportunistas que conformaron la casta política gobernante y si el grandioso Perú milenario no se vio reducido a su mínima expresión fue porque Dios es grande.