El 11 de Diciembre de 1981, soldados del Batallón Atlacatl del ejército salvadoreño llegaron a la comunidad. Primero separaron a los hombres de las mujeres. Después dividieron a las mujeres más jóvenes de las mayores. El tercer paso fue separar a los hijos de sus madres y el anteúltimo encerrar a todos los hombres en la iglesia del pueblo.

Quedaba el último paso. Cada uno de los hombres era sacado de la sacristía mientras los soldados los decapitaban uno a uno con machetes. Las mujeres divididas en grupos y los hijos solos, en otro lado, miraban la sádica puesta en escena.

Después fueron asesinados todos los que quedaban en el pueblo y los que se habían escapado hacia la selva. Sólo sobrevivió Rufina, que se mantuvo escondida durante dos días y pudo contar al mundo la masacre de Mozote. Ese día asesinaron a sus cuatro hijos y a su marido. Durante los tres días que duró el operativo militar murieron alrededor de 1.000 personas.

México. 2 de octubre de 1968. Durante las semanas previas el ejército mexicano había ingresado por la fuerza en las universidades del DF. Ese día, millares de estudiantes, profesores y personas de la sociedad civil se reunieron en la plaza de las Tres Culturas, en la zona de Tlatelolco, para protestar por lo sucedido y pedir por la autonomía e independencia de las universidades.

Mientras tanto, miembros del Batallón Olimpia disfrazados de civil se infiltraban en la manifestación. Francotiradores se habían apostado en los edificios de los alrededores. Los disfrazados abrieron el fuego. Los francotiradores respondieron. Era una batalla simulada entre miles de estudiantes.

Los manifestantes que podían escapar se escondían en las cercanías. El ejército irrumpía por detrás persiguiéndolos. Se calcula que murieron alrededor de 500 personas. Ni un solo militar. Apenas 10 días después el 12 de octubre de 1968, comenzaban en México los Juegos Olímpicos. Fueron bautizados por el presidente Díaz Ordaz como "La Olimpiada de la Paz".

Pando, Bolivia. Septiembre de 2008. En este departamento del norte boliviano se suma un expediente más, a la pila invisible y burocrática de las masacres latinoamericanas. Como si fueran espejos perversos que se miran, aprenden y multiplican.

Laberintos de la muerte. Matanzas públicas en plazas, canchas de fútbol o pueblos enteros como las ocurridas en Mozote, Tlatelolco, y tantos otros lugares como Santiago de Chile o Tucumán. Masacres privadas en los campos de concentración y cuerpos lanzados desde un cielo embanderado por el Plan Cóndor. Debajo, millones de cabezas cómplices que nunca miraron hacia arriba.

Los libros de historia no las contaron, pero la memoria de los pueblos las tiene caladas, resguardadas. Se vuelven a enfrentar en Pando, Bolivia, la construcción del discurso mediático y la historia oral. La primera es potente, eficaz, tentacular. La segunda es paciente, transcurre de un oído a otro, necesita tiempo, y es inclaudicable.

Porque mientras los medios del oriente boliviano hablan de enfrentamientos, también van hablan las víctimas y los testigos. Son como un reloj que trabaja sin descanso. Tic, Tac. Las memorias se van desempolvando. Son ellas las que construyen el registro oral que funciona como resguardo de la historia. De la que no aparece en las grandes portadas.

En la llamada masacre de Pando, que más específicamente ocurrió en el municipio de Porvenir, todavía no se pudo calcular el número de muertos. Se habla de 30, 50 y hasta más de cien personas.

En Pando había un prefecto, Leopoldo Fernández, que se sentía dueño y señor de esas tierras. Como se sienten en Santa Cruz, Tarija y Beni, los propietarios que durante décadas fueron el poder económico que regló el funcionamiento político del país.

Leopoldo Fernández estuvo aliado a todos los gobiernos militares y civiles desde hace 30 años. Obligó a las comunidades indígenas de la región a servir como mano de obra de esclava. Ese prefecto, hoy detenido como responsable de la masacre, no puede comprender que sus gritos y órdenes no se transformen más en leyes.

En Pando, grupos paramilitares que emboscaron una manifestación campesina, también arrojaron niños muertos al río. Muchos fueron acribillados en el lugar y otros, que escaparon por el monte, todavía siguen sin poder regresar. La noche trajo a los paramilitares con sus perros y más persecuciones. Por eso aún no se puede saber la cantidad real de muertos.

Dice un testimonio: “Varios compañeros cayeron a mi lado, han sido baleados, los hemos arrastrado como hemos podido y nos han perseguido por el bosque como a perros, como a animales y nos han ido eliminando”. Otros fueron asesinados dentro de las ambulancias.

La prefectura, la policía y parte del ejército están comprometidos en esta masacre que ocurrió hace horas, hace días. Que viene siendo parte de un proceso comenzado en Santa Cruz de la Sierra con las golpizas a cualquier persona de apariencia indígena. Ellos son los blancos, los poderosos, lo que tienen las tierras ricas. Para ellos, los campesinos y los indígenas siempre fueron perros o animales. Por eso pretenden la autonomía.

Se quitaron las máscaras los pretendidos dueños de Bolivia. Las disputas por el gas, por la tierra y por la justicia deshicieron su compostura y mancharon con sangre sus ropas importadas.

La política es posterior a la guerra. Quien gana la guerra tiene las armas, y quien tiene las armas ejerce el terror que le permita usar a su antojo la política. Así funciona el sistema que ellos defienden y que conocen mejor que nadie.

Ellos triunfaron cuando lograron derrotar a la revolución minera de 1952. Aquella revuelta de obreros que, cansados de morirse en las minas, tomaron el poder para pretender otra Bolivia.

El prefecto de Pando, y los del resto de la media luna, buscan provocar una nueva guerra. Que permita el regreso a las políticas que siempre los enriquecieron, sumiendo al resto de la población boliviana en una de las mayores pobrezas de Latinoamérica.

De la misma manera que en Mozote o Tlatelolco, la masacre de Pando fue presentada por los medios como un enfrentamiento entre facciones opuestas.

De la misma manera que en Mozote o Tlatelolco, hubo un explícito apoyo norteamericano y lo que se construyó discursivamente es una aparente defensa de las instituciones en salvaguarda de la “seguridad jurídica de las inversiones”, cuando en realidad se llevó a cabo un ilegítimo uso de las armas contra un gobierno democrático.

A diferencia de Mozote o Tlatelolco, en este caso la institucionalidad –mal que le pese a los sectores del poder económico- está en manos de un gobierno indígena y popular surgido por medio de elecciones libres.

A diferencia de Mozote o Tlatelolco, lo que sucede, sucede hoy. Los muertos se lloran, pero se ven. Los asesinos se repudian, pero se encarcelan. Y todo, absolutamente todo, queda por hacerse. En defensa del gobierno de Evo Morales, de los masacrados y de los sobrevivientes.

La historia se está escribiendo. Ahora mismo.