Todos estaban ahí para recibir al grupo de periodistas que visitábamos este pequeño rincón de la espesa neblina, de los pájaros que juguetean en el bosque y de sus habitantes que ríen en medio de los maizales. Eso lo comprobamos al momento de transitar por sus estrechas calles cuando viajamos en el balde de madera de una camioneta 4x4 del Consejo Nacional de Juntas Parroquiales Rurales del Ecuador (Conajupare), institución que nos invitó a conocer estos vírgenes parajes en medio de las altas montañas de la Provincia de Tungurahua.
Llegamos al sitio pactado por los coordinadores. Nos bajamos del vehículo de un solo brinco, mientras los comuneros, vestidos de poncho grueso y con sombreros adornados con las mejores plumas del picaflor, repasaban, en la hoja de papel, el discurso de nuestra bienvenida. El estrechón de manos lisas y callosas entre periodistas y agricultores fue el primer paso, luego terminó el discurso y de inmediato sacaron por debajo de sus abrigos las famosas ‘puntas’. Entre todos ellos había uno, que lucía más alegre, no porque se adelantó a tomar el puro, sino porque era el más conocido en el pueblo por tener esa envidiable característica de buen humor y por ser el único que aún elabora las camisas de ‘cuello alto’. Esto lo confirmé con Carlos, un indígena de mediana edad que estaba entre los pueblerinos, en momentos que el humorista empezó a repartir el ‘chupa frío’, como han sabido llamarles a las ‘puntas’.
Eran las 16h32 y había transcurrido una hora desde nuestra llegada. Todos los visitantes nos esparcimos por el pueblo a conocer sus maravillas y me pareció interesante dialogar con el hombre que por largos momentos nos contagió con su risa. Me acerqué al menudo hombre y le pregunté cómo se llama, me dijo que su nombre es Rodrigo Ulloa y que nadie mejor que él para recibir con una sonrisa a los visitantes, dijo que es el único en el pueblo que hace las camisas y permite lucir a los ‘caballeros’ las de ‘cuello alto’, lo cual me llamó la atención y le pedí que me llevara a su taller de trabajo. “Con mucho gusto mi amigo, pero disculpará que no tenga grandezas para ofrecerle, más que un trago fuerte y mi experiencia como artesano en Pasa”, me dijo este arrugado hombre mientras bajamos por una calle enlodada debido el aguacero que cayó el día anterior.
Luego de enlodarnos por unos diez minutos por el camino que nos condujo al exterior de su vieja pero inmensa casa, entramos al sitio donde por más de 54 años ha elaborado las más coloridas y bien confeccionadas camisas. La puerta inmensa de madera vieja y apolillada fue abierta. En su interior: tres máquinas, dos anaqueles llenos de camisas y una mesa enorme donde descansaban varias tijeras, unas cuantas bolsas de tiza de sastre, una cinta métrica y varios pedazos de tela que estaban listos para ser cosidos.
¡Entre, amiguito…!, me dijo, mientras encendía la luz por medio de dos cables que colgaban de la parte superior del tumbado. Cogió dos sillas de plástico para sentarnos y sin pensarlo inició su historia de artesano. Alcancé a prender la grabadora para recoger todo lo dicho y así se expresó:
“Tenía 15 años cuando todos en mi pueblo se dedicaban a la elaboración de camisas, mi padre era uno de ellos. Luego de asistir a clases y hacer los deberes me ‘clavaba’ en la mesa para hacer los acabados, es decir, cortar con la tijera los pedazos de hilos que quedaban luego de terminar la camisa. Las que fabricaba mi papá eran las más solicitadas por cientos de habitantes de Pasa y de otras ciudades del centro del país como Ambato, Riobamba, Latacunga y Salcedo. Había otros vecinos que también tenían su clientela, pero no se igualaban a los nuestros porque éstos lucían camisas confeccionadas con la mejor tela y los acabados eran de excelente calidad. Mi padre murió y tuve que irme a Ambato a trabajar de obrero en una fábrica de camisas, porque no tuve para nuevamente ‘parar’ el taller. Yo ya tenía 25 años.
Luego de trabajar 23 años en esa empresa, que ya no recuerdo cómo se llamaba y que quebró por mala administración, me puse un local en la misma ciudad pero no me fue bien, los chinos nos fregaron. La gente se dedicó a comprar esa ropa, porque era barata, y la nuestra, que era un tanto más cara, pero bien confeccionada, no la compraban. Instalé con los mismos equipos de mi padre el taller en Pasa, luego de tener un tanto de dinero, y ahora realizo las camisas bajo pedido. Mis hijos: Leonel, Joel, Tania y Mariza, no quieren asumir mi herencia, ellos estudiaron otra profesión. Mi profesión no será cotizada, pero al menos tuve para que ellos puedan estudiar y defenderse en la vida.
Ahora me acompaña mi esposa, Carmela Santos, con la que un día nos unió el padre de la parroquia y que prometió que me amaría en las buenas y en malas. Pues ha cumplido, trabajamos las camisas de ‘cuello alto’, llamadas así porque soy el único que utilizo un buen material, que no le puedo decir, para que el cuello de la camisa siempre esté firme y no se desvanezca. Los clientes que fueron de mi padre aún me compran, así como todos los jóvenes que se visten de ‘frac’ cuando van al altar junto a su futura esposa. Los que quieren vienen a buscarme, porque ya no puedo ofrecer afuera, la edad pesa oiga…. Ahora sirvo para seguir con mis camisas de ‘cuello alto’ y para hacer reír un poco a quienes nos visitan”.