A estas alturas, a usted seguramente le aburrirá el tema de los incidentes ocurridos en la Universidad Católica de Guayaquil, pero a los noticieros y espacios informativos de los diarios pareciera que no. Tratan de impedir que la trama muera, sobre todo algunos imitadores de Alfred Hitchcock de la televisión ecuatoriana, como Jorge Ortíz y Carlos Vera, que urden todo tipo de intriga, todo tipo de novela de misterio en sus espacios matinales de televisión.

El truco es simple: enredar al Gobierno, a la Asamblea Constituyente y a los integrantes de la tendencia democrática, progresista y de izquierda en un mar de confusiones, de contradicciones, de inconsistencias discursivas. Buscan cualquier nuevo elemento, por pequeño que sea, para volverlo escándalo, denuncia, para volverlo otra supuesta prueba de que el proceso de cambio que pregona Rafael Correa y la tendencia es mentira, que es una apuesta peligrosa.

La oligarquía pone en juego toda su experiencia manipuladora a través de los medios de comunicación. Éstos son instrumentos clave para enfrentar la lucha ideológica y política contra la tendencia, pero también, y eso se ha visto en las últimas semanas, para trazar líneas que configuren una base social propia, con capacidad de movilización y de bronca, necesaria para enfrentar a las fuerzas del cambio.

A través de sus medios, los oligarcas han anunciado con emoción el nacimiento, en Guayaquil, de un nuevo símbolo de la oposición, de un “actor ausente” que supuestamente el Gobierno no consideró en sus planes y que podría constituirse, así como ocurrió en Venezuela en su momento, en un eje aglutinador, confrontacional y propositivo de la derecha.

Hablan de que esa Universidad podría convertirse, si la derecha tradicional no desperdicia la oportunidad, en una cantera de nuevos liderazgos, porque, como lo sostiene en el diario El Comercio el sociólogo Wellington Paredes: “Los interlocutores anteriores, es decir, la vieja clase política, no son válidos porque están desgastados y sin argumentos. La gente no les cree, no les escucha porque no simbolizan nada. Por eso aparecen los estudiantes y obligan a enfrentarse en la calle con un lenguaje no político sino ideológico. Es un sector que irradia sobre otros sectores y genera simpatía”.

Para estos ideólogos, de esta crisis que enfrenta la derecha puede surgir una oportunidad. Es urgente para los oligarcas renovar a sus dirigentes, encontrar nuevos escenarios para ellos, pero también renovar el discurso, lograr que las viejas y caducas tesis que han caído estrepitosamente con el neoliberalismo en América Latina retomen la hegemonía, se vuelvan, de nuevo, la manera única con la que hay que mirar el mundo.

Y en este propósito tienen aliados: los sectores de la socialdemocracia y la intelectualidad pequeñoburguesa, que se niegan a usar categorías como clase social, modo de producción, lucha de clases, estructura económica y superestructura social. Aquellos sectores que en ocasiones le hacen el juego a la derecha cuando estigmatizan a la izquierda revolucionaria, cuando la ubican como su principal blanco de ataque.

En el primer propósito que mencionábamos arriba, es decir, el de enredar a los representantes de la tendencia, en hacerlos caer en contradicciones e inconsistencias, los medios han tenido cierto éxito, porque han logrado ganar la iniciativa en la imposición de la agenda política. En el país no se discute sino de lo que a estos sectores les interesa, no de lo que a la tendencia democrática progresista y de izquierda le interesa: es decir, de los contenidos más importantes, más avanzados de la nueva Constitución. Y, sobre todo, de las perspectivas que se tendrían a partir de la nueva Constitución. Tampoco en el debate ideológico han logrado ser demasiado precisos, puesto que se ven orillados a mostrarse tolerantes, democráticos, inclusivos con la derecha, algo que raya en el ridículo si se toma en cuenta que lo que vive el país ahora es un cambio en la correlación de fuerzas y que, por tanto, quienes están en minoría no pueden ser puestos al mismo nivel que la mayoría, que en este caso representa a lo más avanzado de la sociedad ecuatoriana en este momento.

Los medios han actuado con inteligencia, arman foros de debate en los que ubican a los mejores representantes de la derecha, a los mejores argumentadores, y del otro lado tratan de colocar a quienes menores posibilidades discursivas tienen, aunque se ubiquen en la tendencia del cambio. Cuando miran que los argumentos de las fuerzas progresistas ganan, enseguida hacen causa común con los otros para atacar por doble vía y lograr al final el único resultado esperado por ellos: que gane la derecha.

Ganar el debate ideológico


Como está planteado el escenario, es una gran oportunidad para que las fuerzas revolucionarias propongan un debate ideológico profundo, que cuestione al sistema como tal, que exponga la contradicción fundamental entre capital y trabajo, entre capitalismo y socialismo.

En ese sentido, no hay que huirle a la discusión, hay que ir con argumentos, con razones históricas. Los diversos sectores de la derecha, Carlos Vera y Jorge Ortiz, cumplirán su papel: acusarán de autoritarios, de anarquistas, de violentistas a las fuerzas revolucionarias.

En política las cosas son claras: la confrontación pueblo-oligarquía, en cualquier momento, deja los escenarios discursivos y recurre a la fuerza. Así es la historia de la humanidad. Por más que ahora se pongan en el papel de víctimas, estos oligarcas, jóvenes o no, saben que en una sociedad en la que rige la apropiación privada sobre los medios de producción (y ellos son los propietarios), necesariamente se producirá la violencia, provenga ella de la organización de la política a través del Estado para oprimir a las demás clases, desde las clases oprimidas contra los opresores, para instaurar su propio Estado. La sociedad en sí está organizada de manera violenta. Ello no cambiará por la simple voluntad cristiana, sino cuando cambie la estructura económica y social que origina la violencia, es decir, el capitalismo. Es obvio, entonces, que la lucha de los pueblos debe ser, en perspectiva, una lucha por la paz, pero que en ese propósito deberá recurrir, en cualquier momento, a la violencia revolucionaria para destruir las viejas estructuras y construir la nueva sociedad.

Esta interpretación, que es la interpretación científica acerca de lo que es la violencia, no se la realiza en los medios. Ellos tratan de convencernos que todo acto de violencia es detestable, mientras que cuando viene desde los pueblos, por su liberación, se vuelve una cuestión ética e históricamente necesaria.