Desde el triunfo mismo de la Revolución cubana, en enero de 1959, las autoridades estadounidenses cursaron instrucciones dirigidas a bloquear el normal flujo de negocios de la Isla con empresas de ese país, sus filiales en diversas naciones y entidades de otras partes del mundo.

El documentado expediente de daños y perjuicios causados a la economía cubana, cada año se debate en la Asamblea General de Naciones Unidas, que sistemáticamente ha condenado por abrumadora mayoría el injerencismo estadounidense en el desarrollo socioeconómico de la ínsula, extendido también a otros pueblos del orbe.

Como mayor muestra de intromisión extraterritorial en los asuntos de Cuba, en el año 1992 el congreso norteamericano aprobó la ley Torricelli, mediante la cual fueron suprimidas transacciones que aún se mantenían con ciertas subsidiarias estadounidenses en países extranjeros, y se aplicaron otras sanciones arbitrarias.

Solo en 1991 el comercio de Cuba con las citadas entidades ascendía a 718 millones de dólares, de los cuales el 91 por ciento se refería a alimentos y medicinas, lo que fue drásticamente suprimido, con lo cual también fueron afectadas las naciones donde radicaban las empresas aludidas.

La propia ley Torricelli prohibió la entrada a EE.UU., por un período de 180 días, de buques, cualquiera fuera su nacionalidad o bandera, que tocaran puerto cubano o transportaran mercancías hacia Cuba o por cuenta de esta, bajo amenaza de incluirlos en una “lista negra”.

Tal disposición –vigente aún—, viola elementales normas de libertad de comercio y navegación, establecidas por el Derecho y acuerdos internacionales y las disposiciones de Naciones Unidas en la materia, y de hecho somete a otros países a la voluntad arbitraria del gobierno norteamericano.

Esa realidad se tornó todavía más cruda contra Cuba cuando en 1996 Estados Unidos adoptó la llamada Ley Helms-Burton, que añadía la intención de entorpecer el incipiente proceso de inversión extranjera en forma de capitales, tecnología y mercados que propiciaba la Isla.

Así, EE.UU. pregonaba su auto concedida facultad imperial para decidir asuntos que por derecho constituyen únicamente responsabilidad y atribución de otros estados.

En realidad, toda la historia del bloqueo es también la reseña del genocidio contra el pueblo cubano, pues las restricciones impuestas a la adquisición de productos básicos han derivado en graves afectaciones para la ciudadanía y también para las naciones, que se han visto avasalladas en su soberanía.

Aunque los voceros y gobernantes estadounidenses insisten en que el bloqueo, que llaman eufemísticamente embargo, es asunto bilateral, la práctica cotidiana demuestra todo lo contrario: Se trata de una guerra económica y comercial sucia contra Cuba, en interés de someterla a los designios de Washington, que por más de dos siglos ha intentado vanamente apoderarse de ella.

El más reciente y ridículo ejemplo de esa extraterritorialidad del bloqueo lo reflejó el diario brasileño O’Globo, el 28 de septiembre último, cuando refirió cómo la política externa norteamericana influye en el financiamiento a simples consumidores de la nación sudamericana.

Cuando la brasileña Vania María Parreira intentó financiar la compra de una computadora de la marca DELL, fue interrogada sobre si intentaba viajar a Cuba; después de responder afirmativamente, le negaron el crédito.

La empresa DELL de Brasil confirmo al diario O’Globo que su decisión se debió a las restricciones en la política de importaciones hechas por el gobierno de Washington, lo que en opinión del abogado Eurivaldo Becerra, publicada en el propio rotativo, se trata de un criterio discriminatorio lesivo del artículo quinto de la Constitución brasileña.

Obviamente, esta simple transacción minorista, negada a una ciudadana brasileña, subraya el extremo demencial y la escandalosa extraterritorialidad del bloqueo del gobierno estadounidense contra el pueblo de Cuba.

Agencia Cubana de Noticias