Con estas palabras, “escritas en mármol”, se lamentaba Rafael Larrea la muerte de su hermano, de nuestro hermano, el Poeta Alfonso Chávez. Con estas palabras que podía haberlas escrito yo mismo, porque éramos tres entonces: Rafael, Alfonso y yo, el que se quedó solo definitivamente.

Alfonso, el más joven, el más “loco”, el soñador inconmensurable; Rafael el “Poeta” por antonomasia, profundo, certero, apasionado, y yo, preso de la vida, alegre y jodedor, complemento de nuestros tres insomnios.

Juntos para hacer los planes, juntos para llevarlos a cabo. Recitales en las universidades, en los colegios, en las plazas y portales, juntos para las broncas contra el sistema y juntos para la guitarra, el ron y la canción. Los tres alucinados, convencidos de que a este mundo había que cambiarlo. Bregando diariamente para minar al sistema, buscando las salidas, creando las alternativas en el campo de la cultura.

Así se hizo realidad uno de nuestros sueños y el sueño de los hombres y mujeres del pueblo: hacer posible la cultura popular. Así nació el Centro de Arte Nacional, la primera organización dispuesta a llevar la cultura por el camino de la Revolución, por los senderos de los cambios definitivos y necesarios. Qué etapa más bella y productiva: talleres de literatura, de música, de pintura, de fotografía; canciones a montones, muchas de Rafael, de Agustín Ramón, de Juanito Ruales, de Geovany Escorza; y murales, lienzos, exposiciones de Vallejos, de Fernando Vizuete, de Alberto Carcelén; y los libros de Rafael, de Alfonso Chávez, de Alfonso Murriagui, enriqueciendo la Colección “Matapalo”. Y recitales y peñas y conciertos de música popular, con capishcas y sanjuanitos.

A la cabeza Rafael Larrea, el visionario Timonel, profundamente humano y claramente comprometido con su misión de construir los senderos necesarios para cambiar el viejo sistema, la estúpida concepción del arte por el arte.
Y Alfonso Chávez, impaciente, urgido por la necesidad de optar su grado en Jurisprudencia para regresar a su querida Riobamba, su tierra natal, para seguir en el empeño de concretar los cambios; hacer posible la cultura en las comunidades indígenas, en los villorrios, en las chozas acariciadas por el viento del páramo. Su capacidad ideológica, su entrega y su entusiasmo lo llevaron a dirigir la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Chimborazo. Actividad febril, sueños cumplidos, obras materiales y espirituales, hitos de los esfuerzos desplegados en favor de la Cultura Popular. Fiebre de realizaciones, la vida tomada por asalto, hasta caer sorpresivamente en el intento, envuelto en la tragedia, perdido en los vericuetos del destino.

Quiero copiar las palabras de Rafael Larrea, para significar el dolor y la rabia que nos causó su partida: “Hablo de ti, Alfonso, como de alguien imprescindible. No es posible que el momento en que los cien pájaros de nuestro pueblo se alcen, se renueven, canten por su libertad y una nueva vida, esté ausente tu voz. No aceptamos que se sienta tu ausencia como el grito del océano abandonado o como la encendida impaciencia perdida de un bosque lejano. No debe faltar tu voz entre nosotros. Y no faltará.”