Si revisamos la Historia del Ecuador podremos descubrir la importancia que tiene Quito, como una ciudad que siempre fue el centro fundamental de la Cultura, antes del incario, en el incario, en la época colonial y en la era republicana.

Su importancia y valor no solo radica en haber sido la capital del Imperio de los Shyris y, después, asiento de la Capital del Incario, sino, inclusive, por su privilegiada situación geográfica que le permite disfrutar de un clima excepcional y único.

Asentada al pie de una inmensa mole volcánica, que cada cierto tiempo da muestras de su presencia viva, tiene un sol perpendicular que cae sobre sus techos y los vientos y las tempestades bañan permanentemente su piel de siglos. Por algo está situada en la “Mitad del Mundo”, en el sitio en que los dos hemisferios se confunden y la sombra del ser humano desaparece bajo el sol canicular. Cielo limpio y brillante, noches llenas de constelaciones, montículos verdes que, con sus parcelas llenas de casas, son un canto a la anarquía y al desorden de la naturaleza.

Este es el Quito actual y es el Quito de siempre; aquel Quito que encontraron los españoles, cuando vinieron dispuestos a fecundar las tierras, los vientres de las mujeres cobrizas y a poblar de fantasmas las mentes de los indianos, libres como los vientos de los páramos. En este Quito, mágico y real, es en donde los conquistadores deciden crear los grandes monumentos a su fe y a su religión, que es la fe y la religión que quieren imponer a los pueblos conquistados. Y, como testimonio del adoctrinamiento y la catequización, van naciendo los templos y los conventos, los monasterios y las capillas y, con la arquitectura monumental, o mejor, dentro de esa arquitectura, va surgiendo el arte religioso: los santos y las vírgenes, los apóstoles y los profetas, los cristos y los demonios, perennizados en las telas, en los crucifijos y los retablos, sirviendo desde entonces, antes que de obras de arte, como agentes de penetración de una nueva ideología.

Las características topográficas de Quito hacen que sus calles y avenidas tengan formas extrañas, que asciendan hasta perderse en el horizonte o se sepulten en alguna tenebrosa quebrada.

En esta bella ciudad hay espacio total para la imaginación, hay material para la leyenda, hay inspiración para la creación artística o para el chisme cotidiano. Por algo están esas grandes plazas que sirven de refugio seguro a los templos y a las capillas; a sus mágicos y alegres campanarios; por algo están las gradas abanicadas de la Plaza Grande o de San Francisco o las cúpulas caprichosas de la Compañía.

Y allí están las bóvedas y los cruceros, la decoración de lacería mudéjar, a base de figuras geométricas y también está la eclosión del barroco, que se advierte, especialmente, en el labrado de los retablos.

Estas características y las que se han ido adoptando con el paso del tiempo, han hecho que Quito se convierta en un Museo de Arte, que perpetúa la tozudez del conquistador para imponer su religión y su cultura y la habilidad e inteligencia del conquistado para irse infiltrando en ese cauce, con aportes de nueva sangre y nuevo pensamiento.

A pesar de ser el “Relicario de Arte en América”, como se le denomina a Quito, mucho se ha descuidado en la preservación y mantenimiento de las obras de arte legadas por nuestros artistas desde la Colonia; muchas de ellas se están destruyendo por el paso del tiempo, la intemperie y la depredación insana. Y, lo que es peor, se las destruye o se las hace desaparecer para reemplazarlas con objetos de pobre concepción y acabado, extraños a nuestro medio e importados por el rastacuerismo.

Hay más todavía: los medios de comunicación del país han denunciado en varias ocasiones el saqueo que realizan ciudadanos extranjeros, ellos sí conscientes del valor que significan esos tesoros artísticos, que se los llevan fuera del país para enriquecer los museos y las colecciones particulares, personales o institucionales, quienes pagan altísimos precios por las obras de arte y los objetos arqueológicos escamoteados, a veces, con la complicidad de las mismas autoridades encargadas de velar por el cuidado y la conservación de nuestro Patrimonio Cultural, como lo dispone el Artículo 377 de la Nueva Carta Política.