La convicción de que la tarea de reconstrucción iba a ser dura, penosa y con seguridad larga (muy larga) nos daba la medida de una satisfacción, que no dejaba de reflejar que si los milicos se corrían algo teníamos que ver.

Entonces se hablaba mucho de democracia, un concepto que parecía sintetizar todo lo bueno y deseable, como aquellas figuras que se agrandan en ausencia. Más flaco, más joven, convertido casi en un símbolo de una necesidad, Raúl Alfonsín recorría ese 10 de diciembre de 1983 los caminos de la institucionalidad recuperada. Entre el Congreso y la Casa de Gobierno, mientras transpiraba los primeros calores fuertes que se anticipaban en una docena de días al verano, el flamante presidente no pudo evitar que una mano depositara en el bolsillo izquierdo de su saco la primera advertencia.

Apenas 48 horas antes un silencioso reportero gráfico, de aquellos que eran “casi” pelados, contra su voluntad y no en defensa propia como muchas cabezas al ras de estos días, se había convertido en el centro de atención, cuando los directivos del matutino La Voz no se correspondieron con las garantías necesarias en la cobertura de una nota, y ante el planteo del compañero respondieron con el despido.

La asamblea del personal rechazó la medida empresaria y exigió la reincorporación; un día después los despedidos subieron a 20 y el día de la asunción de Alfonsín la cifra llegaba a 105. La solidaridad llevó a que los afectados más la gran mayoría de los trabajadores (de prensa y gráficos) decidieran permanecer en las puertas del diario, en la calle Tabaré, de la mítica Pompeya porteña. Y lo hicieron por más de 20 días.

Los periodistas recibíamos la democracia con un conflicto, que las horas convertirían en histórico y ejemplar. Desde allí partió la idea de llegarle a Alfonsín en su primer día de gobierno para decirle, por medio del primer volante, que los trabajadores de prensa estábamos luchando por la preservación de todos los puestos de trabajo en un medio de comunicación, una historia que se repetiría de ahí en más decenas de veces.

Rodeado de alegrías y emociones legítimas, el flamante presidente avanzaba casi sin saber que en el bolsillo derecho de su saco, tal vez nuevo, llevaba un anticipo de lo que vendría; muy cerca de ahí –a sólo 25 minutos- los trabajadores de La Voz escribían, para la reestrenada democracia de los 80, el capítulo inicial de una batalla inacabada.