En estos días, la brutalidad impera en el discurso mediático dominante, cuando se ha puesto a “debatir” a la sociedad sobre la necesidad de echar mano a instrumentos que acaben con la ola de inseguridad en el país. Sin escrúpulos políticos, ni jurídicos, se apela a la consigna de bajar la edad para imputar a los menores. Ante la evidencia del aumento de hechos violentos, los niños, los jóvenes y el delito ocupan la agenda de periodistas, políticos y referencias de la sociedad preocupada. Así, con prolífica ligereza se conciben voces para satanizar barrios y grupos sociales. Sin el más mínimo cuidado se fomenta el odio y la barbarie, invocando la preservación de los derechos humanos de las mayorías. Y sin reparar en ninguna consecuencia, se hace permanente apología de la violencia.

Tal vez, no exista conducta más abyecta y que genere mayor repugnancia, que la pusilanimidad individual, amparada en el afán colectivo de venganza, sobre la debilidad de la conciencia humana, forjada en las razones estructurales de un sistema injusto. Una sociedad que, -salvo excepciones de resistencia-, ha sido indulgente ante la injusticia social de este sistema, parece ceder con poco prurito al mandato mediático. Una sociedad, casi inconmovible
ante el crimen y el sufrimiento cotidiano de niños, hombres y mujeres a causa del hambre y enfermedades evitables, ahora, parece ser conducida al patíbulo para colgarse de los pies
del verdugo.

 Nota publicada en Movimiento Continuo número 4, diciembre de 2008
 Periodista. Secretaria de Derechos Humanos de la UTPBA