El día de hoy, 15 de diciembre de 2008, falleció el ex presidente León Febres Cordero y en la mayoría de los medios de comunicación el tema mereció amplio despliegue publicitario. Muchos periodistas se hicieron lenguas hablando de las mil y una maravillas de su fuerte personalidad, de sus hondas convicciones, de su pasión por la política, de sus excelencias como Alcalde de Guayaquil, y otras tantas perlas. Hasta hubo quien le deseara que fuese recibido en el seno de Dios, y fuera llevado a ese cielo con el que tanto sueñan los buenos cristianos. Y para completar esta imagen perversa, se decretaron tres días de duelo nacional y hemos visto al inefable Arzobispo Antonio Arregui recibiendo a este “nuevo santo” en la Catedral de Guayaquil. Y no sería raro que en poco tiempo sea presentada una petición al Santo Padre de Roma para que este benemérito ex presidente sea convertido en un beato más de la iconografía religiosa ecuatoriana, como algunos han pretendido hacer con el dictador Gabriel García Moreno.

Resulta paradójico que en nuestra tierra tengamos esa extraña debilidad por lo muertos, que nos lleva a descubrirles o encontrarles alguna maravilla a personajes que pasaron por el mundo haciendo daño a diestra y siniestra. Pero en este caso, justamente en el caso de este “muerto”, hay mucha tela que cortar, porque resulta que uno se pone a pensar: ¿Cuándo en este Ecuador nuestro, se dio tanto despliegue a las numerosas víctimas del gobierno intolerante y represivo de Febres Cordero?

Me pregunto, y se me pone la carne de gallina, qué sentirán en estos momentos los familiares de esa maestra soñadora y rebelde, Consuelo Benavides, que un 4 de diciembre de 1985 fue detenida por miembros de la Fuerza Naval, para no aparecer viva? Qué sentirán al recordar la saña con que fue violada, torturada, asesinada y luego enterrada en el más oscuro y criminal silencio, que solo se rompió tres años después?

Me sigo preguntando y una ráfaga de hielo me recorre el cuerpo, llegando hasta el tuétano de mis huesos: ¿Qué sentirá Clara Merino, que perdió a su hermano, a su cómplice de juegos infantiles y de charlas amenas en la mesa familiar, a la hora de la cena? ¿Que lo perdió de un momento a otro, sin que tuviera tiempo de procesarlo y entenderlo?

¿Cómo extrañarán todavía los padres del estudiante Fernando Aragón, de 21 años, quien en junio de 1986 fue asesinado por miembros del Escuadrón Volante CP1-SU114 de la policía? El homicidio ocurrió durante una manifestación en Quito, contra el alto costo de la vida. Aragón recibió un balazo en el cuerpo y en dos segundos se llevaron sus sueños de libertad. Y de igual modo, los padres del estudiante guayaquileño Víctor Alvarado, de 22 años, quien recibió varios balazos de la policía, en 1988, en una manifestación contra el aumento de pasajes.

Y ¿qué dirán los parientes de Fausto Basantes o de Arturo Jarrín que fue perseguido y detenido en Panamá y traído al Ecuador para ser asesinado aquí? ¿Y los parientes de Edgar Frías, quien fue detenido en el Perú y encarcelado en el Ecuador y los del joven Juan Carlos Acosta, quien fue detenido por el SIC, el 29 de agosto de 1985, a raíz del caso Isaías, y apareció muerto después por las torturas a las que había sido sometido?

Me pregunto, y siento un hormigueo en las entrañas, ¿qué estará sintiendo nuestro querido amigo Pedro Restrepo, ese que nos dio una lección de tenacidad en la lucha contra la represión fascista de ese tristemente célebre gobierno? Ese que no solo perdió a sus dos amados hijos, sino también a su esposa y que aún hoy, después de largos años de lucha para conocer y descubrir las espantosas horas de tortura infligida a sus jóvenes hijos, y que terminaron con una muerte brutal y totalmente absurda, no sabe todavía en donde descansan los huesos de aquellos chicos inocentes y tiernos que recién se asomaban a la vida.

Es que duele en las entrañas saber que en nuestro país se ensalza a los asesinos, se protege a los corruptos, se deja escapar a los ladrones, pero no se dijo ni pío cuando tantas personas desaparecieron, y fueron torturadas durante el gobierno de Febres Cordero y después aparecieron muertas, unas, y otras jamás fueron recuperadas, ni siquiera para que los padres pudieran darles sepultura en el seno de la tierra que tanto amaron.

Yo recuerdo todavía ese período de gobierno y no he olvidado el temor con el que caminábamos por la calle, sobre todo en las noches, cuando ese engendro que él creó: los Escuadrones Volantes de la policía, salían a agredir a la gente, a detener jovencitas, estudiantes, y todo tipo de gente. ¿Cuántas historias de violaciones y maltratos fueron silenciadas entonces en las calles de Quito? Pero aunque todos y todas teníamos miedo salíamos a las marchas y protestábamos contra las exacciones de ese régimen, contra las penurias económicas que nos impuso, contra las violaciones a las leyes laborales y los despidos intempestivos, contra la prepotencia de un hombre que se creía el Rambo del Ecuador y cuyos gestos y expresiones reivindicaron las peores formas de machismo en nuestro país.

Cómo tragamos gases y bombas lacrimógenas. En cada marcha se iba un poco de vida y de salud con esa tremenda intoxicación producida por las acciones de una policía que se volvió artífice fundamental no solo de la represión sino también de la corrupción. En ese tiempo, surgió un grupo de policías de tránsito que tenían armada una estrategia imparable para estafar a incautos. Conocí muy de cerca esa estrategia porque un amigo, hijo de un gran pintor, ya fallecido, la vivió en carne propia. Estos malos policías armaban un choque ficticio en las calles más céntricas de la ciudad, en horas de la noche, y a la persona que habían chocado le levantaban un parte aparentemente normal. El señor se iba a su casa y ellos se llevaban el auto al cuartel de la policía. Al otro día el parte había sido cambiado en contra del señor chocado y el auto chocado era un auto muy caro. La víctima tenía entonces que pagar a estos policías para poder zafarse de la cárcel. Pero este amigo, que sabía que él no había chocado a nadie sino que lo habían chocado a él, no quiso pagar por este chantaje y fue a dar a la cárcel, en donde no valieron abogados, ni papeleos, ni nada. Estuvo casi un año detenido, hasta que al cambiar el gobierno, le fue pedida al presidente Rodrigo Borja su intervención y pudo este buen hombre que además era un gran médico, salir libre, pero indemne de tan espantosa experiencia.

¿Será que desde alguna estrella lejana, Martha Elena, la madre de los Restrepo, la madre destrozada, estará observando este loco mundo en el que los pájaros les disparan a las escopetas? ¿En el que los asesinos son llevados en andas por gente del mismo pueblo, que aguantó hambre y miseria por las políticas económicas neoliberales de este ex presidente? ¿En el que un asesino es llevado a la Catedral para rendirle honores de santo?

Por haber vivido este horror, muchas personas sentimos una gran alegría cuando fue creada la Comisión de la Verdad, para investigar y sancionar a los culpables, pero con mucha pena vemos cómo cada día se alarga más y más el proceso y no pasa nada, y nadie dice nada, como si estuvieran esperando que se murieran los torturadores y los asesinos, para que ya no puedan ser sancionados, como en este lamentable caso. ¡Qué pena que te hayas muerto León Febres Cordero y que no hayas sido sancionado en vida por tus crímenes como te correspondía!

Los ciudadanos y ciudadanas que vivimos la tortura de ese gobierno represivo y brutal estamos esperando el desenlace de la investigación de la Comisión de la Verdad y queremos que sea presentada en el tiempo en que se planificó y esperamos, y lo necesitamos, que haya sanciones, que los torturadores y asesinos paguen en la cárcel sus abusos. Esa es la única justicia real que existe y la única en la que creemos.