Cuando el río habla nos cuenta cosas. Habla a su manera, con palabras espesas de lodo.

Hoy en Tartagal, el río se cayó del cielo. Se cayó abrumado de broncas y con las espaldas artríticas de desmonte. Se cayó afónico de tanto haber gritado: ¡Cuidado!

Las crónicas rápidas dicen que hay desaparecidos, pero el río no les cree. El río sabe que los muertos ya eran un tipo de muertos. Muertos sociales cuyos cuerpos, recién ahora, tomaron valor para las estadísticas.

Hasta ayer, ni siquiera eso. Familias corridas a los márgenes de las ciudades. Donde el sistema inmobiliario les presta sus “zonas inundables” para tenerlos cerquita, pero no tanto. ¿Quién se acordaba ayer de los que esas habitan esas tierras, colectoras de la muerte?

Las fronteras siempre son engordadas con los que sobran.

En el límite entre Chaco y Formosa, la gente vive o no vive sin que el Estado se entere.

En Misiones y Corrientes el precio de los terrenos que esconden al Acuífero Guaraní le quita valor a las personas que lo habitan. Son depreciadas y despreciadas.

En cualquier lugar de la cordillera andina los campesinos sin nombre se mueren incansablemente de frío, en cada noche desasistida.

El río venía gritando. Hace dos años, en el mismo lugar, derramó casas como si fueran castillos de naipes. Hoy la imagen de ese ayer cercano se repite una y otra vez en todos los noticieros: el río que desborda, que socava la tierra y las casas partidas que parecen de telgopor.

Hoy gritó de vuelta el río. Reventó en aguas. Se llevó a los de siempre. El río de los pobres salta inquieto y embroncado. Le gustaría llegar a la casa de las gobernaciones. A la casa de los dueños de los ingenios. A la casa de los que plantan esa soja que mutila pobres.

El río de los pobres quiere vengarse. Se soltó el cinturón y transformó una ciudad en una pileta.

Los dueños de todas las cosas siguen tranquilos y con las copas llenas de vinos caros.

Pero el río se está enojando, la tierra se va secando y los ricos, finalmente, son también mortalmente humanos.