Y, como quien no quiere la cosa, el mismo impulso transformó la casa de Jorge "el Flaco" Palermo, escenario improvisado, en la sede de La Grieta-Cultura sin moño, el espacio desde donde él y su grupo de amigos que también cambió con el tiempo, intentan desde hace 20 años ganarle la pulseada a un tipo de organización social que no los conforma: "Tratamos de cambiar la forma en que están dadas las cosas en la sociedad desde las actividades artísticas. Es una posición política", figuró.

Decir que el colectivo trabaja sólo las artes escénicas es mentir. Hoy por hoy, además de actrices y actores, son artistas plásticos y músicos, pero también comunicadores, trabajadores sociales y estudiantes universitarios de diversas carreras los que, junto a los vecinos del barrio, le dan vida y movimiento a la estructura principal de La Grieta. No obstante, vengan del lugar que vengan, el imán que los atrae y los mantiene unidos es el arte: “Libera, en todo sentido, y transforma. Por más chico que sea ese cambio, es un aporte”, confirmó Jorge.

Habla de transformar, de cambiar. Pero ¿qué? Entonces invita a navegar por los laberintos del sistema que sostiene casi todos los órdenes sociales del mundo. E intenta descubrir ante los ojos de quien desee escucharlo la realidad de la que él y los demás sin moño están convencidos. “No podemos zafar de la lógica del mercado, pero, aún así, lo que sostiene a La Grieta es otra lógica, esa que se relaciona con los valores, los principios, la solidaridad, el compartir, la esperanza, todo aquello de lo que las reglas del mercado nos despoja. Sin esa otra lógica, La Grieta se muere, se queda sin alma”, esboza.

Luego de transitar un par de años en el que dicen haber “perdido un poco el hilo de la historia", en referencia el proceso de cerramiento del patio de su casa, espacio del colectivo que tuvo a las estrellas como techo durante más de 15 años, la actividad del grupo vuelve a tomar calor: "Nos desparramamos un poco, algunos no volvieron, otros sí y otros se fueron sumando. Permanentemente se suma gente", soltó, mientras el entusiasmo volvía a apropiarse de sus gestos.

Los compañeros van y vienen, pero la cantidad de personas que conforman el núcleo del colectivo no varía. Son pocos: "Cinco artistas que, cuando vimos un poco más allá del puro divertimento, nos dimos cuenta de que había que dar un paso más. Entonces corrimos la producción artística un poco al costado, para dejarle lugar al trabajo social junto a ella", relata El Flaco.

Si uno se deja llevar por el viaje en el tiempo que invita a hacer el relato, la decisión de los artistas callejeros rosarinos puede compararse con un desafío, porque "hubo que ponerle cabeza, razón, contenido" a algo que les salía directo desde el alma. Lejos de amedrentarse, le dieron duro. Es que hubo algo -que aún persiste- de lo que acabaron por convencerse: querían que lo que surgiera de todo aquello diera como resultado "la posibilidad de hacer arte desde un lugar determinado. El actor puede ser actor arriba de un escenario, pero también en su barrio, ayudando a los demás", pensaron. Los primeros hijos de esa combinación entre trabajo social, arte y razón fueron los talleres de teatro y murga destinados a los miembros más chicos del barrio.

Más tarde, ya con los pies completamente sumergidos en el barro, vinieron los proyectos de alfabetización a través de la expresión artística y las actividades callejeras que se sucedieron año tras año, en las que toman las calles del barrio, las recorren con murgas y luego arman allí un escenario para números musicales, de teatro y otras disciplinas. El primer fin de semana de marzo -7 y 8-, los Sin Moño vestirán al barrio de Carnaval. El tiempo para festejar "el día del niño sin moño" y "el grito del excluido" vendrá cuando pasen los meses.

Pero a no apresurarse, a ubicar cada cosa en su sitio y a reconocer que el teatro callejero fue el germen de todo. En el patio trasero de la casa en la que El Flaco vivía con su entonces compañera -y que luego fue el techo del hijo de ambos- ensayaban siete amigos, por el sólo placer de divertirse metiéndose en la piel de otros. "No todos habíamos elegido vivir del teatro callejero, pero a todos nos gustaba compartir esos momentos", rememoró. A ellos -aunque no todos siguen hoy formando parte-, se los puede llamar el núcleo del colectivo.

Cuando la obra estuvo lista, decidieron presentarla a los vecinos, a quienes invitaron en forma de versos murgueros, con los que regaron las calles del barrio. "La gente ya sabía que nosotros actuábamos, nos conocían. Quizá por eso, la tarde de aquel sábado se sumaron tantos a la murga con la que caminamos las calles de los alrededores, llamándolos a ver la obra", supuso, aunque con pocas ganas de averiguarlo.

Los motivos que explican tan exitosa convocatoria no importan demasiado ahora que han pasado 20 años de aquel primer sábado. Actuaron, les fue bárbaro y listo. "Nos dimos el gusto y nos sentimos conformes -explicó-, pero en las semanas siguientes, la gente en la calle y los vecinos que atendían los negocios del barrio me preguntaban cuándo se repetía". Cuando quisieron acordarse, ya habían hecho 15 repeticiones y el espacio se había llenado de una energía tan potente que fue imposible desenchufarse y volver a lo de antes.

Por otro lado, ya no dependía de ellos en un cien por ciento, porque el lugar había sido tomado por la gente. "De a poco, a la función de teatro callejero se fue sumando la lectura de un vecino, la perfomance musical de otro que se le animaba al escenario improvisado, al aire libre con su micrófono", apuntó Jorge. La Grieta-Cultura sin moño ya era un hecho que explotaba los sábados, con la caída del sol, pero que, a medida que pasaba el tiempo, iba tomando cada vez más forma en los demás días de la semana.

"Es jodido resumir 20 años en un rato", deslizó El Flaco, luego de una pausa. Hoy, el patio al aire libre de La Grieta-Cultura sin moño es un espacio techado, un carpón, como lo llaman los integrantes -"mitad carpa, mitad galpón"-. Esa especie de refugio, además de sumar puntos a la infraestructura del lugar, sirvió de cobijo para los adultos que envidiaban en secreto la capacidad de los más chicos de despojase de todo tapujo para participar de alguno de los talleres. “Ahora, bajo techo, se animan más. Es increíble”, confió Jorge.

En los comienzos de La Grieta–Cultura sin Moño, el acceso a los talleres sólo significaba una colaboración de los familiares de los chicos en los festivales que el colectivo ofrecía de tanto en tanto. “Buscábamos el intercambio -explicó-, la consigna era que participaran todos. Y lo sigue siendo, por supuesto. Nunca dejamos a nadie afuera”. Ahora, no obstante, el que puede poner dinero, lo hace.

Esa cultura vestida de entrecasa que ofrece el colectivo rosarino “no quiere contener a nadie”, asegura El Flaco. El objetivo es, en cambio, “enseñar a pensar de otra forma, en otros órdenes”, cosa que, garantiza, cuesta mucho. “Varias veces pensamos que era una locura. Siempre aparece la opción de echarse atrás. Pero siempre, también, pasa algo más increíble, entonces las ganas de claudicar desaparecen”, reflexionó.

La clave aparece iluminada entre las sombras: compartir. “Esto es por la gente, pero también por nosotros. Si no buscamos la forma de encontrarnos, estamos cagados”. Entonces, sólo entonces, desde La Grieta, hacen desaparecer a esa otra grieta que siempre amenaza: “Cuando sucede que además de placer, el arte provoca esperanza, seguís apostando”.

Nota publicada por la agencia NAN (http://agencianan.blogspot.com/)